Memoria
Todo para los victimarios, nada para las víctimas del franquismo
El auto del TC, que rechaza el recurso de amparo presentado por Gerardo Iglesias, exsecretario general del PCE, contra la impunidad de los agentes franquistas que le torturaron, ignora flagrantemente la Constitución
Bartolomé Clavero 6/10/2021
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El pasado 15 de septiembre los magistrados constitucionales Juan José González Rivas, Andrés Ollero, Santiago Martínez-Vares, Pedro González-Trevijano, Antonio Narváez, Ricardo Enríquez y Cándido Conde-Pumpido suscribieron un auto que pretende zanjar el asunto pendiente de la impunidad de la dictadura franquista dándole un carpetazo presuntamente definitivo. Los tres miembros operativos restantes del Tribunal Constitucional, María Luisa Balaguer, Juan Antonio Xiol y Encarna Roca, se han opuesto con argumentos que dejan en evidencia, sin calificarlo por supuesto en estos términos, la aberración del pronunciamiento de esa mayoría.
Se trata de un auto de inadmisión a trámite de un recurso de amparo interpuesto por Gerardo Iglesias, quien fuera secretario general del Partido Comunista de España, contra la impunidad de los agentes franquistas que le sometieron en aquellos tiempos a torturas. Un juzgado de instrucción y la Audiencia Provincial de Oviedo habían rechazado la querella con el argumentario de amnistía y prescripción de los delitos denunciados tan habitual en la justicia española. El recurso llegaba al Tribunal Constitucional pertrechado con alegaciones no sólo de un derecho constitucional clave como el de la tutela judicial efectiva, sino también de derecho internacional de derechos humanos sobre verdad, justicia y reparación con el eje principal de la imprescriptibilidad de los delitos contra la humanidad.
El derecho internacional obliga al Estado a investigar los hechos alegados para el esclarecimiento de la verdad en atención tanto a las partes reclamantes como a la entera comunidad política
En palabras del auto del Tribunal Constitucional, Gerardo Iglesias reclama “la garantía procesal de investigación de crímenes de lesa humanidad y de enjuiciamiento de sus responsables” a fin de “obtener una decisión judicial que restablezca su dignidad, reputación y derechos como víctima”. Lo reclaman Iglesias y tantísimas gentes más. Según el propio Tribunal, “la demanda plantea una cuestión jurídica de relevante y general repercusión, en tanto se inserta en una serie de recursos de amparo que vienen planteándose, desde diversas circunstancias fácticas y con variadas consideraciones jurídicas, en relación con las decisiones de no investigar penalmente hechos acontecidos durante la Guerra Civil y la dictadura franquista”. Deja caer la sospecha de que hay una campaña. No nos dice el Tribunal que él mismo es el principal responsable de tal estado de cosas al venir rechazando expeditivamente, sin entrar en materia, tales amparos. Ahora, para justificarse, pues no cambia de posición, elige el recurso de Iglesias. No lo admite a trámite, sino que lo rechaza con la novedad de intentar ofrecer sobre la marcha los fundamentos de su postura. Y punto final según su evidente intención.
Tras la ley de punto final que ha resultado con el tiempo la Ley de Amnistía de 1977, ante la evidencia de que ésta viene perdiendo legitimación social y credibilidad jurídica, llega ahora el punto final de este auto constitucional, el intento de ponerlo de una vez y definitivo. El auto presenta una elaborada antología de los tópicos que ha usado la justicia ordinaria para amparar, no a las víctimas, sino a los victimarios de la dictadura franquista. Ya se sabe: vigencia de la amnistía y prescripción de los delitos como doble llave para la más completa impunidad, no sólo de delitos de sangre y fuego, sino también de expolio económico y de corrupción social. A tenor del propio auto, ante las alegaciones ulteriores del recurso de Iglesias, amnistía y prescripción no parece que ya basten. Hay que habérselas sobre todo con el derecho internacional de derechos humanos tal y como se ha desarrollado en los últimos tiempos, un derecho en buena parte contenido en tratados ratificados por España que, según la Constitución, forman parte del ordenamiento interno en posición no subordinada a la legislación española, casi a la par de la propia norma constitucional.
En sustancia, ese derecho internacional establece la obligación del Estado de investigar los hechos alegados para el esclarecimiento de la verdad en atención no sólo a las partes reclamantes, sino también a la entera comunidad política, así como declara la imprescriptibilidad de todo cuanto implique delitos contra la humanidad, una condición de resistencia al tiempo que, en la lógica de la lucha contra la impunidad, se extiende no sólo en el tiempo futuro, sino también en el pasado. Se trata con todo de que el Estado, por determinación propia y no sólo a instancia de partes, debe garantizar, según la fórmula acuñada por este derecho internacional, verdad, justicia, reparación y garantías de no repetición. En el ámbito del Consejo de Derechos Humanos de Naciones Unidas, existe ahora una instancia específica, la Relatoría Especial sobre la Promoción de la Verdad, la Justicia, la Reparación y las Garantías de No Repetición que tiene publicado un informe razonado y negativo sobre el caso de España por su empecinamiento en no revisar ni amnistía ni prescriptibilidad y en mantener así la impunidad de la dictadura.
