LA VANGUARDIA EN CUESTIÓN
Simultaneidades de lo sucesivo
Sobre la poesía de vanguardia en América Latina
Edgardo Dobry 5/10/2020
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Las siguientes líneas se proponen aportar algunas observaciones, a la luz del muy estimulante intercambio de ideas, matices y abordajes sobre el origen, vigencia e impacto de la poesía de vanguardia en América Latina que se viene desarrollando en este medio. Mi propósito no es dirimir una posible verdad sobre la materia sino agregar a esas valiosas intervenciones algunas precisiones y matices que considero importantes para avanzar en el conocimiento del asunto. Uno de los problemas al que nos enfrentamos al hablar de la vanguardia o de las obras de vanguardia es que no existe tal objeto, si se lo considera como algo homogéneo, aproximadamente acotado y definido en el espacio y el tiempo. Poner en una misma frase a Joyce y a Proust solo es legítimo si se hacen suficientes matizaciones, porque ambos distan tanto de la novela del siglo XIX como lo que dista la Recherche de Ulysses. Los poemas en una lengua inventada que Hugo Ball recitaba en el Cabaret Voltaire de Zurich tienen poco que ver con los “campos magnéticos” de Breton y Soupault, y ninguno de los ellos tiene nada que ver con La tierra baldía de Eliot. El manifiesto Dada, escrito por Tristan Tzara –cuyo verdadero nombre era Samuel Rosenstock (en su pronunciación rumana, “trist în ţara” significa el “triste en su país [natal]”) y provenía del meollo de la comunidad judía de Bucarest– es un festival de la negatividad: “Dada no significa nada”; “…no tiene para nosotros ninguna importancia”. En tanto que el católico Breton, que, con toda la ironía del caso, no deja de titular “La inmaculada concepción” a uno de sus escritos programáticos, escrito junto a Paul Éluard, produjo una serie de manifiestos afirmativos, taxativos y, de hecho, convertidos en doctrina de una orden estricta y vertical. Dada emerge y fulmina a la vez: rompe el código para mostrar que la poesía ha llegado a su fin; el surrealismo inaugura, funda, se promete un camino que empieza en el cero y va hacia el infinito, en consonancia con su imaginario soviético.
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En el ámbito particular de América Latina: Neruda y César Vallejo descienden de Rubén Darío, pero en modos tan distintos que resulta un tanto forzado asociarlos a un mismo movimiento; tienen, acaso, un mismo aire de época, pero sin conexión entre sí. Los manifiestos mismos deben leerse con precaución: Huidobro, en Altazor, fue ortodoxamente creacionesita, pero Borges fue muy escasa y tibiamente ultraísta, por mucho que fuera coautor de la proclama. Alejandra Pizarnik, que escribe en los años sesenta, está más cerca de Lautréamont y de Artaud de lo que nunca estuvo Oliverio Girondo, cuyo Veinte poemas para ser leídos en el tranvía (1922) está –y con justicia– en todas las listas de los imprescindibles de la vanguardia latinoamericana. En 1958, el colombiano Gonzalo Arango escribe el Primer manifiesto nadaísta: “Yo no sabría decir lo que es, pues toda definición implica un límite. Su contenido es muy vasto, es un estado del espíritu revolucionario, y excede toda clase de previsiones y posibilidades”. ¿Cuándo termina la vanguardia en América Latina?
