Memoria
El pobre más rico y el rico más pobre
Retrato del músico yugoslavo Žarko Jovanović, superviviente de tres campos de concentración y autor del himno nacional gitano ‘Dželem, dželem’
Marc Casals 14/09/2021
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Respondiendo a preguntas de un periodista montenegrino, el músico y cantante gitano Žarko Jovanović trazó su propia descripción: “Soy el pobre más rico y el rico más pobre, el feliz más infeliz y el infeliz más feliz. Soy Jagdino, que significa ‘El de fuego’, porque el fuego es lo que me ha afirmado. Solo espero no consumirme antes que él...”. Superviviente de tres campos de concentración en la Segunda Guerra Mundial –cuando los nazis exterminaron a buena parte de los gitanos de Yugoslavia–, Jovanović hizo la mayor parte de su carrera musical en París, donde cosechó un gran éxito actuando en restaurantes y cabarets rusos. Participó en el Primer Congreso Mundial Romanó de 1975, que sentó las bases de la identidad gitana moderna, y compuso el himno nacional gitano, Dželem, dželem. Ante las tragedias que zarandearon a los gitanos en el siglo XX, sumadas al racismo secular que padecen, se mantuvo siempre fiel a la música y el compromiso con su pueblo.
Žarko nació en el norte de Serbia en el año 1925, en el seno de una familia de músicos. Junto a la recogida de chatarra, la artesanía del metal y la madera, el chalaneo de ganado y el amaestramiento de osos bailarines, la música era de las escasas actividades que podían ejercer los gitanos en la Yugoslavia de aquel tiempo. Según la costumbre, el oficio se transmitía de padres a hijos. Aunque tanto el abuelo como el padre de Žarko habían sido violinistas, cuando empezó a tocar a los cinco años se inclinó por el prim, un pequeño instrumento de cinco cuerdas con una longitud de 50 centímetros. Desde su temprana niñez, Žarko se fogueó como miembro de las llamadas “orquestas de tamburaši”, pequeños conjuntos de cuerda popularísimos en la Serbia septentrional que amenizan banquetes, bodas, cumpleaños y celebraciones de todo tipo.
Žarko Jovanović y su conjunto de cuerdas interpretando un tema al estilo tradicional de los gitanos del norte de Serbia.
La incipiente carrera musical de Žarko se truncó a los 16 años con el estallido de la Segunda Guerra Mundial, cuando las potencias del Eje ocuparon Yugoslavia. En el reparto territorial entre aliados, la mayor parte de Serbia correspondió a la Alemania nazi, que comenzó a aplicar, como en el resto de territorios bajo su control, una política de exterminio no solo de los judíos, sino también de los gitanos. En el holocausto gitano –conocido en lengua romanó como Porraimos (La devoración) o Samudaripen (La destrucción de todos)– murieron más de medio millón de personas, aproximadamente el 70-80% de la población gitana de Europa. Junto a muchos de sus familiares y vecinos, Žarko fue capturado por las SS y recluido en el campo de concentración de Banjica, un antiguo cuartel de infantería cerca de Belgrado destinado a encerrar a gitanos, judíos, comunistas y brigadistas de la guerra civil española.
Las condiciones en Banjica resultaban penosas. Žarko y el resto de internos, divididos en grupos de unos 150, malvivían hacinados en salas de 100 metros cuadrados con las ventanas siempre cerradas, así que les faltaba el aire para respirar. Algunos eran seleccionados para llevar a cabo trabajos forzosos, una actividad peligrosa no solo por su dureza intrínseca, sino también porque, cuando su labor no avanzaba al ritmo suficiente o por puro capricho sádico, los guardias de las SS maltrataban a los reclusos e incluso llegaban a asesinarlos. La desesperación de Žarko para evitar los trabajos forzosos llegó a tal punto que convenció a su padre, encerrado con él en Banjica, de que le rompiese la pierna con una piedra y de esta forma ponerse a salvo. También se libró de las ejecuciones masivas en revancha por la sublevación partisana que comandaba el mariscal Tito: por cada soldado alemán al que los partisanos daban muerte, debían ser fusilados 100 presos de los campos de concentración.
Junto a una parte de los reclusos de Banjica, Žarko fue trasladado a un nuevo campo, el complejo ferial de Belgrado, situado cerca del centro. Como había hecho en Banjica, aprovechó sus habilidades musicales para entretener a los guardias de las SS y procurarse así un mejor trato. Puesto que la música era un oficio extendido entre los gitanos, muchos llegaban a los campos de concentración acarreando sus instrumentos. Pavle Minh, judío superviviente del campo de Topovske Šupe, también en Belgrado, dio testimonio de una escena pavorosa: conscientes de su próxima eliminación, nada más entrar en el campo decenas de músicos gitanos arrestados se juntaron en el patio para improvisar un concierto de despedida. Después de interpretar varias piezas, incluida la obertura de El barbero de Sevilla, los nazis rompieron sus instrumentos, quemaron los trozos amontonados en una hoguera y embarcaron a los músicos en camiones, rumbo a sus lugares de ejecución.
