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IMAGINACIÓN RADICAL

Elogio de las malas hierbas

La revolución comienza con una brizna de paja. Continúa con guerrillas verdes arrojando bombas de semillas. Y prosigue con millones de jardines desmelenados: sin cuidar, sin podar, sin pesticidas. La revolución pasa por la ‘desjardinería’

Bernardo Gutiérrez 9/08/2021

<p>Imagen de apertura del artículo <em>La nature dévore le progrès et le dépasse</em>, de Benjamin Péret, publicado en la revista <em>Minotaure</em> en 1937.</p>

Imagen de apertura del artículo La nature dévore le progrès et le dépasse, de Benjamin Péret, publicado en la revista Minotaure en 1937.

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—Con la destrucción de la humanidad a la vista, ¿puedes todavía tener esperanza adhiriéndote a una paja? —preguntó un joven, con un deje de amargura.

—Si la gente supiera el valor real de esta paja podría iniciarse una revolución humana con la fuerza suficiente para mover el país y el mundo.

Fukuoka desarrolló un método de cultivo cercano al no-cultivo: no arar, no fumigar, no plantar, no retirar la paja, no quitar las hierbas

Esta conversación aparece en La revolución de una brizna de paja, el long seller del japonés Masanobu Fukuoka, el idolatrado padre de la agricultura natural. Fukuoka, tras una crisis existencial, se dedicó a observar pacientemente la naturaleza. Abrazando la filosofía taoista del no-hacer (Wu-Wei), llegó a la conclusión de que el ser humano debe intervenir lo mínimo posible en los procesos naturales. Fukuoka desarrolló un método de cultivo cercano al no-cultivo: no arar, no fumigar, no plantar, no retirar la paja, no quitar las hierbas. La revolución comienza con una brizna amarillenta. La paja se descompone, nutre el suelo, crea mantillo. Las (mal) denominadas malas hierbas protegen el suelo, aportan nutrientes, atraen polinizadores, espantan plagas. El método Fukuoka se completa con las nendo dango: bombas de semillas elaboradas con arcilla.

Fukuoka centró su vida en cultivar tierra en el entorno rural, pero sus bombas de semillas emigraron a las ciudades como herramienta transformadora. La artista Kathryna Miller se pasó una década arrojando bombas de semillas en espacios degradados de las urbes californianas. Las bombas de semillas son la piedra de toque del irreverente movimiento global de jardinería de guerrilla. Y las bolitas de arcilla made in Fukuoka abrieron camino a un amplio repertorio de acciones, colectivos, prácticas sociales e incluso políticas públicas para incentivar la vegetación en medio del asfalto.

Pieza de la exposición celebrada en The Sed ‘Wheatfield. A Confrontation', Nueva York (1982). 

Cuando la naturaleza es arte

Durante el primer confinamiento de la pandemia covid-19, sin servicios municipales de jardinería activos, vislumbramos una “ciudad otra” habitada por hierbas y plantas normalmente vetadas del orden de los jardines. La enrarecida visión pandémica nos permitió visibilizar una ciudad que muchos artistas llevan décadas desenterrando. Una “ciudad otra” en la que la vegetación emana de grietas, agujeros, desconchones, zanjas, escombros y espacios olvidados. Cuando al artista Alan Sonfist le pidieron intervenir en 1965 en un solar abandonado en la isla de Manhattan, decidió plantar especies autóctonas de la época precolonial de Nueva York. El bosque de la obra Time Landscape (paisaje de tiempo) brotó sin las estrictas reglas de la jardinería. Y la naturaleza asumió un papel reservado exclusivamente para el arte. Aquel paisaje de tiempo, como una escultura o una performance incómoda, cuestionaba las verdades asumidas, la calle de dirección única del progreso o la universalidad de los valores occidentales, entre otras cosas. El paisaje de tiempo de Sonfist abrió horizontes a un arte que en aquella época apenas conseguía dialogar con la naturaleza con aparatosas obras de land art alejadas de las urbes. En 1982, Joseph Beuys realizó la intervención 7000 Oaks para la Documenta 7 en Kassel. Plantando siete mil árboles en la ciudad alemana, Beuys aspiraba a “asemejar las ciudades a los bosques y a hacer del mundo un gran bosque”. Ese mismo año, Agnes Denes desplegó una plantación de trigo en ocho mil metros cuadrados, muy cerca de Wall Street, tras encontrar brechas en la burocracia neoyorquina. Su aclamada obra Wheatfield: A Confrontation evidenciaba el abismo entre lo urbano y lo rural. El brillo ocre del trigo de Agnes, durante unos meses, apagó el reverenciado fulgor de los rascacielos, igual que el bosque de Sonfist desinfló la otrora todopoderosa áurea a la ciudad.