Entonces, ¿es un error o una generalización abusiva hablar de un movimiento estético o literario, cualquiera que sea? No siempre: el modernismo, por ejemplo, tuvo un líder evidente e indiscutido, Rubén Darío, y una serie de figuras importantes, aunque menores respecto de él, como Lugones, Herrera y Reissig, Delmira Agustini, Alfonsina Storni o Jaimes Freyre, para mencionar solo algunos. Todos fueron modernistas, pero la muerte de Darío, en 1916, se puede considerar sin grave error como el final del periodo hegemónico del movimiento. Otro ejemplo: entre las décadas de 1970 y 1980 buena parte de América Latina estuvo bajo la égida del neobarroco, tendencia inspirada en los poemas y ensayos de José Lezama Lima y cuya doctrina fue articulada desde París por Severo Sarduy. Lo que llamamos vanguardia o vanguardias, en cambio, es una disgregación o un estallido: es insoslayable el hecho de que en el giro de unos pocos años la poesía latinoamericana dio obras tan notables como Altazor, Residencia en la tierra, Fervor de Buenos Aires, 5 metros de poemas, Trilce. Pero cada una de ellas está marcada por proyectos y tensiones distintos, entre otras cosas porque –y este hecho evidente se olvida con frecuencia, sobre todo desde España, cuando se habla de literatura hispanoamericana o latinoamericana– pertenecen a ámbitos nacionales tan diversos como los de Argentina, Chile y Perú. Lo diré de otro modo: Breton, Éluard, Aragon, Crevel, Soupault, Desnos, Péret, Artaud, Picabia, descienden de la misma tradición, de la fuerte, sólida, antigua y autosuficiente tradición francesa; son herederos directos de Baudelaire, Verlaine, Mallarmé, Rimbaud y Lautréamont, para mencionar solo los más cercanos e influyentes en ellos. ¿De qué tradición, en cambio, descienden Borges y Vallejo? ¿De la española? No; o, solo muy parcialmente. ¿De la francesa? En parte, y mediada por la diferencia de lengua, que, en poesía, es una diferencia abismal. ¿De una combinación de elementos que son muy diversos para cada uno de ellos? Sin duda.
La lengua es, en América Latina, un indiscutido territorio común; la literatura, no
Si América Latina es una unidad o solo una agregación de países que hablan la misma lengua y fueron colonias de un mismo imperio (o de dos, si incluimos a Brasil) es asunto en permanente discusión, que vuelve cada tanto. Menos dudoso es que cada uno de esos países posee unos rasgos nacionales que, a pesar de su juventud, son notorios e insoslayables, y han sido objeto de vivos debates acerca de cómo definir un proyecto nacional, también en la literatura. La lengua es, en América Latina, un indiscutido territorio común; la literatura, no: por eso carece de sentido inventarle una poesía de vanguardia a aquellos países que no la tuvieron o solo la tuvieron muy pálidamente. La mayor parte de las disputas literarias e intelectuales que se han dado en el espacio latinoamericano no tuvieron como escenario el entero ámbito subcontinental sino alguno de esos espacios nacionales. Y se da el caso de interesantes superposiciones cronológicas; por ejemplo, Rubén Darío muere el mismo año en que Argentina celebra el centenario de su independencia y empieza a cerrar el vivísimo debate acerca del proyecto nacional que se había abierto seis antes, cuando se celebró el centenario de la Revolución de Mayo, que fue el principio de la emancipación. Modernismo, protovanguardia y nacionalismo acérrimo coinciden en varios de los poetas significativos del momento, el más notable de los cuales fue Leopoldo Lugones.
A propósito de Lugones, daré un ejemplo de disputa velada y solo comprensible como tensión en el ámbito nacional: en el número 18 de la revista Martín Fierro (1926), Borges reseña Calcomanías de Oliverio Girondo, quien había escrito el manifiesto de esa revista, es decir que era un compañero de filas, en ningún caso un adversario. Borges dice: “Girondo es un violento. Mira largamente las cosas y de golpe les tira un manotón. Luego las estruja, las guarda. No hay ventura en ello, pues el golpe nunca se frustra...”. El “golpe” es el símil, los diferentes tropos que son, en el Girondo de los años veinte, el fundamento del poema: en Toledo, “la ciudad/ muerde con sus almenas/ un pedazo de cielo”; en la noche, “los pasos suenan/ como malas palabras”; en Sevilla “los hacendados penetran/ en los despachos de bebidas,/ a muletear los argumentos/ como si entraran a matar”. ¿Por qué no hay “aventura”? Porque es fácil identificar Toledo con las torres almenadas y a estas con una muela que muerde el cielo; porque en Sevilla hay corridas de toros y los ganaderos son, por metonimia, parecidos a los matadores, etc. Pero también porque la búsqueda de la metáfora “que anima y alza las cosas inanimadas” es tan antigua como la poesía y Borges da como ejemplo un verso de la Eneida en que el asiático río Aras, herido en su orgullo por el puente que salva su caudal, arremete contra él y lo arrasa: pontem indignatus Araxes. Segunda descomposición de la “aventura”: la presunta novedad de la prosopopeya es, en verdad, la renovación de un procedimiento que ya está en Virgilio y en la Biblia.