Žarko sobrevivió a las masacres en la feria de Belgrado, pero fue trasladado en un convoy hacia un tercer campo de concentración: las minas de Trepča, en el norte de Kosovo. En este complejo minero, que abastecía al ejército alemán del 40% de sus necesidades de plomo para la guerra, Žarko realizaba trabajos forzados a centenares de metros bajo tierra. En galerías oscuras, excavaba la roca a paladas para encontrar el mineral en bruto, que luego colocaba en una carretilla de mano y empujaba hasta el montacargas. Cuando, por orden de instancias superiores, los presos de Trepča fueron dejados en libertad, Žarko se echó al monte con los partisanos, en cuyas filas estuvo luchando hasta el fin de la guerra. Con el tiempo, recordaría lacónico sus experiencias, primero en los campos de concentración y luego como combatiente: “Todo eso ni un caballo sería capaz de resistirlo, pero la juventud es un milagro”.
Pese a que no sabía leer partituras, Žarko pasó casi dos décadas como miembro de la Orquesta Nacional de Belgrado, hasta que, deseoso de realizarse artísticamente, en 1964 se marchó a París. Sin hablar casi una palabra de francés –aprendió a decir “merci” en el tren durante el viaje–, al llegar se encontró con que, en su destino, la música yugoslava era desconocida, pero no así la rusa. Tras la revolución comunista y la posterior guerra civil, París se había convertido en una capital del exilio antibolchevique y por sus distritos noctámbulos proliferaban cabarets rusos donde la música gitana tenía un papel protagonista. Desde que, en la época imperial, el conde Alexei Grigorievich Orlov, general de Catalina la Grande, organizó el primer coro gitano para deleite de la zarina y la alta sociedad, en Rusia siempre había existido una atracción por los romaníes, a quienes Pushkin dedicó el poema Los gitanos, considerado una de sus obras cumbre. En la abundancia de locales rusos herederos de esta fascinación por la música gitana, Žarko encontró su oportunidad para establecerse en París.
Además de familiarizarse con el cancionero ruso, Žarko vio que le convenía pasarse a la balalaica, el instrumento nacional, pero lo hizo adoptando solo su forma externa, puesto que conservó las cinco cuerdas –la balalaica tiene tres– y la afinación del prim. Pronto entró en el circuito local de restaurantes rusos, propiedad de judíos de Rusia y Polonia que se hacían pasar por rusos étnicos: La maisonette russe, Kalinka, À la ville de Petrograd y el más prestigioso de todos, Rasputin, situado cerca de los Campos Elíseos. La clientela para la que iba cantando de una mesa a otra estaba compuesta de burgueses –tanto parisinos como rusos– y pilotos de avión que hacían escala de una noche en París, de forma que el bolsillo de Žarko rebosaba de propinas. Transcurridos apenas cuatro años, en 1968, había alcanzado tal virtuosismo con la balalaica que fue nombrado mejor tocador del mundo en un certamen organizado en Lisboa, por delante de hasta 50 rivales procedentes de Rusia.
Pronto Žarko se hizo famoso en la noche parisina tanto por su habilidad musical como por sus singularidades. Iba siempre con la cabeza rasurada, abrigo y pajarita y, antes de dar la mano a alguien para saludarle, se ponía unos guantes de piel marrón como señal de respeto, deferencia que acostumbraba a dejar perplejo al interlocutor. Para las mujeres –por quienes sentía gran inclinación– se reservaba la tradicional sucesión de reverencia y beso galante en el dorso. En París se alojaba en un cuchitril de apenas 14 metros cuadrados, pero su morada predilecta era una caravana con la que desaparecía de la ciudad, como en un vestigio del nomadismo gitano. De natural generoso, con lo que ganaba en las actuaciones compraba regalos para sus seres queridos y ejercía como benefactor de un monasterio ortodoxo en Serbia: el convento de Fenek, en cuya hospedería pasaba temporadas y al que se desplazaba cada 8 de agosto para la romería de la patrona, Santa Parascheva de los Balcanes. Todo este desprendimiento se debía a una convicción firme: “Tras una persona no quedan sus propiedades, sino solo aquello que ha dado”.
En paralelo a su carrera como músico, Žarko siempre se preocupó por la situación de los gitanos, hasta el punto de participar en el Primer Congreso Mundial Romanó, celebrado en 1975 en Londres. Durante este encuentro, piedra fundacional de la identidad gitana moderna, los reunidos recibieron la noticia de que, en el desalojo de un campamento de travellers –etnia nómada de origen irlandés–, una caravana había ardido de forma accidental y tres niños habían muerto carbonizados. Los congresistas se desplazaron en autobús al lugar de los hechos para protestar y, a lo largo del trayecto, Žarko se puso a canturrear mientras rasgueaba su balalaica y tomaba notas. Sobre una vieja melodía balcánica, escribió el texto de Dželem, dželem, que desde ese día se convirtió en el himno nacional gitano. En la letra, Žarko recordaba el genocidio que habían sufrido los romaníes en la Segunda Guerra Mundial –“Una vez tuve una gran familia/pero la asesinó la Legión Negra”– y terminaba llamando a su pueblo a una toma de conciencia política: “Ha llegado la hora, gitanos, levantaos/Si actuamos, volaremos alto”.
