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NUEVO COMIENZO

Chile: ¿la alegría ya viene?

Conversación con cuatro jóvenes chilenos radicados en Barcelona, un concejal LGBT y un sociólogo argentino que vivió la derrota de Pinochet en las urnas en 1988, sobre el futuro del país sudamericano tras el sí mayoritario a una nueva constitución

Bruno Bimbi 15/11/2020

<p>Acto de cierre de campaña por la opción «Apruebo» para el plebiscito de Chile de 2020. Plaza Monumento, comuna de Maipú.</p>

Acto de cierre de campaña por la opción «Apruebo» para el plebiscito de Chile de 2020. Plaza Monumento, comuna de Maipú.

jorgebarrios / Wikimedia Commons

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Llegaron a Barcelona el año pasado para hacer el máster en Creación Literaria de la Universidad Pompeu Fabra, pero quizá también para alejarse de un Chile asfixiante, cada vez más injusto y con menos futuro para ofrecerles. Entre clases de literatura, muchas cañas, presentaciones de libros y una inesperada pandemia que los encontró lejos de casa, en poco tiempo ya eran amigos. El domingo 25 de octubre, fueron juntos a Plaza España para votar en el plebiscito y, mientras hacían fila, ya se preparaban para festejar una victoria que había empezado a gestarse el año pasado en las calles de su país y que acabó siendo más fuerte de lo que esperaban. Con el 78% de los votos y una participación superior al 50% –más que en la última elección presidencial–, las urnas le dijeron adiós al fantasma del general Augusto Pinochet y a una constitución hecha a su imagen y semejanza. En el consulado de Barcelona, ese “hasta nunca” llegó al 92,4%.

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Los cuatro nacieron en Santiago. Sofía Carrère es estudiante de arte y escritora. Rubén Nachar es psicólogo. Valentina Marchant es poeta y doctoranda en la Universidad Autónoma de Barcelona. Paloma Cruz es editora formada en la Universidad Católica de Chile. Votaron que sí a la reforma –en realidad, “Apruebo”, porque “sí”, por la historia de los plebiscitos chilenos, pasó a ser mala palabra– y a una constituyente electa por el voto popular. Ahora, pese a la distancia, ya hablan del futuro con más ganas.

Con el 78% de los votos y una participación superior al 50% –más que en la última elección presidencial–, las urnas le dijeron adiós al fantasma de Pinochet

“Vamos a tener una constitución redactada por hombres y mujeres en igual número”, resalta Sofía para empezar. No es para menos. Aunque ya parezca una obviedad, la futura constitución chilena será la primera del mundo que se hace así. En las protestas de 2019, casi medio siglo después de su estreno en un concierto en la Alameda, las calles rescataron aquel bello himno de los Quilapayún que hablaba de un pueblo unido que jamás será vencido, pero muchas habrán notado que parte su letra envejeció mal. Las mujeres chilenas –la mitad de ese pueblo– ya no quieren estar “junto al trabajador”, como mera compañía. Ahora van a ocupar los asientos que les corresponden en la Constituyente, porque algo tan importante como una constitución no puede representar apenas a la otra mitad.

Para Valentina, la victoria en el plebiscito fue el primer paso para “refundar Chile”. La alta participación, dice, probó que era mentira que quienes protestaban en las calles solo quisieran “incendiar el país”, como repetían a coro, día tras día, muchos medios chilenos. Millones de votos en las urnas pusieron en evidencia que la mayoría “sí cree en una vía diplomática y política para cambiar la médula espinal de la sociedad chilena, pero ese cambio –advierte– debe partir de una refundación total, de todo”.

A muchos debe sorprenderles esa voluntad de cambio radical. ¿No era tan perfecto el modelo chileno, ejemplo de progreso, bienestar y estabilidad institucional que los demás países de América Latina deberían seguir? Después del estallido en las calles, la violencia, el fuego, el hartazgo y, ahora, esta mayoría contundente que dice basta y pide cambiarlo todo, aquel milagro parece desvanecerse. “Desde afuera –dice Rubén– el sistema se veía muy sano en sus números macro, pero lo que no se veía es que fue dejando a la mayoría de los chilenos de lado, privándolos de oportunidades y de educación de calidad, para mantener el privilegio de unos pocos a base de su endeudamiento”. Sofía coincide: “El descontento estaba oculto detrás de cifras que posicionaban a Chile como un país económicamente estable, cuando en verdad era un país injusto y desigual”. “Este resultado –agrega Paloma– significa que es posible que los chilenos tengamos voz sobre cómo queremos que sean las cosas y cómo queremos que dejen de ser. Queremos un Chile más justo, una democracia participativa y el fin del laboratorio neoliberal”.

