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Ocupé una gran parte de mi adolescencia en la difícil labor de apartarme de la normalidad. Quería ser diferente, único, original y, ante todo, quería que todos lo supiesen. Me perforé las orejas, la ceja, el labio inferior, la lengua… Hasta amagué con agujerearme los huevos o el prepucio, pero después di marcha atrás al considerarlo un sacrificio excesivo que no gozaría del reconocimiento popular por lo escondido de mis miembros. Me dejé el pelo largo después de ver Con Air, me hice rastas tras leer una biografía de Bob Marley; me lo teñí de rubio en Marco Aldani (tal vez la mayor temeridad de mi vida), me dejé solo un mechón largo después de ver Barrio –mechón que una novieta del colegio me cortó a traición, en uno de los episodios más lóbregos de mi etapa escolar–; me lo rapé al cero, me dejé crecer una hirsuta perilla que acompañada por dos patillas tan anchas como patas de jamón me hacía parecer un narcotraficante con orígenes latinos. Me vestía con aparatosos pantalones de cuadros, llamativas camisetas multicolor y botas doctor Marteens negras con cordones rojos. Nada era suficiente para mí en esta romántica pero absurda carrera por convertirme en el chaval más pintas del barrio Salamanca, algo que por otra parte no parecía demasiado complicado.
Con el paso del tiempo, claro, fui atemperando mi impulsiva estética, excusándome en que la originalidad auténtica es la que se lleva por dentro y no tanto por fuera, que lo de ser único ha de ser una forma de vida y no solo el capricho de un niñato, y en alguna chorrada más de ese estilo. Decidí entonces que no quería ser un adulto del montón: nada de mujeres corrientes, ni matrimonios anodinos, ni tediosos trabajos de oficina con horario de nueve a cinco. Aspiraba a encontrar a una chica rebelde, sin casa ni familia conocida y, a poder ser, fugitiva de la justicia. Me inspiré en la pareja formada por Quimi y Valle en Compañeros, aunque tampoco veía con malos ojos la dupla Drazic-Anita en Rompecorazones. En cuanto a mi profesión, tenía claro que tenía que ser liberal, que no tenía ni puñetera idea de lo que significaba pero que a mí me sonaba a guarrería. Elegí el periodismo, sin duda el oficio con más mamones con ínfulas de especialitos por metro cuadrado.
A veces percibo en el Atlético esa misma obsesión por alejarse de la norma impuesta que me persiguió durante tantos años, algo que tiene toda la lógica del mundo, pues yo me hice colchonero para llevar la contraria a mi padre, al vecindario y tal vez al mundo entero. El Atleti es diferente, no cabe duda, empezando por su ordenamiento jerárquico: es el único equipo que tiene como estrella a su entrenador y no a su mejor futbolista. Esta peculiaridad hace que se vivan episodios impensables en cualquier otro lugar. Simeone prescinde de João Félix en el partido más importante de la temporada, su equipo cae eliminado de la Champions con estrépito y, al final de la extraña secuencia, se impone una corriente de opinión indulgente con el técnico porque el chico no estaba fino para ser titular. No se puede criticar al tipo que permitió al equipo poder comer en la mesa de los mayores y, en última instancia, eso de abandonarse en los brazos del crack de turno para levantar un partido resulta prosaico y propio de equipos mundanos.
Pasaron los años y la realidad hizo mella en aquel hippie idealista. Encadené trabajos diferentes, sí, tal vez demasiados, con horarios intempestivos, jefes estrambóticos y sueldos precarios. En materia amorosa, volé de flor en flor cual abeja errática, pues siempre me decantaba por flores marchitas o venenosas. Así que un buen día me sorprendí acercándome a hurtadillas al redil. Anhelaba un poco de normalidad, que después de todo igual no estaba tan mal. Me casé –con una mujer única, pero con su expediente policial limpio como una patena– y tuve dos hijos. En cuanto al trabajo… bueno, estamos en ello.
Lo que quiero decir es que ser diferente mola, claro que sí, y la esencia que nos hace únicos ante el mundo la tenemos que intentar preservar. Pero eso no puede cegarnos hasta el punto de dejar de hacer cosas solo por el hecho de que los demás también las hacen. Tardé años en ver Lost y me encantó, ¿por qué no pude disfrutarla al mismo tiempo que el resto del mundo?
El Atlético ha forjado una identidad especial a lo largo de la historia y si posamos nuestros ojos en el equipo de Simeone, la sensación de originalidad si acaso crece aún más. Y está bien: sublimar el arte de defender, plantar cara a los grandes tiburones del océano bajo el engañoso aspecto de una pequeña anguila, desempolvar el viejo libreto del contragolpe y utilizar el balón solo para lo que sea necesario, estar siempre en boca de estetas y entrenadores que no han ganado un título en su vida. Sí, eso está impregnado en el cromosoma rojiblanco y es indeleble. La identidad no está en peligro, por lo que en ocasiones se podrían permitir ciertas licencias más extendidas, como la de plantar a tu mejor jugador en el campo y no retirarlo jamás. Solo por probar, a ver qué pasa. Que lo de ser diferente está bien, pero ganar una Champions es incluso mejor.
Ocupé una gran parte de mi adolescencia en la difícil labor de apartarme de la normalidad. Quería ser diferente, único, original y, ante todo, quería que todos lo supiesen. Me perforé las orejas, la ceja, el labio inferior, la lengua… Hasta amagué con agujerearme los huevos o el prepucio, pero después di marcha...
Autor >
Felipe de Luis Manero
Es periodista, especializado en deportes.
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