Contra viento y marea, el Tribunal Constitucional, por fuerza de su actual mayoría, viene a erigirse en paladín frente a ese nuevo contubernio del derecho internacional. Lo hace, desde luego, de la mejor manera jurídica de la que es capaz: más bien pobre. Su entrada en materia resulta realmente retorcida: “Las exigencias del derecho a la tutela judicial efectiva se verán satisfechas por la resolución de inadmisión a trámite si se fundamenta de forma razonable en la exclusión ab initio del carácter delictivo de los hechos imputados”. ¿Quién lo entiende, con ese lenguaje además tan abstruso, como pensado para que el común de la ciudadanía no se aclare? Si se niega que las torturas franquistas sean delitos, no por puro negacionismo, sino por lo de la amnistía, la prescripción y demás, es la inadmisión del recurso lo que garantiza el derecho a la tutela judicial. Todo el desarrollo del auto se guía por esta lógica perversa de un exacerbado garantismo: todo para los victimarios, nada para las víctimas.
En el derecho internacional se extiende el auto con recorridos lógicos de similar cariz. Lo aborda como si no fuera un derecho en buena parte incorporado a tratados y, por tanto, al ordenamiento interno: “El derecho consuetudinario internacional como fuente penal (es) insuficiente por no responder a los principios de lex scripta, praevia y certa”, dicho así, con el latinajo, como si nunca se dirigiera a la ciudadanía común y se estuviera además citando de un derecho intemporal. Con eso se sienta un principio de legalidad que sirva para sustentar la prescripción. Lo hace de un modo que ya, a estas alturas, no es precisamente el propio del derecho internacional de derechos humanos. Peticiones de principio como ésta, sin más fundamento que la nuda aseveración, se suceden: “Al tiempo de cometerse los hechos denunciados en la querella no existía en el ordenamiento jurídico-penal español la figura del crimen contra la humanidad”. El delito de genocidio tampoco estaba tipificado cuando lo cometió el nazismo. Se acusa además que hay “falta de una tipificación interna” de los delitos del caso, como si no se hubiera integrado en el ordenamiento español ya bastante del derecho internacional de derechos humanos. El auto del Tribunal Constitucional lo ignora flagrantemente.
La Relatoría Especial sobre la Promoción de la Verdad, la Justicia, la Reparación y las Garantías de No Repetición de la ONU tiene publicado un informe razonado y negativo sobre el caso de España
Un repaso sesgado de la trayectoria del derecho internacional de los derechos humanos le sirve al auto para descalificarlo insidiosamente: “Los postulados constitucionales del principio de legalidad impiden que se apliquen en nuestro espacio constitucional figuras delictivas definidas en ámbitos parcialmente ajenos a nuestro ordenamiento de forma abierta, cambiante, no homogénea ni consolidada en una redacción precisa y que, además, no establecen de forma específica la penalidad que corresponde a la conducta sancionada”. Entre tribunales aprenden por lo visto también para lo malo. Ese razonamiento descalificatorio entre líneas del orden de los derechos humanos, algo en sí tan escandaloso, ya lo ha realizado el Tribunal Supremo reaccionando frente a algún amago judicial por abrir acceso a la justicia a las víctimas de la dictadura franquista mediante la aplicación debida de derecho internacional.
Ante tal panorama, los votos particulares de oposición a este auto resultan preciosos. Son dos como está dicho, uno de Roca y otro de Balaguer al que se suma Xiol. La primera es aséptica, no pronunciándose para nada sobre extremo alguno de fondo, pero lo que dice es clave: “Tras estimarse por el Pleno que el presente recurso de amparo cumplía con la especial trascendencia constitucional requerida, considero que se mostraba conveniente haber decidido su admisión y tramitación; y, una vez efectuadas las alegaciones por las partes y el ministerio fiscal, haberse dictado una sentencia”. Parece un reparo formal, pero está poniendo el dedo en la llaga de la aberración del auto. Lo que hacía falta es una sentencia que, como tal, resultase del debido procedimiento contradictorio entre partes privadas y públicas, inclusive la de representación social que puede actuar la parte fiscal. Sólo así el Tribunal Constitucional se habría encontrado legitimado para sentar jurisprudencia, la del auto u otra distinta, pues en esto del fondo Roca se lava las manos. Su trayectoria anterior no augura que fuera ahora a tomar distancia de la doctrina de la actual mayoría. En todo caso, repito que lo señalado es clave. El auto de marras no puede formular e imponer legítimamente la jurisprudencia que contiene porque se redacte como si fuera una sentencia, lo que precisamente no es.