La diferencia entre la vanguardia y cualquier otro movimiento estético no consiste en la novedad –desde hace siglos la cultura celebra lo nuevo– sino en la ruptura
Diez años más tarde, en un artículo en la revista El hogar, Borges agrega: “Lugones publicó Lunario sentimental en 1909. Yo afirmo que la obra de los poetas de Martín Fierro y de Proa –toda la obra anterior a la dispersión que nos dejó ensayar o ejecutar obra personal– está prefigurada, absolutamente, en algunas páginas del Lunario… Lugones exigía, en el prólogo, riqueza de metáforas y rimas. Nosotros, doce y catorce años después, acumulamos con fervor las primeras y rechazamos ostentosamente las últimas. Fuimos los herederos tardíos de un solo perfil de Lugones”. En la reseña sobre Girondo hay un giro conservador: la búsqueda de lo nuevo no es un valor en sí mismo porque lo nuevo es siempre reelaboración de lo anterior o de lo eterno y porque el valor no está en la imagen insólita sino en la verdaderamente lograda. En el artículo de El hogar la figura tutelar de Lugones ciñe la disputa al ámbito argentino, de la que ambos, maestro y discípulos, nunca quisieron apartarse; ni Lugones ni Borges ni Girondo tuvieron jamás la menor intención de concebir la existencia de algo que se llamara Hispanoamérica o Latinoamérica ni menos aún literatura latinoamericana. En buena medida fue esa, precisamente, la línea divisoria entre Darío y Lugones: cuando el primero va hacia las “sangre de Hispania fecunda” (Cantos de vida y esperanza), el segundo emprende el camino hacia las Odas seculares (1910, precisamente el centenario del que antes hablábamos).
Es difícil negar que Lugones, que vivió hasta 1936 y que en los años veinte fue una figura muy activa y problemática –por su deriva en favor de Mussolini y sus refutación del sufragio universal, que lo harían el valedor intelectual del golpe de Estado de 1930, que asestó un golpe mortal al proyecto democrático del país–, se convirtió en el blanco de duros ataques por parte de los jóvenes de entonces. También porque, muerto Darío, él era la encarnación del abominado modernismo –abominado por demasiado cercano y no del todo destituido. Porque si la generación vanguardista fue heredera, aunque sea a medias, del poeta modernista más importante de Argentina, ¿qué caracteriza, inequívocamente, al poema vanguardista? ¿El abandono de la rima? Eso ya lo había hecho el padre de la gran poesía americana, Walt Whitman, cuya influencia en Lugones, en Borges, en Neruda y en Juan L. Ortiz (para mencionar solo a algunos) nada tiene que ver con el futurismo, ni con Dada, ni con el surrealismo.
