Gramática rojiparda
Los Fifas
Que la UEFA deniegue que se ilumine un estadio con la bandera arcoíris no es ser neutral; tiene más que ver con la creencia de que los estadios de fútbol son espacios privados donde todos comparten unas lealtades heterobásicas
Xandru Fernández 27/06/2021
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Al comienzo de Lo que piensan las mujeres (That Uncertain Feeling, Ernst Lubitsch, 1941), se proyecta en la pantalla un texto redactado con toda la pompa colonial de la época. Nos explica que los hombres han explorado los lugares más recónditos del planeta pero, aún así, sigue habiendo un sitio que no han podido pisar. El siguiente plano es una puerta con un letrero: “Ladies”. Un tocador femenino, en efecto, donde varias mujeres conversan despreocupadamente. Quédense con el dato para la próxima vez que alguien les suelte eso de que “hombres” quiere decir “hombres y mujeres”. El argumento ex Lubitsch debería bastar para zanjar cualquier discusión.
Lubitsch recoge, con cierta torpeza pero con fino olfato, una intuición bastante extendida en su época: que la sociedad de masas había sacado a las mujeres de clase media del encierro forzoso en el hogar pero aún no había construido para ellas espacios de socialización similares a los muchos con los que contaban los hombres y donde las mujeres eran vistas como presencias molestas, indecentes, perturbadoras. El cine clásico de Hollywood, las obras maestras no solo de Lubitsch sino también de Wilder, Cukor, Hawks y un largo etcétera, recurren con frecuencia al conflicto derivado de la irrupción de la mujer en esos ecosistemas hipermasculinizados: las tabernas, las competiciones deportivas, las redacciones de los periódicos. De La fiera de mi niña a Historias de Filadelfia pasando por Luna nueva, Hollywood va levantando acta del repliegue del macho y el proporcional avance de la mujer moderna, desinhibida, dueña de su tiempo y de su cuerpo.
El cine, de este modo, empezó a mostrar espacios de confidencialidad. Femeninos, de entrada: el hombre hablaba a voces en todos los demás escenarios, en la pradera del western, en el campo de batalla, en los banquetes reales de las reconstrucciones históricas. Pero, al querer inmiscuirse en los tocadores y los cuartos de baño, en los camerinos de las bailarinas y las actrices y en los dormitorios de los internados femeninos, el cine tuvo que aprender a susurrar, a hablar al oído. En asturiano se dice falar al escuchu, como si la confidencia hiciera irresistible la atención del oyente, a diferencia de la conversación pública entre personas que no están ligadas por una lealtad anterior y de la que uno puede desconectarse y a la que puede uno incorporarse en cualquier momento porque tiene más de rito que de verdad compartida.
A medida que las mujeres han ido sumándose a la reconstrucción de lo público, hemos ido dando forma a panales de conversación confidencial en los que ser denodada y obscenamente machos
Que el cine haya mostrado preferentemente espacios de confidencialidad entre mujeres no significa que los hombres no tengan los suyos propios. Se diría que no son necesarios, habida cuenta de que los hombres, por regla general, hemos dominado y moldeado el espacio público a nuestro capricho, pero, a medida que las mujeres han ido sumándose a la reconstrucción de lo público, hemos ido dando forma a panales de conversación confidencial en los que ser denodada y obscenamente machos. Ecos de las fratrías griegas, de las Burschenschaften alemanas, de las cuadrillas vascas o de cualquier parte, se llamen como se llamen.
Deberíamos romper el pacto de silencio que hemos heredado junto con nuestros privilegios y hacer pública la cháchara confidencial donde los hombres nos mostramos no solamente como somos sino, también, como nos gustaría ser: despectivos, procaces, caníbales. Si la confidencia es una conversación privada entre individuos atados por la lealtad (fides), el pegamento más frecuente de las lealtades masculinas en esos foros exclusivos es el desprecio por todo lo que se aparta de la pauta normativa del macho dominante. Por eso es necesario aplaudir cualquier ruptura, ensanchar cualquier grieta. Por eso es tan importante cualquier gesto discordante en esos espacios ya canónicos de la confidencialidad masculina: el ejército, sí, pero también el fútbol.
