ARTES SIN CENSURAS
Impropio
El artista Julio Jara vive y trabaja recluido en un monasterio fundado hace siglos por la más alta aristocracia y habitado ahora por personas excluidas
Rafael SM Paniagua 21/01/2021
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A mi amigo le llaman artista, aunque en el fondo él no sabe verdaderamente quién es y quizá por eso hace arte, para tratar de comprender algo de lo que le mueve y le rodea. Lo que le rodea es el resto. Los restos de la sociedad que ella misma produce. El artista forma parte desde hace veinte años de una fundación de origen religioso orientada a la inserción social de personas excluidas y marginadas que no tienen hogar, ni trabajo, ni nada de nada, es decir, que se ocupan de muchas personas que no son tratadas como personas. Entre los albergues y viviendas que esta fundación gestiona suman varios centenares de “usuarios”, tal y como el lenguaje institucional refiere fríamente a los que hacen uso de sus servicios sociales y en general de su ayuda. Estas personas son pobres venidas de todos los rincones de la ciudad, del país y allende los mares. Gente de todo pelaje, envuelta en situaciones muy difíciles, a la que se acompaña para intentar lograr algo bueno en la vida sin comerle la cabeza. Las personas de esta fundación son muy pragmáticas, no se enredan interpretando su acción, su opción por los pobres, por la mezcla, ni su decisión de asumir la conflictividad que caracteriza lo social, así que simplemente ayudan a otros a buscarse la vida; un trabajo, un plato de comida, un lugar donde ducharse o dormir que no sea la calle, una casa en la que recomenzar. No es poca cosa. Qué duda cabe que no dan abasto. La ciudad, la vida en general, se ha vuelto muy difícil. También se dedican a buscar recursos, a buscar ayuda para ayudar, se federan con otros y participan de redes colectivas.
Hace ya bastantes años, este artista que canta saetas a las alcantarillas en un idioma marginal, y que antes de optar por los excluidos fue segurata y vocalista en bandas de música pop, decidió poner en marcha junto a un amigo suyo editor un espacio de arte en el sótano de una de las residencias en la que él mismo vivía. La singular galería albergó proyectos de todo tipo y aglutinó a una multitud de artistas de la ciudad a los que se les invitó a crear en colaboración o conversación con los habitantes de la casa. Se fundaron bibliotecas del pobre; se les dio nuevas oportunidades a los restos expositivos de los grandes museos nacionales; se hicieron potajes y guisos; se paseó, se cantó, se bailó y se compartió. Tras varios años de trabajo y de colaboraciones –algunos pobres han estado yendo durante algunos años a tomar clases de arte a la universidad–, el proyecto evolucionó hacia el espacio público y fundaron una galería callejera en el centro: un espacio de arte a la intemperie desplegado sobre las marcas urbanas de la mendicidad, administrada por un grupo de inmigrantes africanos, vendedores del periódico de las personas sin hogar.
Ahora nos encontramos en un monasterio, en un pueblito a media hora de la ciudad. Las grandes torres financieras se ven desde aquí. El monasterio lleva en pie más de 400 años y fue fundado por las más altas casas aristocráticas de este país. De hecho, alberga el panteón nobiliario quizá más célebre, tras el de los reyes y el del dictador. La grandeza de este monasterio concierne no sólo a la nobleza de los apellidos que lo fundaron, sino también a las centenares de obras de arte que colgaban de sus paredes y que fueron desapareciendo poco a poco a lo largo de los siglos y quién sabe dónde se encuentran. Ironía del destino que el lugar en el que yacen duques, duquesas, condes y condesas de la más alta alcurnia esté custodiado hoy por una familia de pobres.
El monasterio ha estado habitado por monjas hasta hace unos años, pero su mermada y envejecida comunidad ya no podía hacerse con él y se fueron a vivir a un espacio más manejable. En este país cada mes desaparece un convento o un monasterio. Desaparece no el edificio, pues pasan a convertirse en hoteles de lujo o palacios de uso privado, sino el sentido de la vida religiosa y comunitaria que han albergado. Las monjas de este monasterio tuvieron suficiente lucidez para resistirse a toda clase de intereses que las acechaban, tanto eclesiásticos como financieros, y decidieron poner su casa en manos de esta fundación, cuyo nombre es casualmente el del santo al que estas mujeres más devoción dedicaban.
La historia de este monasterio es muy larga, claro. Para hacer justicia al palimpsesto que este lugar es, habría que recordar también el hecho que durante la guerra sirvió de refugio de brigadistas internacionales y agrupaciones revolucionarias del pueblo. En una de las criptas, sobre los muros, dejaron marcas de su estancia en forma de dibujos y consignas políticas. Toda la historia del arte podría ser contada sin salir de estas paredes. No solo el barroco de la contemporaneidad que lo fundó, sino también el arte popular tradicional (la cerámica, los zócalos, la granja apícola...) y el más moderno-vanguardista (la droguería, el altar mayor de la iglesia...) incluso hay marcas de arte margivagante (las grutas místicas artificiales de cemento, los vasitos de yogur conteniendo florecillas...). A lo lejos, tras los muros, la cuenca del río aún alberga restos fosilizados de las tortugas testudas gigantes que se paseaban hace miles de años por la provincia.