El voto particular de Balaguer acusa más agudamente la misma aberración: “Que el recurso de amparo plantea cuestiones fundamentales para la interpretación de la Constitución, su aplicación, y su general eficacia resulta incontestable. Que dichas cuestiones exigen, por su novedad, del desarrollo de una doctrina que pide adoptarse en forma de sentencia, tras la oportuna confrontación de argumentos de cada una de las partes, también. Y esta exigencia no es meramente formal, sino que está en la base misma de la construcción de la legitimidad de la decisión adoptada”.
El Tribunal Constitucional había evitado afrontar “las cuestiones fundamentales para la interpretación” que plantea el caso y, ahora que se decide, lo hace de esta forma arbitraria imponiendo los prejuicios de una mayoría, pre-juicios en sentido literal por tratarse de opiniones anteriores al procedimiento jurisdiccional obligado. El órgano que debe garantizar la tutela judicial y el amparo ciudadano actúa de forma atentatoria del debido proceso y de la prevención de arbitrariedad.
El órgano que debe garantizar la tutela judicial y el amparo ciudadano actúa de forma atentatoria del debido proceso y de la prevención de arbitrariedad
Balaguer también entiende, como Roca, que, acusado esto, el resto sobra. Si el auto no debe introducirse en cuestiones de fondo, tampoco ha de hacerlo un voto particular. Sin embargo, dado el hecho consumado del golpe de arbitrariedad de la mayoría del Tribunal, se decide a entrar también en materia. Y lo hace de forma que resulta igualmente clave. No pretende sentar cátedra, hacer a la contra lo que la mayoría ha hecho, sino tan sólo poner en evidencia la doctrina sentada por el auto y traerle ante la vista la magnitud de las cuestiones esenciales pendientes todavía tras la pretensión ilegítima de zanjarlas con un auto. Bien ha dicho que afectan a la línea de flotación de la Constitución. A la luz tanto de ésta como del derecho internacional de derechos humanos, para Balaguer, justamente, no sólo por la forma, sino también por el contenido que así se introduce, el auto es ilegítimo. Su voto es casi redondo.
Digo lo de casi porque hay una inconsecuencia, a su vez también clave. Ha dicho Balaguer que sólo entraba en materia, cuando no debiera, por contrarrestar preventivamente esa pretensión ilegítima de sentar jurisprudencia en un sentido que debiera someterse a la contradicción del proceso, no por hacer lo propio en otra dirección. Mas no cumple con su palabra. En conformidad con la generalidad de la justicia ordinaria y con la doctrina del auto da por cerrada, sin esperar al debido proceso, la vía penal que nunca ha estado abierta, proponiendo que se sigan otras vías de investigación y reparación. Era el punto esencial del amparo de Iglesias y resulta que el pleno operativo del Tribunal lo rechaza unánimemente. Tanto debate para esto. Otras vías además no son incompatibles y la de investigación histórica no espera al permiso del Tribunal Constitucional ni de nadie. Llamativamente, un periódico acreditado, El País, ha publicado un editorial en el que prácticamente se limita a celebrar como un logro la inconsecuencia de Balaguer.
En todo caso, ahí está, bien puesta de manifiesto por los dos votos particulares, la aberración aparentemente formal. Para quienes no son juristas, conviene insistir en la distinción entre autos y sentencias, así como particularmente en la limitación de los primeros. La mejor manera de definir lo que sea un auto es de forma negativa: pronunciamiento jurisdiccional que no entra en la cuestión de fondo ni tiene capacidad para resolverla, lo que sólo se puede hacer mediante sentencia. Los autos están para las cuestiones preliminares e incidentales en la marcha del proceso. Sólo al final del mismo, tras las fases necesarias de alegaciones de partes, aportación de pruebas en su caso, consiguiente contradicción y reflexión o deliberación de órgano judicial, se encuentra éste en condiciones de pronunciarse sobre el fondo, lo que hace mediante sentencia.
Tras hacer exactamente lo contrario, después de tamaño alarde, en una deriva acelerada que le conduce a tales extremos de infamia, sólo le falta a esta mayoría del Tribunal Constitucional ponerse a sentar jurisprudencia sobre la marcha a golpe de ratón mediante mensajes de twitter. Hablando en serio, con este y otros lances, el Tribunal Constitucional está convirtiéndose en parte del problema, no de la solución.
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Bartolomé Clavero es jurista e historiador, especialista en historia del derecho. Es catedrático de la Universidad de Sevilla
El pasado 15 de septiembre los magistrados constitucionales Juan José González Rivas, Andrés Ollero, Santiago Martínez-Vares, Pedro González-Trevijano, Antonio Narváez, Ricardo Enríquez y Cándido Conde-Pumpido suscribieron
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