La Asamblea Constituyente, que debe ser electa el año próximo va a redactar la primera constitución de la historia del país que se hace con participación de la ciudadanía, resalta desde Argentina el sociólogo Gabriel Puricelli, coordinador del Programa de Política Internacional del Laboratorio de Políticas Públicas de Buenos Aires. “No solo la constitución actual fue acuñada por Pinochet en 1980, sino que la de 1925 ya había sido concebida con una participación ciudadana limitada –explica–. Los gobiernos democráticos solo pudieron enmendar la constitución pinochetista para recortar, con su asentimiento, el poder de los militares, pero no para consagrar los derechos negados en el texto. El segundo gobierno de Michelle Bachelet tuvo la reforma constitucional en el corazón de su programa, pero, a pesar del proceso participativo que puso en marcha, se topó con el obstáculo insalvable de una derecha minoritaria, pero sobrerrepresentada en el Congreso. Esa fortificación pinochetista fue pulverizada ahora por la movilización popular de octubre de 2019”.

Hagamos un poco de historia. En 1988, Pinochet perdió el plebiscito que había convocado seguro de ganarlo y tuvo que prepararse para dejar el poder. A pesar de la represión, las amenazas, el miedo y las cartas marcadas con las que jugaba su gobierno después de 15 años de dictadura, la participación récord del 97,53% y el inesperado 55,99% del “no” le obligaron a reconocer su derrota. Sin embargo, además de tener un año de plazo para irse, el general había encadenado la futura democracia a una nueva constitución que le permitía conservar mucho poder. Como explicaba el brasileño Idelber Avelar, autor de una hermosa crónica sobre las últimas horas de Salvador Allende (publicada en su libro Crônicas do estado de exceção), esa constitución “fue un proyecto minuciosamente tejido por la dictadura. Una comisión de estudios de confianza de Pinochet se reunió durante cinco años, comenzando ya en 1973, después del golpe; un consejo de Estado revisó el texto entre 1978 y 1980 y, acto seguido, la propia junta militar revisó el texto definitivo para la sanción en agosto de 1980, mientras los cadáveres degollados flotaban en el Río Mapocho”. Cada detalle había sido pensado para que el fin de la dictadura no fuera necesariamente el fin de su proyecto de país.

La Constitución pinochetista le aseguraba al dictador que, cuando tuviera que entregar el gobierno a un civil, mantendría durante ocho años más su cargo de comandante en jefe del Ejército, controlaría indirectamente el Tribunal Constitucional y hasta designaría senadores vitalicios en representación de las Fuerzas Armadas y otras instituciones bajo su órbita. La auto amnistía que había dictado, además, impedía que él y sus cómplices fuesen juzgados por sus crímenes atroces. Hubo varias reformas parciales en democracia, que eliminaron algunas de las cláusulas más aberrantes de ese engendro (por ejemplo, los senadores vitalicios) e incorporaron unos pocos derechos que estaban ausentes, pero el corazón del texto continúa hasta hoy siendo pinochetista.

Por eso dice Rubén que “lo principal a cambiar de la constitución es su espíritu, que consagra un rol subsidiario al Estado, exigiéndole que solo garantice el espacio para que los privados articulen y administren la mayoría de los bienes y servicios sociales, es decir, todo lo contrario a lo que promovería un Estado de bienestar. Chile es el laboratorio del neoliberalismo en su versión extrema, que se sustenta justamente en su constitución”. Entre las consecuencias sociales de ese dogma neoliberal incrustado en sus artículos, Rubén destaca la brutal diferencia de calidad entre servicios públicos y privados, que obliga a la gente a endeudarse para adquirir servicios básicos en un país donde menos de la mitad de los trabajadores llega a ganar 450 euros por mes. No es casualidad que la lucha por el derecho a estudiar en la universidad sin endeudar a sus familias de por vida haya sido una de las banderas de las protestas de la juventud chilena, que ya durante el gobierno de Bachelet consiguieron empujar un tímido proceso de reforma.

No es casualidad que la lucha por el derecho a estudiar en la universidad sin endeudar a sus familias de por vida haya sido una de las banderas de las protestas de la juventud chilena

A la hora de hablar de lo que esperan de la Constituyente, Sofía dice que una de sus prioridades debería ser, justamente, que la educación deje de ser una fuente de lucro. También revertir la privatización de los recursos naturales. Paloma enumera una catarata de ideas: una constitución antirracista, que sume las voces de las comunidades indígenas, feminista, inclusiva de las diferencias sexuales, anticlasista, ecologista, que se preocupe por el cambio climático y revierta la privatización del agua, que garantice los derechos de los niños y niñas y acabe con el lucro en la educación, regida por las leyes del mercado al igual que la salud. Agrega que hace falta eliminar el carácter unitario del Estado, centralizado en la capital, así como el candado que cierra las puertas a reformas sociales a través del Tribunal Constitucional. Por su parte, Valentina dice que lo que existe hoy es una constitución neoliberal, clasista, blanca, heteronormativa y mercantilizadora de la cultura, la salud, la educación y la vivienda. Y que todo eso tiene que cambiar.

