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Un hombre camina por Santiago de Chile con un cartel en el pecho. Anda abrazado a una frase: “No queremos volver a la normalidad”. Un artista lumínico (Matías Segura) la lee. La modifica, la proyecta en la pared de un edificio. Nueva frase, brotes verdes en medio de la noche: “No volveremos a la normalidad porque la normalidad era el problema”. Corría el 18 de noviembre de 2019. Chile estaba inmerso en una de sus mayores oleadas de protestas. Había toque de queda. Y, tal vez por ello, las guerrillas lumínicas –el Colectivo Contrastes de Matías Segura, Delight Lab, Caiozzama, Lolo Góngora, Nano Stern– proyectaban frases sin descanso. El edificio de la esquina de calle Angamos con Calle Marín era el espacio de proyecciones de Segura. Había muchos más. La mayoría de la prensa ocultaba el estallido. Las paredes hablaban. Recogían frases que parecían brotar del subconsciente colectivo. Lemas, deseos, demandas. Frases que desempeñaban el papel que el capitalismo reserva a los neones comerciales.
El clima insurreccional había interrumpido, especialmente en la capital, el triturador ritmo del neoliberalismo chileno. Gentes armadas de láseres se defendían de las fuerzas policiales. Drones ciudadanos entorpecían el vuelo de helicópteros. Brigadas populares organizaban la salud, la alimentación y la autodefensa en los barrios. Gracias a la frase de aquel hombre desconocido, me comenta Matías por mail, él logró observar “la falta de dignidad de la población chilena”. Luz, acción. “No volveremos a la normalidad porque la normalidad era el problema”. Clics, píxeles. La frase se hace viral. Sintetiza, expandiéndolo, el espíritu de la revuelta. Las proyecciones visuales terminaron por ser, me cuenta Matías, “una instancia de encuentro” y “amplificaron el alcance de las demandas sociales”. La vida antes de la revuelta –la normalidad– se antojaba lejana, caducada, inservible.
La llegada de la pandemia de la covid enfrió el estallido chileno. Sin embargo, la frase del hombre desconocido creció, mutó, recorrió el mundo. Y reverberó renacida en el magma de la pandemia. Cuando muchos países activaban su primer confinamiento, el indio Vijay Prashad, director del Instituto Tricontinental, usó la frase de la proyección de Matías como título de un artículo en el que defendía que la privatización y la austeridad no son más eficientes que las instituciones estatales. Unos meses después, la Red de Conceptualismos del Sur lanzaba la campaña #LaNormalidadEraElProblema, para construir “paradigmas, alianzas y prácticas que nos orienten hacia otros horizontes”. Querían impugnar la “monstruosa realidad normalizada”. ¿Cómo sustraer de la mercantilización nuestras casas, barrios, ciudades, pueblos; el agua, el aire, el espacio público, el medioambiente natural y urbano?, se preguntaban.
Desde Montevideo, el colectivo Microutopías Press se sumó a la campaña #LaNormalidadEraElProblema con la serie Volver adónde?. La pregunta se superponía a diferentes imágenes: un black friday de consumismo desbocado, una patera atiborrada, fuerzas de represión, una fábrica de producción masiva. La normalidad, esas fotografías: un planeta insostenible en la senda del no retorno. ¿Volver al capitalismo gore descrito por la mexicana Sayak Valencia?, ¿a un mundo en el que los cuerpos son un territorio fronterizo y vulnerable donde opera un decadente capitalismo tardío?