Durante el primer confinamiento de la pandemia, sin servicios municipales de jardinería activos, vislumbramos una “ciudad otra” habitada por hierbas y plantas

En los últimos tiempos, el foco de los artistas ha pasado a estar en las (mal) denominadas malas hierbas. En los años noventa el austriaco Lois Weinberger empezó a considerar la vegetación espontánea de las ciudades como una verdadera obra de arte. Rellenaba terrenos con malas hierbas, protegía la maleza con estructuras metálicas, diseñaba líneas de hierbajos atravesando el asfalto. Para la bienal Documenta X, Weinberger plantó en una raíl de la estación de Kassel helechos, cardos y especies del sur de Europa, haciendo que las plantas reavivaran el debate sobre la inmigración. La española Lara Almarcegui es otra de las artistas que aprecia las malas hierbas. Al crear y/o proteger descampados urbanos, Lara posibilita espacios libres de ordenanzas municipales o lógicas de jardinería. 

Las malas hierbas muestran a las ciudades lo que fueron o lo que podrían ser. Son nuestros deseos ocultos, cosas que un día quisimos hacer, sueños postpuestos. Las malas hierbas son chispazos del regocijo íntimo del desorden; son efluvios del placer táctil, el aroma mágico de lo terrestre. Las malas hierbas son un paisaje de tiempo, un antídoto que nos salva de lo que Hito Steyerl denomina junk-time (tiempo basura), el tiempo “malgastado, discontinuo y desatento” fabricado por el ritmo productivo de la postmodernidad. Las malas hierbas son una promesa de equilibrio. Son paz recobrada. Son una feliz subversión que recuerda a los poderosos que no tienen y nunca tendrán el control absoluto. Las malas hierbas, un casi-grafiti, son la dulce venganza de los sin-tiempo, de los no-cultivadores, del no-hacer virtuoso de la tribu fukuokaista

‘Desenjardinear’ el mundo

El clamor de los bosques, de Richard Powers, premio Pulitzer de novela de 2019, incluye una escena que haría sonreír al maestro Fukuoka. Un buen día, Dorothy Brinkman decide dejar de cuidar el jardín de su casa en Nueva York: “La naturaleza salvaje avanza por todos los flancos. Las flores crecen en las ramas. El césped mide treinta centímetros. Está enmarañado, exuberante”. Hay hierbajos y brotes de arce por doquier. Su jardín es ya una “selva en un barrio elegante” que inquieta al vecindario. Mientras Dorothy y su marido observan veintidós especies de aves y sorprenden a un zorro en su jardín, los vecinos acuden para preguntar si tienen algún problema. Se ofrecen a cortar el césped gratis. Ella rechaza la ayuda con amabilidad. Y no responde a las cartas del Ayuntamiento, que pone a su disposición sus jardineros. ¿Quién iba a pensar que los pilares de la sociedad se sacudirían tanto con un poco de verde descontrolado?, se pregunta. Dorothy encontró el sentido de su vida dejando de intervenir en su jardín, asomándose a un desjardín. “Aquí estoy cerca de la línea de meta, amando la vida de nuevo”, le dice a su marido. 

Los desjardines esconden enseñanzas apenas visibles en los momentos cruciales de nuestra existencia. Los desjardines albergan esencias milenarias de la tierra y secretos del planeta por venir. En un mundo en el que las empresas de semillas transgénicas y pesticidas cotizan en bolsa, desjardinear es resistir. Deshacer, descultivar, desjardinear. Del prefijo a la utopía, como escribió Gianni Rodari, desjardineemos para desbarajustar los planes que el mercado tiene para nuestras vidas. Desjardineemos para cortocircuitear los reglamentos que ahogan al espacio público. Para las próximas vacaciones, lo tengo claro: dejaré de viajar a lugares distantes y me sentaré en el borde de los jardines de mi ciudad. Contemplaré con calma el desjardín que todo jardín lleva dentro. Los observaré, sin prisa, como si fuesen cuadros. Como si fueran perfomances de final abierto. Me limitaré –como decía el maestro Fukuoka– a observar la naturaleza, a imitarla humildemente y actuar solo cuando sea estrictamente necesario. Me limitaré a lanzar una bomba de arcilla con semillas de cardos borriqueros cuando el jardín y el mundo que observe me resulten demasiado ordenados.   

—Con la destrucción de la humanidad a la vista, ¿puedes todavía tener esperanza adhiriéndote a una paja? —preguntó un joven, con un deje de amargura.

—Si la gente supiera el valor real de esta paja podría iniciarse una revolución humana con la fuerza suficiente para mover el país y el mundo.

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Bernardo Gutiérrez

es periodista, escritor e investigador hispano brasileño. Ha cubierto América Latina desde el año 1999, como corresponsal en Brasil la mayoría de ese tiempo. Es el autor de los libros Calle Amazonas (Altaïr), #24H (Dpr-Barcelona),  Pasado Mañana (Arpa Editores) y Saudades de junho (Liquid Books).

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