Desde el pasado marzo se han limpiado y habilitado cuartos y espacios comunes. De momento no pueden quedarse muchas personas, pero aquí podrían vivir y compartir perfectamente más de cincuenta. Se han llevado a cabo obras para resolver las filtraciones en el pavimento de los claustros, levantando piedras y volviéndolas a poner con el cuidado que requiere el hecho de que todo aquí es patrimonio y bien de interés cultural como exigen las administraciones. Se han acondicionado las cocinas y se ha limpiado cada utensilio. Una cuadrilla de inmigrantes desbrozó y adecentó los jardines asalvajados. Se ha tendido ropa limpia en los viejos tendederos. Se movió la tierra, se hicieron caballones y una chica trans enseñó al resto a plantar patatas. Con las almendras recogidas de los viejos árboles se han hecho polvorones. Se ha recuperado una biblioteca repleta de libros de teología, literatura y política. Una galería de arte ha sido inaugurada en uno de los sótanos y se ha hecho la primera exposición con las postales navideñas que las monjas enmarcaron modestamente con cinta aislante y cartón y que colgaron en el gallinero, hoy ruinoso, de donde fueron rescatadas, restauradas, y allí han estado exhibidas durante esta pasada navidad.
Nuestro artista compuso un villancico hermosísimo para la ocasión. Todo aquí exuda potencia, reencuentro, solaz, hogar, utopía. El sentido de estar juntos rebrota como un manantial recuperado, como una plaza liberada. Estamos confinados-enclaustrados y sin embargo nos sentimos en absoluta libertad, por fin. Una comunidad de cristianos de base se reunió por primera vez tras el primer confinamiento para celebrar en este monasterio la primavera. Su asamblea consistió en ofrecer pruebas de vida en torno a la idea de que “nada está perdido”. Esa es la sensación con la que uno se va de este monasterio, aunque a menudo llegue cabizbajo y apesadumbrado por las pérdidas.
Mi amigo artista aún no sabe qué hace aquí, pero le mueve la intuición de que es precisamente donde debe de estar y esa sensación de no saber y saber a la vez ha marcado su forma de vida los últimos años. Ha intentado volver a la ciudad a pasear alguna vez, pero cada vez le resulta menos conocida. Las oportunidades de crear, de creer y de criar se han multiplicado en el monasterio y eso le pone muchísimo y su energía es contagiosa. Le hemos visto cantar por todas las esquinas y claustros, recoger restos que en sí mismos son obras de arte ya-hechas, escribir prólogos para libros de autores que no existen, declamar poesía popular, rezar de noche en las capillas, organizar exposiciones en el extranjero con sus curadores cómplices, planear futuras exposiciones y visitas de artistas y también nuevos talleres con sus compañeros pobres, que tampoco quieren volver a la ciudad, por mucho frío que haga en las estancias. Aquí recibió la noticia de que había sido galardonado con un premio que otorga una conocida fundación cultural internacional a artistas que les define su compromiso social. No cabe en su gozo. Y es un gozo tan infantil como los rostros de los pastorcillos de las tarjetas navideñas del gallinero. Es curioso, porque este artista jamás utilizaría ninguna de las palabras de oro que usan los artistas, ni haría diagramas cuquis explicando sus proyectos, ni tiene instagram, ni es correcto y previsible como suelen ser la mayoría de los creadores a quienes apoyan este tipo de fundaciones. Este artista es muy burro y problemático, su locuacidad le pierde muchas veces, pero la fundación que le otorgó el premio también es muy atrevida, todo hay que decirlo, porque el mundo del arte –y de la iglesia– está en algunos de sus lados muy podrido.
No obstante, la existencia de este artista y su obra demuestra que todavía hay gente dispuesta a vivir el arte de una forma austera e improductiva y la vida de una forma exuberante y bella; que todavía hay gente dispuesta a vivir la religiosidad sin prejuicio, sin vergüenza y con verdad. La mistificación de la pobreza, de la cultura popular, el progresismo afectado, el conservadurismo disimulado, la religiosidad desobrada, los rediles corporativos le ponen malo, lo que hace que nos lo encontremos en ocasiones en lugares que no se espera. Pocas personas conozco tan místicas y ascéticas al mismo tiempo, tan trascendentes e inmanentes a la vez, tan modernas y antimodernas, tan volcadas a la interioridad y a la exterioridad como lo está él. ¿Es un artista de éxito o es un artista del fracaso? Lo quieren meter en la historia, pero nuestro artista hace tiempo que ya está fuera como lo están los pobres, los pueblos, los niños, los pajarillos...