Ahora que la mayoría de gobiernos –especialmente los del hemisferio norte– quieren acelerar la vuelta a la normalidad, conviene repetir hasta la saciedad algunas preguntas. ¿Volver a dónde?, ¿a qué normalidad? Conviene rebobinar. ¿Dónde estábamos? Contaminación, estrés, ansiolíticos, individualismo, desigualdad, paraísos fiscales, sistemas públicos de salud debilitados, política representativa tóxica, energía en manos de oligopolios sin escrúpulos, control fronterizo, odio contra los más débiles. ¿Volver a dónde? Pero si nos habían echado de nuestros barrios; nuestros antiguos hogares eran ya apartamentos de Airbnb; en las calles donde antes había tiendas proliferaban establecimientos de cupcakes para turistas; las ciudades estaban surcadas por flotas de Uber con conductores precarizados. La normalidad era eso: coches (casi) vacíos contaminando el aire y atascando nuestras ciudades. Más normalidad: continentes enteros saqueados por el capitalismo, éxodos masivos de refugiados, un cambio climático casi irreversible, estatuas de antiguos esclavistas en urbes de todo el mundo, feminicidios por doquier. ¿Volver a dónde?
Cuando se produce una pandemia, escribía Vijay Prashad, el modelo de austeridad del sector privado se desmorona. Cuando se interrumpe el ritmo productivo que (des)gobierna el mundo –ya sea por una revuelta o por una pandemia–, la normalidad previa se antoja distópica e inservible. Y en los intervalos, en los entretiempos, en las interrupciones, surge la posibilidad de cuestionarlo todo. Bruno Latour, en uno de los textos más profundos del primer confinamiento, incidía en esa oportunidad: “Si todo se detiene, todo puede ser cuestionado, clasificado, interrumpido para siempre. A la petición del sentido común: ‘Reiniciemos la producción lo más rápido posible’, debemos responder con un grito: ‘¡Por supuesto que no!’ Lo último que deberíamos hacer sería replicar todo lo que hicimos antes”.
La nueva normalidad bien podría ser una subnormalidad. Asumamos sin complejos el prefijo sub para disminuir niveles de producción, aceleración, horas de trabajo, contaminación, desplazamientos innecesarios, crecimiento, especulación y beneficios de las multinacionales. En esta nueva (sub) normalidad, escribía Tania Adam para la campaña #LaNormalidadEraElProblema, “tiene que haber espacio para la reparación, porque las celebraciones de cualquier relato del triunfo colonial y esclavista son incompatibles e insostenibles”. Deberíamos cuestionar, como apunta Latour, cada una de las conexiones supuestamente esenciales. Y experimentar lo deseable y lo que ha dejado de serlo. Recordar qué hicimos y qué dejamos de hacer en los momentos más duros de la pandemia, cuando la vida pendía de un hilo. Lo esencial: hierba creciendo en infraestructuras abandonadas, el banco de alimentos del barrio, el grupo de WhatsApp que nos conectó por primera vez con nuestros vecinos, viajar a lo ignoto de lo más próximo, comprar comida a quien la produce aquí al lado, redes de apoyo mutuo, encontrarse con familiares y amigos, valorar los servicios públicos que salvaron tantas vidas. Hacer lo que verdaderamente nos gusta aunque el mercado no le otorgue ningún valor. Especialmente si nuestra pasión está fuera del circuito mercantil, abracémosla. Escribamos libros, cuidemos flores, cantemos en medio de la calle, confiemos en desconocidos, caminemos, hagamos cosas inútiles, bailemos.
La normalidad era el problema. Que proyecten la frase una y mil veces, por favor. Que las palabras luminosas sustituyan de nuevo a los neones comerciales. Si los políticos insisten en volver a la normalidad, hagamos carteles, camisetas, dibujos, bolsas, posavasos, canciones, marchas, neones en bares y congas festivas en las plazas. Y, sobre todo, vivamos como si todo estuviera todavía interrumpido. Concentrémonos en lo esencial.
Un hombre camina por Santiago de Chile con un cartel en el pecho. Anda abrazado a una frase: “No queremos volver a la normalidad”. Un artista lumínico (Matías Segura) la lee. La modifica, la proyecta en la pared de un edificio. Nueva frase, brotes...
Autor >
Bernardo Gutiérrez
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