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En 1924, en Sudáfrica, el antropólogo australiano Raymond Dart hizo un descubrimiento que debía haber cambiado el mundo. No lo cambió. Se trataba del cráneo de un niño. El Niño de Taung. El primer Australopithecus. Un simio bípedo. Su cerebro, de unos 480 cc, era mayor, si bien no mucho más, que el del chimpancé –unos 300cc–. Sus piezas dentales no se diferenciaban mucho, en su lógica, del Sapiens. No era un hombre-mono. Era lo contrario, una suerte de mono-hombre. El descubrimiento planteaba la verosimilitud de lo que había apuntado Darwin. Darwin, muy cauteloso al respecto, sabedor del carácter polémico de su El origen de las especies –1859–, no hizo crecer la polémica en esa dirección. Se limitó a apuntar que el origen de la Humanidad debería de ser África, el punto en el que viven los grandes simios. El Niño de Taung venía a confirmar ese breve, tenue y contundente mensaje de Darwin. Pero no confirmaba, sino que contradecía, la ciencia y los fósiles encontrados hasta ese momento. Los del Neanderthal –hallados en 1856, en Alemania–, los del Homo Erectus –entonces, Hombre de Java, hallado en 1891– y, por encima de todos ellos, los del Hombre de Piltdown –Inglaterra, 1912–. Todos ellos eran muy grandes, y el de Piltdown, sin duda el más importante y determinante, daba explicación y orden al todo. Era lo que se llamaba entonces el Eslabón Perdido. La explicación a toda la evolución humana. Zanjaba la cuestión al respecto. Se trataba de un cráneo similar al Sapiens y una mandíbula y un diente de simio. Demostraba por sí solo que el ser humano fue un mono elegido. Su cerebro era gigantesco, y el resto de rasgos, de gran simio. Sería un hombre agorilado. Su posterior evolución hacia el humano que hoy conocemos no era más que un proceso de desanimalización, de victoria sobre la bestia, y de civilización imparable. El Niño de Taung no podía ser humano, por tanto. Se descartó. Debía ser otro simio extinto. Una anécdota curiosa. Y así fue hasta 1953, ayer, como quien dice, cuando los descubrimientos progresivos obligaron a volver a evaluar al Hombre de Piltdown. Sólo al iniciarse las pruebas de verificación se descubrió que todo él era una falsificación. Trozos de cráneo Sapiens con una mandíbula de orangután, y con un diente de mono limado. No eran, además, ni fósiles. Era un ensamblado de huesos, posteriormente teñidos para uniformarlos en una pátina.
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La constatación del fraude liberó a la ciencia. Y le dio la razón al silencioso Darwin. África era la cuna de la Humanidad. De muchas especies, en ocasiones sincrónicas, que no confirmaban, a su vez, ningún destino, ninguna línea genealógica, sino una suerte de arbusto con muchas ramas. Algunas sin continuación, otras incomprensibles, al desconocer ramas ocultas y aún secretas. La misma definición de Homo carece de un sentido trascendente. No sólo no hay creación divina, sino que no hay destino ni relevancia. Sólo azar. Es posible que la Humanidad, sea lo que sea, tuviera su génesis, su azar, con otra forma, o sin presagiar ninguna forma determinada, ni final, ni finalidad. El tamaño del cerebro, siendo importante, no fue importante en un inicio, o no lo suficiente. Seguimos sin saber qué es una persona.
Pero, por encima de todo, tras el fraude se descubrió que, durante casi 100 años, no habíamos estado hablando del origen de la Humanidad. Ni de evolución. Habíamos estado hablando de política. Incluso de esa parte más nebulosa y nefasta de la política que se llama creencia. De un mundo con un mono especial, nacido en un punto especial, Europa, predeterminado para ser diferente, al punto que podía llamar monos al resto. Habíamos estado asentado la lógica, en fin, para dos guerras mundiales, y para codificar la normalidad cotidiana de la brutalidad. Habíamos dicho brutalidades por décadas. Lo que es un indicio de que las brutalidades trascendentes, profundas, no las grita un malhechor. Son realidades indiscutibles, y las susurra un científico, un político, un tecnócrata. Las puedes escuchar en la radio, o leer en la prensa. Lo dicen con seriedad y solvencia, explicando que lo ajeno a ello son fósiles inútiles, quimeras. Las tragedias –literalmente, así empieza Edipo–, se inician siempre con una mentira sosegada.
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En 1924, en Sudáfrica, el antropólogo australiano Raymond Dart hizo un descubrimiento que debía haber cambiado el mundo. No lo cambió. Se trataba del cráneo de un niño. El Niño de Taung. El primer Australopithecus. Un simio bípedo. Su cerebro, de unos 480 cc, era mayor, si bien no mucho más, que el del chimpancé...
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Guillem Martínez
Es autor de 'CT o la cultura de la Transición. Crítica a 35 años de cultura española' (Debolsillo), de '57 días en Piolín' de la colección Contextos (CTXT/Lengua de Trapo), de 'Caja de brujas', de la misma colección y de 'Los Domingos', una selección de sus artículos dominicales (Anagrama). Su último libro es 'Como los griegos' (Escritos contextatarios).
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