Se suele decir de los buenos artistas que alcanzan un estilo y un arte propio, que dejan su marca en el mundo, pero este artista es absolutamente impropio y es el mundo que le rodea, que a menudo nos negamos a ver, lo que parece haber dejado una marca en él. La propiedad de la situación de vida en la que se encuentra es la impropiedad. La impropiedad no podrá entrar nunca en la historia, porque pertenece a la leyenda.
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– Hemos llegado hasta aquí sin escribir ningún nombre propio, pero es de justicia llamar a las cosas por su nombre.
– Nuestro artista se llama Julio Jara y nació en Talavera de la Reina.
– La fundación en la que trabaja se llama Fundación San Martín de Porres, fundada por padres putativos dominicos y capitaneada con excelente profesionalidad y cariño por Antonio Rodríguez y su equipo. Trabajan principalmente en Carabanchel, Montesclaros (Cantabria) y, desde marzo, en El Monasterio de la Inmaculada Concepción de Loeches, también en Madrid.
– La lengua poética y marginal que Julio salvaguarda es el infrapayo y ahí está su libro casi inencontrable, Vida ilustrada del infrapayo.
– DentroFuera fue el proyecto que impulsaron desde 2008 en una de las residencias de la Fundación San Martín de Porres, Julio Jara y Tono Areán (que recibió recientemente también otro premio, el Premio Nacional de Edición por su labor en Árdora libros). Por allí pasaron, entre muchísimos otros artistas (disculpen si no recojo a todos, porque fueron muchas), Belén Cueto, Jesús Acevedo, Teresa del Pozo, Mireia Sentís, Mariano de Hossorno, Pepe Díaz Cuyas, Isidoro Valcárcel, Jaime Aledo, Jaime Vallaure o Fernando Baena, gracias al cual yo conocí a Julio allá por el año 2009 y desde entonces siempre que creo que todo está perdido, me cuidan, me dan de comer y me invitan a trabajar con ellos. La galería callejera se llamó FavourIsfavouR Gallery y su equipo lo formaban Godfrey, Stephen, Stevie y Favour, inmigrantes africanos vendedores de La Farola. Todas estas experiencias están recogidas en el libro DentroFuera: cada vez menos arte. (En el albergue principal de la Fundación de Vía Carpetana también han pasado muchas cosas, también leyenda, entre otras el Seminario Euraca acudió allí con su carrito-ninot a presentar Mujer de Manuela, un libro de Miriam Martín). El trabajo de Julio Jara ha sido incorporado en proyectos curados por Pedro G. Romero, Ángel Calvo o Nuria Enguita.
– El Monasterio de la Inmaculada Concepción está en Loeches, al sureste de Madrid, y fue fundado por Gaspar de Guzmán, Conde Duque de Olivares, valido de Felipe IV. El panteón es el de la Casa de Alba, pero además están enterrados miembros de las familias del condado de Montijo, marquesados de Mairena, Eliche, Carpio… Las monjas que han vivido allí hasta hace poco son dominicas. En los muros del monasterio donde hubo colgados obras de Rubens, Tintoretto, Veronés, Alonso Cano, Miguel Ángel, etc, que desparecieron la mayoría durante la invasión francesa y han terminado en el Louvre, la National Gallery de Londres. Comos se ha dicho, ahora opera Julio Jara y cía.
– Beyna movió la tierra y plantó las patatas. Andrés y Miki recogieron las almendras con las que se hicieron los polvorones. Jorge y muchos otros han trabajado duro acondicionando los espacios del monasterio…
– La galería del monasterio se llama Impropios. El primer artista que ha expuesto es Juan Ferrándiz, célebre ilustrador de la imaginería navideña de la España transicional. La exposición se llamó Indulto Ferrándiz y aquí pueden ver su catálogo y escuchar el villancico.
– El Premio al “artista comprometido” que ha recibido Julio se lo ha concedido la Fundación Daniel y Nina Carasso y su candidatura fue promovida con entusiasmo y acierto por Amélie Aranguren, y Miguel Álvarez-Fernández fue evaluador de su candidatura.
– La fotografía la hice en septiembre del año 2020, mientras Julio cantaba la creación del universo.
A mi amigo le llaman artista, aunque en el fondo él no sabe verdaderamente quién es y quizá por eso hace arte, para tratar de comprender algo de lo que le mueve y le rodea. Lo que le rodea es el resto. Los restos de la sociedad que ella misma produce. El artista forma parte desde hace veinte años de una fundación...
Autor >
Rafael SM Paniagua
(Madrid, 1979) es docente, investigador y artista.
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