La diferencia entre la vanguardia y cualquier otro movimiento estético no consiste en la novedad –desde hace siglos la cultura celebra lo nuevo, en las costumbres, en el arte, en el poema; la edad moderna es la edad de la moda– sino en la ruptura, en el intento de dinamitar la continuidad con el pasado y, sobre todo, con el pasado reciente. La vanguardia no es nada sino la postulación de que el arte no es una institución sino una provocación: “no tenemos nada que ver con la literatura”, escriben Breton y Éluard. Por eso en 1920 Breton trata de “cadáver” y de “mediocridad dorada” a Anatole France, que iba a recibir el premio Nobel al año siguiente y en quien se inspiró Proust para el personaje del escritor Bergotte. Borges hizo algo parecido a lo de Breton con Lugones, acusándolo, en los años veinte, de publicar “libros casi en blanco”. La diferencia consiste no solo en que diez años más tarde iba a reconocer la deuda (y no es casualidad que lo hiciera pocos meses después del suicidio del autor de Lunario…, como un velado y evidente mea culpa), y que en 1960 le iba a dedicar El hacedor (“Si no me engaño, usted no me malquería, Lugones…”) sino en el hecho de que Lugones fue, en el sentido pleno de la palabra, el primer escritor argentino. Antes de él no hubo, en el Río de la Plata, un escritor autónomo, un profesional de las letras con consciencia de su obra, un –para decirlo en términos de Bourdieu– campo literario en el que insertarse. ¿Hay equivalencia entre el desaire a Anatole France, considerado como el último, débil y afectado representante de una estirpe, y el de Lugones, que es el primero, la figura tutelar de una literatura nacional recién nacida y que se piensa más como proyecto que como tradición? ¿Con qué podían, verdaderamente, romper los poetas de las revistas Martín Fierro y Proa?
Podríamos establecer esquemas parecidos para la relación de César Vallejo con Mariátegui; podríamos argumentar que el Martín Adán que, con apenas veinte años, escribe La casa de cartón –donde se contiene el extraordinario “Poemas Underwood”, claramente deudor de “Zone” de Apollinaire– escribe, al mismo tiempo, su tesis de doctorado, titulada De lo barroco en el Perú.
Breton fundó oficialmente el surrealismo en 1924; en los años siguientes fueron expulsados Éluard, Dalí, Picabia, Artaud; Aragon abandona el movimiento en 1932 después de una agria polémica sobre la utilidad revolucionaria de la poesía; René Crevel se suicidó en 1935 después de una sonada discusión con Breton e Ilya Ehrenburg porque la “libertad total” que proclamaba el surrealismo no le impidió condenar, y prohibir entre sus filas, la homosexualidad. ¿Sucedió algo parecido en América Latina? No: porque no hubo una ortodoxia surrealista ni de ninguna otra especie, porque no hubo un jefe de filas carismático y dictatorial; porque no hubo, como en la frontera oriental de Europa en los años veinte y treinta, una revolución que se quería extender; porque no hubo, en fin, un movimiento unificado y transversal al subcontinente.
En América Latina, la revolución (fantasiosamente) extensible fue la cubana, en los sesenta, y coincidió con la reacción antivanguardista y el auge de una poesía coloquial y poco dada a las metáforas herméticas; cosa que, dicho sea de paso, parece adaptarse mucho mejor a la causa revolucionaria que lo del encuentro casual del paraguas y la máquina de coser. Digo “parece” porque, en lo que respecta a la eficacia política del poema, el coloquialismo fracasó tan estrepitosamente como el surrealismo, más allá de dejar unas cuantas canciones que hoy ruborizan a quienes las cantaron, en su juventud, a coro y tomados de la mano.