Žarko aseguraba haber financiado enteramente el Segundo Congreso Mundial Romanó, celebrado en 1978 en Ginebra, donde, pese a que tenía dificultades para leer y escribir, fue nombrado simbólicamente ministro de Cultura. En Ginebra conoció a Yul Brynner, estrella de Hollywood y presidente honorario del evento tras embaucar a los organizadores convenciéndoles de que era gitano. Brynner, un mentiroso compulsivo sobre su biografía, proclamó ante más de 100 delegados de 26 países que era un gitano de Rumanía pero había olvidado la lengua romanó al crecer, cuando en realidad había nacido en Vladivostok, hijo de un padre suizo-alemán y una madre rusa. Pese a su desfachatez, Brynner compartía con Žarko la experiencia de haber tocado con orquestas gitanas en los cabarets rusos de París antes de marcharse a América y tenía un vínculo con Yugoslavia por haber actuado en La batalla del Neretva, una superproducción impulsada por Tito. Por eso trabó una amistad íntima con Žarko, quien se estuvo carteando con él durante años y le profesaba auténtica pasión: “Le tocaría canciones hasta la tumba, ¡porque me sale del alma!”.
Como buen músico gitano, Žarko enseñó el oficio a sus hijos, Perica y Slobodan, hasta que ambos también se convirtieron en virtuosos. Los dos hermanos, Perica a la balalaica y Slobodan a la guitarra, formaron un grupo llamado Cigani Ivanovići (Los Gitanos Ivanovići), con el apellido familiar, Jovanović, modificado para facilitar su pronunciación al público francés. El vibrante repertorio de los Cigani Ivanovići, basado en nuevos arreglos del repertorio gitano ruso y otras canciones en la misma línea compuestas por Perica, les proporcionó un éxito desbordante en su Yugoslavia natal, donde durante dos o tres años encabezaron las listas de los más vendidos. Actuaban rodeados de la parafernalia asociada al mundo gitano –ruedas de carromato dispuestas por el escenario, bailarinas de tez oscura y pelo negro que agitaban sus faldas de colores– en conciertos llenos para los que la reventa multiplicaba por 10 el precio original de la entrada. Con los ingresos que les dio su popularidad, abrieron en París un restaurante al estilo de los locales rusos donde se habían fajado tanto ellos como su padre: Chez Cigani Ivanovići.
Žarko consideraba a Perica y Slobodan grandes instrumentistas, pero siempre se opuso a la idea del restaurante. En su opinión, regentar un negocio iba contra el espíritu libre de los gitanos y sus hijos se habían condenado ellos mismos a la esclavitud. Además, le escandalizaba la enorme facturación de Chez Cigani Ivanovići, ya que consideraba que los gitanos ricos, una vez alejados de la miseria y la desgracia, se convertían en infelices, al quedarse sin el sentido que daba a su vida tener que luchar: “En realidad, la miseria consiste en vivir y no saber para qué”. Así pues, de forma paradójica, teniendo en cuenta su activismo en pro de la emancipación de los gitanos, en parte se adhería a los estereotipos que les colgaba el resto de la sociedad. Cuando, a partir de los años ochenta, en serbocroata se empezó a popularizar la palabra rom para designar a los gitanos –por ser un vocablo romanó desprovisto de connotaciones negativas– Žarko mostraba cierta indiferencia. A la pregunta de si se consideraba rom o gitano, contestaba entre burlón y poético: “A una rosa le puedes cambiar el nombre, pero su olor seguirá siendo el mismo”.
En 1984, Žarko ingresó en el hospital por un cáncer de hígado, aunque su familia se lo ocultaba para que no sufriese, y su hijo Perica le intentaba dar ánimos: “Papá, los médicos dicen que vas a mejorar. Te compraré una caravana nueva y volveremos a tocar juntos”. Como sus ingresos en los restaurantes se basaban en las propinas, apenas había cotizado en la seguridad social francesa. Tampoco había cobrado jamás un céntimo por los derechos de autor de Dželem, dželem, así que tuvo que ofrecer a los doctores unos cuadros antiguos para costearse el tratamiento. Fue en vano, porque murió en el hospital con 62 años. Dejó sus escasos bienes a la organización internacional antirracista MRAP (Movimiento contra el Racismo y para la Amistad de los Pueblos) y recibió sepultura en el cementerio de Montmartre. Además de su nombre, en la lápida de su tumba se encuentra grabada una balalaica, el instrumento con el que Žarko popularizó la música romaní. Ya postrado en el lecho de muerte, se había despedido de uno de sus mejores amigos con una frase enigmática: “Antes solo éramos gitanos los roma. ¡Ahora vosotros también sois gitanos!”.
Respondiendo a preguntas de un periodista montenegrino, el músico y cantante gitano Žarko Jovanović trazó su propia descripción: “Soy el pobre más rico y el rico más pobre, el feliz más infeliz y el infeliz más feliz. Soy Jagdino, que significa ‘El de fuego’, porque el fuego es lo que me ha afirmado. Solo espero...
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