En primera persona
Salud mental y cañitas
Es triste reconocerlo, porque he pasado mucho tiempo bebiendo durante los últimos veinticinco años; pero creo que el alcohol, sobre todo, me ha ayudado a hacer cosas que sin alcohol no me gustan
Miguel Espigado 19/08/2021
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Según las encuestas, tomar unas cañitas es una fuente de felicidad para una enorme cantidad de la población. Me lo contó un amigo que vende su marca de cerveza al por mayor. Desde luego, beberse dos, tres, cuatro o seis cervezas mientras charlas con amigos es una actividad estrella en mi mundillo. Y más este verano en un país, España, que una ardilla puede cruzar de terraza en terraza sin pisar el suelo. Da igual si las acompañas con cigarrillos, tapas, raciones, copas, porritos o rayitas: “Tomarse unas cañitas”, así en diminutivo, llama a un consumo integrado, alegre. Somos mayorcitos y asumimos sus riesgos porque nos sienta bien. Lo pasamos bien.
Quizás por eso chirría que los gurús del nutricionismo se esfuercen tanto en recordarnos que toda cantidad de alcohol es mala para la salud, echando por tierra la vieja recomendación de tomar un vino o cerveza al día. No entra en sus cálculos que el uso de alcohol haya moldeado nuestra civilización desde sus orígenes. Habría que inventar la civilización de nuevo para que el alcohol no fuera un vehículo importantísimo para nuestras relaciones, nuestra comunicación íntima y nuestra alegría. Hasta tal punto es así que uno casi duda sobre qué afecta más a la salud mental, si la renuncia social que provoca no beber o las secuelas de beber en nuestro cerebro.
Yo me he vuelto más consciente de las limitaciones de no beber porque tuve que dejarlo hace un par de meses debido a un trastorno de ansiedad, sumado a una personalidad muy adictiva. No creo que pueda volver a hacerlo. Pero que yo no sepa disfrutar de los beneficios de un consumo responsable no me impide reconocer que otros sí saben usar bien esta droga, y podrán beber la mayor parte de sus vidas con buen provecho. Me voy a perder muchas cañitas estupendas, de esas que nos conectan con los seres queridos y el ambiente del momento.
Ahora bien, conforme paso más tiempo sobrio, más interesante se me desvela el haberme salido de esa rueda, y más puedo valorar la cultura del alcohol con otros ojos. La experiencia está cambiando mi percepción hasta tal punto que ya no estoy tan seguro de que volviera a las cañitas aún estando sano.
No beber me ha hecho más consciente de la necesidad que tenía de beber para darle sentido a multitud de momentos que, sin esa adulteración, no me aportan nada
No beber me ha hecho más consciente de la necesidad que tenía de beber para darle sentido a multitud de momentos que, sin esa adulteración, no me aportan nada. El alcohol, además de darme ratos felices, me ha servido para participar de una euforia que no me surge con naturalidad. Demasiadas veces me he tomado mis cañitas para relajar la tensión que me producía la exigencia social de pasarlo bien de cañitas.
Es triste reconocerlo, porque he pasado mucho tiempo bebiendo durante los últimos veinticinco años; pero creo que el alcohol, sobre todo, me ha ayudado a hacer cosas que sin alcohol no me gustan. Ahora ya no me apetece sentarme en terrazas, ni trasnochar, ni ir de bar en bar, ni charlar de todo y nada durante horas, ni ir a fiestas, ni socializar con gente bebida, ni consumir otras drogas. Cuando me veo involucrado en esos escenarios, francamente, me parecen un coñazo.
En julio he pasado mis primeras vacaciones en abstinencia con un grupo en el que algunos dependían de las cañitas para cumplir con sus expectativas de disfrute. Para muchos las vacaciones son como los findes o el after work; el verdadero asueto comienza con el primer trago de cerveza y suele terminar con el último. Los ritmos vitales del grupo se acompasan a ese alcoholismo de baja intensidad en una sucesión de mini pedos y mini resacas a lo largo del día, progresivamente deprimente para quien lo ve desde el otro lado de la barrera.
Incluso cuando el plan no se sale de madre, y las cañitas hacen honor a su diminutivo, el alcohol manda en el comportamiento grupal. Pero a los adultos de mi generación, fogueados en mil borracheras y endrogadas, nos parece poca cosa. Al fin y al cabo, ¿no es irse de cañitas lo que hacen nuestros padres? Las familias españolas nos enseñaron bien a beber, claro que sí, y también a tamizar bajo un manto de alegría popular el alcoholismo.