El pasado 15 de junio, el parlamento húngaro aprobó una ley que prohíbe hablar de homosexualidad en la escuela. Cuatro días después, la UEFA comunicó a la Federación alemana de fútbol que había abierto una investigación por si procediera sancionar al capitán de la selección, Manuel Neuer, por exhibir un brazalete con la bandera arcoíris en los partidos contra Francia y Portugal. Ante el aluvión de críticas, empezando por la de la propia Federación alemana, la UEFA rectificó al día siguiente su petición de sanciones para Neuer. Ese mismo día, el Ayuntamiento de Múnich propuso iluminar el estadio Allianz Arena con los colores de la bandera LGTBI durante el partido Alemania-Hungría para expresar el rechazo alemán a la ley homófoba aprobada por el parlamento húngaro. La UEFA lo prohibió en un comunicado. Llegó el 23 de junio. La UEFA vistió su logotipo con la bandera arcoíris y varios estadios de la Bundesliga, además de las cuentas de los equipos de fútbol con más seguidores de toda Alemania e incluso periódicos como el Süddeutsche Zeitung, exhibieron los colores y los símbolos del colectivo LGTBI. En poco más de una semana, el fútbol salió del armario.
La homofobia es el síntoma más evidente de la masculinidad hipertrofiada que se estila en esos espacios de confidencialidad viciada, estancada, pútrida. Quedan, es cierto, pocos espacios que la pulsión panóptica de las redes sociales no hayan atravesado y vuelto visibles, pero en ellos, sin duda, el fútbol sigue siendo un tema de conversación fundamental. Era de esperar que estos días esos foros ardieran de indignación. Por regla general, esa indignación se expresará de la manera habitual, mediante exabruptos y clichés. No cabía que fuera de otro modo.
Las confidencias toleran mal las emociones. No como tema de conversación o asunto del que se habla en privado sino como trasunto de la conversación o sucedáneo de la charla. La emoción contenida en voz baja es el monosílabo, no un susurro aún más susurrado, menos audible. Con las mismas, el grito es ajeno a la confidencia, y solo cuando se confunde lo público con lo íntimo se vuelve grito lo que debería ser hablado y matizado. Cuando la masa se impone al individuo, se suele pensar que el grito es la expresión de lo irracional ocupando el lugar del diálogo. También podría ser que el grito fuese simplemente un intento de reducir una conversación pública, compleja y llena de matices, a la expresión sin rodeos de una convicción privada que se supone tan natural que todo el mundo debería compartirla. Déjenme que les ponga un ejemplo.
Siempre me fascinó la gente que se aposta a las puertas de un juzgado o una comisaría para increpar a un detenido. Esta semana se estrenó el magnífico documental de Tània Balló sobre los asesinatos de Rocío Wanninkhof y Sara Carabantes y ahí estaba, otra vez, esa multitud que esperaba a Dolores Vázquez al entrar o al salir de las dependencias judiciales y le gritaba: “¡Asesina!”. De acuerdo, es una expresión de rabia, pero formulando lo evidente no llegaremos muy lejos. Esos gritos son también la expresión de una convicción íntima, la de que lo que se dice contiene tanta verdad que no se puede suponer que nadie piense (y mucho menos diga) lo contrario. No es posible acallar esas voces gritando más fuerte consignas de signo contrario. La única manera de hacerlo es dejar claro que en ese espacio no se puede gritar porque es un espacio de todos, no un espacio acotado donde todo el mundo comparta los mismos prejuicios.
Así la UEFA: denegar que se ilumine un estadio con la bandera arcoíris no es ser neutral, no tiene nada que ver con la neutralidad, tiene más que ver con la confidencialidad, o con la creencia de que los estadios de fútbol son espacios privados donde todos comparten unas lealtades heterobásicas y donde por tanto no está justificado vestir los colores de lo que se desprecia. No es de extrañar el mote con que los más jóvenes designan a sus compañeros más remisos a aceptar la diversidad sexual: los fifas. Que siga siendo así está en manos de las instituciones deportivas y de los clubes de fútbol. Hay una ocasión clave para demostrarlo. El año que viene, en Catar.
Al comienzo de Lo que piensan las mujeres (That Uncertain Feeling, Ernst Lubitsch, 1941), se proyecta en la pantalla un texto redactado con toda la pompa colonial de la época. Nos explica que los hombres han explorado los lugares más recónditos del planeta pero, aún así, sigue habiendo un sitio...
Autor >
Xandru Fernández
Es profesor y escritor.
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