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En El cuento de la criada (1985), Margaret Atwood relata cómo un grupo de turistas japoneses visita la república de Gilead, donde se ha instaurado un régimen totalitario y puritano. Es el momento más inverosímil de la novela: con la que les está cayendo, y los nipones ahí mirándoles, en plan zoo. Cuando veo a los turistas franceses venir a Madrid, con la que nos está cayendo, a salir de fiesta y emborracharse en pleno ejercicio de su libertad, no puedo evitar acordarme de Atwood. Cuando leí la novela, pensé en esa gente que va a Corea del Norte a encontrarse a sí misma. Ahora, solo puedo pensar en lo cutre que nos está quedando la distopía.
Dice Blanchot en La comunidad inconfesable (1992) que una comunidad “es la presentación a sus miembros de su verdad mortal”. En cristiano, que una comunidad de individuos se sustenta en su continua exposición a la muerte. Para Bataille, hay que mantener cierto nivel d'intensité de la mort para que la cosa –asúmase aquí la cosa sociedad– se mantenga en pie: si no hay sensación de peligro, se deshace. En La comunidad inoperante (1986), Jean-Luc Nancy decía algo similar: la comunidad se revela “en la muerte del otro”. Exponernos a nuestra muerte, a nuestra finitud, es para Nancy la esencia de una comunidad, y lo que hace posible que surja algún tipo de comunicación entre sus individuos.
El ser humano es solo capaz de crear a partir de lo que ya conoce. Y lo que hoy sucede en la calle y en las instituciones lo conocemos de sobra
Me pregunto hasta qué punto nos hemos hecho inmunes, en los últimos meses, a la muerte de los demás. Me pregunto, también, si el fin justifica los medios: si vale cualquier cosa –incluso cientos de muertos semanales– para volver a nuestras vidas pre-pandemia en la terraza de un bar. Me pregunto en qué momento la comunicación se convirtió en un ruido estridente que resuena en todas partes; un ruido que llama jarabe democrático a una jauría de nazis. Me pregunto si acaso nos parece bien que una parte del espectro político, con la connivencia de la otra parte, haya puesto, desde el inicio, la economía de mercado por delante de la vida humana. Me pregunto cuándo van a rendir cuentas quienes gastaron millones en una distopía de banderas de España y hospitales fake mientras el personal sanitario se contagiaba por no contar con el equipo adecuado, el descanso adecuado, el apoyo adecuado. Me pregunto, en fin, cuándo nos vamos a revelar contra quienes convirtieron los aplausos en odio.
En ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas? (1968), Philip K. Dick describe un aparatito cyberpunk –caja de empatía, un concepto que le vendría bien a más de uno– al que te enchufas y te quita la depresión compartiéndosela al resto de personas conectadas a una suerte de red neuronal. En un planeta devastado y condenado, el sentimiento de pertenencia y fanatismo hacia la religión imperante es lo único que mantiene con vida a quienes quedan en la Tierra. Por supuesto, la secta y su líder resultan ser un timo.
Ya saben: toda comunidad está expuesta a cierto grado de manipulación mística. Nancy lo relaciona con la historia de la humanidad occidental y el influjo de la iglesia católica: la historia –el fracaso– de una comunidad que ya no existe. Aparece la nostalgia, yuju: tradición, nacionalismo, odio. Lo típico, a uno lo borran del mapa y, lejos de revolverse por haber perdido su identidad individual, lo celebra uniéndose a la conga de represión contra los demás. Aquí, en España, el combo de xenofobia, homofobia y violencia contra el otro –mujeres, androides o lo que se tercie– es como para troncharse. De todo el rango de villanos que nos podía tocar, nos ha tocado una manada franquista-pop salida del culo de Torrente. Ya es mala suerte.
De no mover un dedo mientras vemos cómo nos matan –y, a juzgar por los hechos, estamos rozándolo con los dedos– habla Yoko Ogawa en La Policía de la Memoria (1994), una distopía isleña de inspiración orwelliana. Tiene sus particularidades: la principal, que es japonesa. Y como solo la literatura nipona podía contar, la de Ogawa es una distopía delicada, de las pequeñas cosas. Un día, desaparecen los pájaros. Otro, las rosas. De repente, desaparecen las novelas. Para cuando los habitantes de la isla pierden una de las piernas, el número de contenedores quemados es igual a cero. El sometimiento es tal que da rabia seguir leyendo cómo ocurre lo previsible pero inevitable: tolerar pequeñas pérdidas de su memoria en favor de una comunidad inoperante les lleva a su extinción total como individuos.
Si nos rendimos al relato o nos rebelamos contra él depende, una vez más, de nosotros mismos
Todas las novelas distópicas descritas arriba llevan décadas en circulación. Más allá de su procedencia y contexto, el denominador común a todas ellas es que están supeditadas a la realidad. El ser humano, por mucho que haya quien se empeñe en decir lo contrario, es solo capaz de crear a partir de lo que ya conoce. Y lo que hoy sucede en la calle y en las instituciones, lo que hoy vemos frente a frente, lo conocemos de sobra. Huele avinagrado y es tan esperpéntico que parece una parodia porno de Los juegos del hambre, pero los peligros que entraña, incluso para una distopía cutre que cuesta tomarse en serio, son los mismos. Si nos rendimos al relato o nos rebelamos contra él depende, una vez más, de nosotros mismos.
En El cuento de la criada (1985), Margaret Atwood relata cómo un grupo de turistas japoneses visita la república de Gilead, donde se ha instaurado un régimen totalitario y puritano. Es el momento más inverosímil de la novela: con la que les está cayendo, y los nipones ahí mirándoles, en plan...
Autor >
Manuel Gare
Escribano veinteañero.
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