Una de las características de lo americano es la capacidad de hacer simultáneo lo que en Europa es sucesivo
A estas diferencias, por así decir, espaciales que dificultan el acotamiento de un campo de poesía vanguardista en América Latina como algo homogéneo y cuya existencia podría darse como un fenómeno evidente y de contornos más o menos definidos debe sumarse la no menor complejidad temporal. En Europa el ascenso de los fascismos y la posterior hecatombe de la Segunda guerra mundial sepultaron definitivamente la vanguardia. Todavía en plena guerra, Francis Ponge escribe Le partis pris des choses, que no es solo un libro genial: es una decisiva impugnación del surrealismo y una proclama por la recomposición del vínculo entre palabra y mundo, que ya no tendrá vuelta atrás. En el ámbito del arte, se hablará de neovanguardias pero vendrán ya desde América: el pop art, el expresionismo abstracto. Aunque América Latina vivió siempre bajo una proverbial inestabilidad institucional, no hubo un único acontecimiento decisivo, de alcance continental, que decretara la caducidad del proyecto o ideario vanguardista. Por eso vuelve en sucesivas oleadas. En 1951 Juan Sánchez Peláez publica Elena y los elementos: “El porvenir: lobo helado con su corpiño de doncella marítima./ Me empeño en descifrar este enigma de la infancia./ Mis amigos salen del oscuro firmamento…”. Será el origen de una nueva ola de surrealismo en Venezuela. Al año siguiente Aldo Pellegrini lanza en Buenos Aires A partir de cero, revista fervorosamente bretoniana donde publican, entre otros, Enrique Molina y Olga Orozco. En 1961 el mismo Pellegrini publica su Antología de poesía surrealista, en cuyo prólogo escribe: “El futurismo fue una concepción inhumana y reaccionaria, disfrazada de modernidad. El surrealismo es esencialmente revolucionario y aspira a transformar la vida y la condición del hombre”. ¡En 1961! Buena parte del sentido de la frase está en los verbos: el futurismo fue; el surrealismo es.
¿Hace falta recordar que hacia mediados de la década de 1950 se habían publicado ya libros tan decisivamente antivanguardistas como Poemas y antipoemas de Parra (pero la denominación “antipoema”, ¿no tiene algo de gesto vanguardista?) o Argentino hasta la muerte de César Fernández Moreno? ¿O que, al mismo tiempo, se publica la primera edición de En la masmédula, donde Girondo es más vanguardista que nunca, en la negatividad y disgregación de la palabra que esos poemas conllevan? Y sin embargo, en los años sesenta Alejandra Pizarnik, en la órbita del nuevo espíritu de Pellegrini y compañía, escribe algunos de los mejores poemas de inspiración surrealista de América Latina: Extracción de la piedra de locura (1968) toma su título de un cuadro de El Bosco al que Breton había dedicado un ensayo ¿Y cómo leer el Primer Manifiesto Infrarrealista de Roberto Bolaño, de 1976, que titula “Déjenlo todo, nuevamente”? “Lachez tout”, había dicho Breton en 1923; más de cincuenta años más tarde un joven chileno le agrega el “nuevamente”: ¿es un gesto vanguardista o es más bien la ironía que desarma la posibilidad de todo gesto vanguardista, de toda ruptura?
Una de las características de lo americano es la capacidad de hacer simultáneo lo que en Europa es sucesivo: Darío fue romántico, simbolista y protovanguardista. Neruda se hizo popular como poeta sentimental, como autor de poemas de amor bajo las estrellas que tiritan azules, y pocos años después provocó, con el hermetismo trascendental de Residencia en la tierra, uno de los desconciertos más profundos y fructíferos de la poesía moderna en castellano. Después, a partir de Tercera residencia, decretó que la vanguardia se había terminado y que, habiendo visto la sangre por las calles en la Madrid bombardeada por Franco en agosto de 1936, solo se podía escribir poesía política: el Canto general será la máxima consecuencia de ese giro. La delimitación de las estéticas es difícilmente sucesiva y las escuelas y corrientes siguen complejas lógicas entre lo nacional y lo continental. Un debate sobre las tendencias de la vanguardia en América Latina que no tenga en cuenta esa complejidad corre el riesgo de creer específico y preciso lo que no es sino una generalización y de buscar un único tono para un mapa que es más bien un atlas de hojas superpuestas y de colores muy diversos.
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Edgardo Dobry (Rosario, Argentina, 1962) es poeta, ensayista y profesor en la Universidad de Barcelona.
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Edgardo Dobry
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