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Estudié en un colegio de los llamados de élite. En esos pupitres se sentaron, en su infancia y adolescencia, presidentes de gobierno, filósofos, escritores y hasta algún futbolista. En mi época ya era todo más normal: de mi promoción creo que solo destacaría a una actriz de cierto caché y a una cantautora que estuvo muy de moda en su momento en el mundillo indie. Mi añada, no obstante, sí que produjo un buen número de ejecutivos, consultores, abogados y empresarios. Viven bien, intuyo que bastante mejor que yo, algo que en realidad no es sorprendente: se puede decir que la evolución de cada cual ha sido coherente con las circunstancias que tenía en su niñez.
Durante algún tiempo –aun sabiéndome varios escalones por debajo de esa élite– viví en un mundo monocromático: el mismo calzado (náuticos), los mismos lacios flequillos ladeados cubriendo la frente, la misma visión del mundo, las mismas discotecas con la misma música, la misma forma de acercarse a una chica... ¿Llegué a fantasear con ser uno de ellos? Puede ser. Lo que tengo claro es que lo que me sacó de ese laberinto repleto de espejos y falsas salidas fue el fútbol.
En el equipo del colegio nos tocaba jugar a veces en barrios lejanos y peligrosos, en canchas descuidadas y sucias, incluso algún fin de semana viajábamos a la periferia, para jugar en Pinto, Torrejón o Getafe. Parecía que salíamos a jugarnos la vida. A mí todo me resultaba excitante y aterrador, un poco como el pasaje del terror en el parque de atracciones. Había chicos con el pelo largo, con pendientes y tatuajes, había negros y latinos, había de todo. Como la experiencia me gustó, decidí dar un paso más en mi aventura y me fui a jugar a un equipo de uno de aquellos barrios. Conocí a esos chicos: intercambié con ellos salivazos bajo el agua helada de la ducha, me adentré en garitos desconocidos, descubrí un mundo bastante más real que el que yo habitaba. Con los tipos que nos atracaban en la puerta del Vips, con esos terminé jugando yo.
Puede que esto suceda en más deportes, no lo dudo, pero a mí me pasó con el fútbol. Por eso lo considero el deporte popular y universal por excelencia. La Superliga pretende acabar con todo esto de un plumazo. No es la primera vez que ocurre. Lo hemos visto en la serie The English Game: en los albores del fútbol profesional las élites trataron de apropiarse del juego, pero el pueblo llano lo reclamó como suyo.
Han pasado muchos años y muchas cosas. Ahora tenemos un sistema desigual, es cierto, donde el pequeño no goza de las mismas oportunidades que el grande, pero donde al menos tiene una. Es difícil para ellos, pero no imposible. La Superliga estratificaría aún más el fútbol y directamente eliminaría a todos esos personajes secundarios que son –como leí recientemente a Miqui Otero– los que dan verdadero valor a una obra.
A cambio de ver un Madrid-Bayern cada quince días dejaríamos de ver al Alcoyano (y a José Juan), al Murcia, al Pontevedra, al Racing, a la Ponferradina, al Huesca, al Málaga, al Deportivo… No nos engañemos: dejaríamos de verlos porque las competiciones domésticas se convertirían en algo anecdótico, en algo marginal, algo parecido a aquellos partidos que yo jugaba en Torrejón.
Pero aquellos partidos los disputábamos todos con ilusión porque, tal vez algún día, alguno de nosotros llegaría a jugar en un equipo de Tercera o Segunda B, y podría enfrentarse, con muchísima suerte, contra el Real Madrid, el Barcelona o el Atlético. Porque esos equipos, los poderosos, los que ahora quieren dejar tirados al resto, son necesarios, sería absurdo negarlo. Pero el verdadero motor de este negocio, lo que enciende la pasión y llena los estadios, no se encuentra en ellos, nada de eso. La llama prende en el interior de todos los demás, de todos nosotros, de todos los que sueñan con ganarles alguna vez, o con simplemente verles jugar en el estadio de su ciudad o con que, por algún giro de guion inesperado y muy loco, alguna de sus estrellas termine jugando en su equipo.
Y hasta ahora no he mencionado las consecuencias económicas y sociales que el declive de la Liga supondría en todos aquellos lugares apartados de la élite futbolística: menos trabajo, menos consumo, menos dinero. Por eso no entiendo que los clubes –todos menos Real Madrid, Atlético y Barça, esos desertores que se han alineado en favor de la Superliga– no hayan alzado la voz, no se hayan manifestado con contundencia contra este desleal proyecto. Da la sensación de que algunos, tras años acostumbrados a recoger las sobras, piensan que algo bueno sacarán de todo esto. Son como ese perro que se coloca al lado de la mesa, muy quieto y salivando, con la esperanza de que su dueño comparta la comida. Se conformaría con algo pequeño, un trocito de pan o un bocado de carne. No sabe que esta vez no tendrá nada. La Superliga nos dejaría sin fútbol.
Estudié en un colegio de los llamados de élite. En esos pupitres se sentaron, en su infancia y adolescencia, presidentes de gobierno, filósofos, escritores y hasta algún futbolista. En mi época ya era todo más normal: de mi promoción creo que solo destacaría a una actriz de cierto caché y a una cantautora que...
Autor >
Felipe de Luis Manero
Es periodista, especializado en deportes.
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