Desde Chile, el concejal Jaime Parada, del municipio de Providencia, dice que el plebiscito es hijo del estallido social de 2019 y refleja la irrupción de un “nuevo sentido común” en la sociedad chilena, que ya no está más dispuesta a tolerar los abusos que viene soportando desde la dictadura. “Ese nuevo sentido común –dice– no solo alcanzó a las personas de izquierda, usualmente más conscientes de aquello, sino también al centro y una parte muy mayoritaria de la derecha. Se reconoció, por fin, que los grandes problemas de nuestra sociedad, como las pensiones, la salud y la educación, tenían un origen: las reglas que Pinochet había fijado”. Por otra parte, la alta participación de los jóvenes y de las barriadas populares y el contundente rechazo a un mecanismo de reforma que pasara por “los políticos de siempre”, sin constituyente, muestra el abismo que existe entre la gente y las élites políticas y el desafío que significará para los partidos volver a conectarse con una población que exige nuevas lógicas en la toma de decisiones.

Parada, que llegó a la política a partir del activismo LGBT, también suma a la lista de reformas señaladas por los jóvenes chilenos en Barcelona que la nueva constitución “consagre la diversidad y la no discriminación como principios de convivencia básica”. “Ese cambio –dice– permitirá asegurar que cada nueva ley y cada política pública incluyan a poblaciones históricamente marginadas del sistema, como los pueblos indígenas, personas en situación de discapacidad, LGBTIQ y más. Hay que crear una arquitectura institucional para el siglo XXI, en la que cada cual pueda desplegar su manera de ‘ser’ y ‘estar’ en el mundo, sin ser objeto de juicios o exclusiones arbitrarias”.

Semejantes cambios, sin embargo, no serán sencillos. La futura convención que será electa en abril deberá contar con una mayoría calificada para aprobar reformas y los partidarios del viejo régimen, a pesar de su derrota, buscarán conservar su poder de veto y reciclarse de alguna forma, como ya intenta hacerlo el histórico referente de la extrema derecha, Joaquín Lavín, que ahora posa de moderado. Por eso, para Puricelli, “la oposición tendrá el desafío de ofrecer una opción electoral para la constituyente que sume todo o casi todo ese 78% que aprobó lanzar el proceso. Si no lo logra, corre el riesgo de que la derecha impida cambios para los que se requieren mayorías de dos tercios. Para la derecha –hoy en el poder con el presidente Sebastián Piñera–, el desafío es gobernar el país los próximos dos años con un rechazo popular como el que enfrenta actualmente y una ciudadanía ansiosa por ver cambios mucho, mucho antes de que se someta a ratificación popular una nueva constitución, en 2022. Se puede esperar que defienda con uñas y dientes –y con probabilidades de éxito, a pesar de su debilidad y su condición minoritaria– el actual ordenamiento legal con limitación de derechos y con un Estado maniatado para no interferir en el mercado”.

En 1988, la innovadora campaña que permitió la victoria del “no” a Pinochet –que tan bien retrata el filme NO (2012), de Pablo Larraín– prometía que, con el fin de la dictadura, “la alegría ya viene”. Pero las cosas fueron más difíciles de lo que parecían y ahora también lo serán, aunque se haya dado el primer paso.

Por eso, para Valentina, más allá del festejo por esta victoria, también es lógico temer que una clase política anclada en el poder hace 30 años –tanto en la derecha como en la izquierda– manipule las listas para impedir la renovación y la participación de independientes y se resista a hacer cambios profundos. La joven escritora chilena pide también que la reforma venga “acompañada de verdad y justicia con los criminales y que se acaben todos los privilegios de los milicos y los pactos de silencio. Si no, corremos el riesgo de ‘dar vuelta a la página’ y fundar desde el olvido, cosa que sería nefasta”.

“Chile despertó –concluye Puricelli, que estaba en Santiago cuando Pinochet perdió en el 88 y aún recuerda aquella otra victoria–, pero ahora resta ver cuán despiertas se muestran las mayorías para no dejarse imponer de nuevo las reglas excluyentes que siempre han inclinado la cancha en favor de las minorías privilegiadas”.

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Bruno Bimbi

Periodista, narrador y doctor en Estudios del Lenguaje (PUC-Rio). Vivió durante diez años en Brasil, donde fue corresponsal para la televisión argentina. Ha escrito los libros ‘Matrimonio igualitario’ y ‘El fin del armario’.

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