La cultura de las cañitas tiene tantísima relevancia en mi ciudad, Madrid, que una política ha sido capaz de capitalizar el “derecho” a irse de cañas como una reivindicación en las últimas elecciones. Así, con el firme apoyo institucional, las terrazas se han recalificado como servicio social, legitimando así la invasión física, visual y sonora de nuestro espacio público. Los sucesivos confinamientos no han hecho sino potenciar la idea de que tomarse unas cañitas es un eje de nuestro bienestar.
Pero lo cierto es que irse de cañitas a mí no me ha hecho más libre. Al contrario; una terraza me impone un código de comportamiento muy estricto. La actividad se ve restringida por el dinero, el diseño del lugar, las reglas del establecimiento, las convenciones de comportamiento… Comparemos los bares con un parque, donde la gente dispone del espacio con mucha más libertad, dando lugar a todo tipo de actividades y actitudes, de tiempos e interacciones entre personas más diversas.
Así que si me buscáis, buscadme en un parque; ya he tenido suficientes bares. De todas las posibilidades de encuentro que hay entre seres humanos, renuncio al hastío que me produce hacerlo tantísimo a través de cañitas, tapitas, vinitos, terraceo, tardeo, copitas o cualquier otro sucedáneo de lo mismo. Ahora veo claro que, si lo he hecho tanto en el pasado, no se debía a un gusto, sino a una necesidad.
Desde mi actual visión de enfermo me es difícil no reconocer en las cañitas una forma de terapia popular. Tomas el psicofármaco –el alcohol– a la vez que haces la terapia conversacional de desahogo. Se configura así un momento de disipación, de dispersión, de reseteo, perfecto para apechugar con el resto de la semana. ¿Cómo negarse a este tratamiento psicológico informal, si además te lo sirven fresquito, en un lugar bonito, con musiquita y una tapa? Todo el paquete está muy bien diseñado. Esa sensación de conexión y esparcimiento de las cañitas, que por un momento alivia la soledad intrínseca de estar vivo, permite a los bebedores disolverse en una maravillosamente banal comunión con sus iguales. Es casi imposible imaginar mejores alternativas para aliviar la tensión del día a día. Casi tanto como imaginar un país sin bares.
Lo que yo puedo ofrecer a cambio no es muy atractivo. Cuando dejas de recompensar con cañitas el final de tu jornada laboral, de tu semana laboral o tu año laboral, en su lugar emerge una dolorosa lucidez. Esa lucidez es la que algunos filósofos relacionan con abrirse a una verdad más amplia, solo accesible si uno mira de frente sus pensamientos y emociones más complejas, sin matarlos una y otra vez con narcóticos. Contemplar esa verdad cada noche, cada semana, sin la amortiguación de las cañitas, los porritos o el Orfidal, puede que sea reactivo. Puede que te lleve a un lugar nuevo; puede que, a la larga, te ofrezca una recompensa mucho mayor que el relajo que te provoca tu espumeante ansiolítico acompañado de amigos, patatas y aceitunas.
Desde luego, desde que he dejado de beber, yo sí siento que mi energía está volcada en cosas más significativas. Leo más, escribo más, siento mejor, hago más ejercicio, amo con más consideración. En mi caso, mi salud mental ha mejorado muchísimo (intentar matar la ansiedad con alcohol era como intentar apagar un fuego con gasolina). Pero, sobre todo, ha mejorado mi bienestar existencial, porque ahora me entrego a cosas que me importan más, que me resultan más trascendentes. Tengo la sensación de estar viviendo algo nuevo, y eso es mucho, muchísimo, a los cuarenta años, y después de veinticinco de cañitas.
Cada uno juzgará de qué lado caen sus tragos; cuáles le dan genuino disfrute de vivir, y cuáles le roban la energía, el tiempo y el ánimo para emprender nuevas aventuras. Cada cual juzgará si el alcohol se ha convertido en un medicamento contra su dolor en lugar de ser una droga para su placer. Puede haber tantas respuestas como bebedores. Lo que sí es innegable es que las cañitas juegan un papel muy importante para todos los que no pueden imaginarse una vida sin ellas. Y merece la pena preguntarse si ese papel es el deseado.
Según las encuestas, tomar unas cañitas es una fuente de felicidad para una enorme cantidad de la población. Me lo contó un amigo que vende su marca de cerveza al por mayor. Desde luego, beberse dos, tres, cuatro o seis cervezas mientras charlas con amigos es una actividad estrella en mi mundillo. Y más este...
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Miguel Espigado
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