ARTE Y MEMORIA
Todos los nombres
Sobre la obra de Christian Boltanski y qué nombres decidimos conmemorar
Javier Fernández Vázquez 25/11/2021
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Tengo la impresión que decir o escribir el nombre de alguien le devuelve la vida durante unos instantes
– Christian Boltanski
En 1997, cuando aún era adolescente, visité por primera vez el Museo Guggenheim de Bilbao. Años de propaganda, debates, controversias políticas y el propio espectáculo de asistir día tras día al levantamiento progresivo de tan extraña y singular estructura en nuestro paisaje urbano tenían un efecto incontestable: visitar el museo se había convertido en una obligación. Para estar al día en las conversaciones con familiares, amigos y vecinos había que conocer y tener algo que decir –habitualmente precedido del “yo de arte contemporáneo no entiendo nada pero…”– sobre esa asombrosa y cara excentricidad en torno a la cual, nos prometían, iba a girar la renovación del Bilbao sucio y contaminado que había languidecido durante las décadas anteriores. Para satisfacer esa curiosidad que, sin ánimo de que parezca peyorativo, calificaré como provinciana, mi hermano y yo compramos entradas y allí fuimos.
De todas las obras que contemplé aquel día pertenecientes a artistas cuyos nombres no me serían familiares hasta muchos años después, solo una se me quedó grabada en la memoria y me causó una profunda impresión. Era una instalación en un rincón discreto a la que se accedía como a una especie de capilla. Estaba formada por cientos de retratos fotográficos ligeramente desenfocados colocados en las paredes. Para contemplarlos había que moverse entre bombillas encendidas, colgadas a diferentes alturas. Inmediatamente entendí que esos retratos pertenecían a personas que ya habían fallecido y sentí que ese era un espacio de duelo, quizás un lugar sagrado. Un entorno reservado cuya fragilidad quedaba acentuada por la facilidad con la que uno podía tocar y mover involuntariamente las bombillas. Como a tantos otros que ven una obra de Boltanski por primera vez, ciertos elementos y patrones visuales como la textura y contraste del blanco y negro o la acumulación de imágenes me remitieron al Holocausto. Volveremos sobre esto más adelante. Sin embargo, el título de la obra no indicaba nada en esa dirección. Se llamaba simplemente Humanos (1994).
Tiempo después olvidé ese título así como el nombre del artista pero no el impacto que me causó la obra. Ahora sé que las fotografías correspondían a más de 1.100 imágenes refotografiadas, aumentadas y desenfocadas, de procedencia variada: archivos familiares, de colegios, de periódicos o de la policía. De hecho, a este respecto Boltanski, más interesado aquí en una aproximación a la fragilidad del ser humano en general y no a la memoria de cada individuo en particular, no pone objeción a que víctimas y criminales sean indistinguibles. Una estrategia que ya había usado en Detective, Saynètes Comiques (1974) y en su “versión” en España Archives de l’Année 1987 du Journal El Caso (1988), colocando cientos de fotografías de personas que aparecieron durante 1987 en el famoso periódico de sucesos, una instalación en la pared que, de manera muy perturbadora, también me recordó visualmente a los murales y carteles con los que la izquierda abertzale homenajeaba a los presos de ETA.
En un vídeo colgado en youtube sobre la retrospectiva de su obra celebrada en Jerusalén en 2019, Boltanski justifica la manipulación de la fotografía –su ampliación, desenfoque y consiguiente pérdida de definición– atribuyéndola a la necesidad de que estos individuos permanezcan en el anonimato para favorecer una reflexión general sobre la existencia, la muerte y el olvido. Boltanski prefiere, en definitiva, que nadie reconozca un ser querido entre la multitud de imágenes. El periodista entonces le pregunta si a él le gustaría un obituario suyo acompañado de un retrato desenfocado. Tras varios segundos de duda, responde que no lo sabe. Más segundos de silencio. Finalmente dice que ni siquiera le gustaría que le enterraran y que preferiría que su cuerpo fuera “totalmente destruido”.
El 14 de julio de 2021 falleció a los setenta y seis años Christian Boltanski. Este texto no pretende ser un recorrido exhaustivo sobre su prolífica obra sino un comentario sobre cómo algunos de sus planteamientos me han acompañado desde aquella tarde de 1997. Y es para mí, como cineasta, especialmente relevante detenerme en la cuestión de la manipulación de la imagen –la huella, el índice– para pensar en la compleja conexión que hace Boltanski entre anonimato y memoria, más evidente, por cierto, en sus declaraciones que en la riqueza polisémica de sus obras. Pero también me interesa especialmente la existencia de varias obras –¿se podría hablar de una fase de su carrera?– en las que además de renunciar (al menos parcialmente) a la imagen, rechaza totalmente el anonimato en favor de los nombres.
A riesgo de equivocarme con una obra tan extensa como la de Boltanski, el primer trabajo en el que el artista francés dota de centralidad a los nombres propios fue La casa perdida (1991). Se trataba de una intervención en Berlín tras la caída del muro dentro de la exposición colectiva Die Endlichkeit der Freiheit (La finitud de la libertad). En las paredes colindantes con un solar vacío sobre el que se levantaba un edificio bombardeado durante la Segunda Guerra Mundial, Boltanski colocó unas placas con los nombres de sus antiguos habitantes. Muchos de ellos eran judíos que huyeron o que fueron deportados antes del bombardeo.
La casa perdida (1991).| Fuente: Arts Plastiques Collège La Pierre Aiguille
Se trata de una intervención sobria y discreta cuyo impacto emocional reside en la manera en que la existencia de esos nombres multiplica el enorme vacío –la ausencia– entre los dos edificios. Por su uso conmemorativo de los nombres y su emplazamiento en el lugar de residencia de sus portadores, La casa perdida enlaza con el movimiento artístico que James E- Young denominó anti-monumentalismo, más concretamente, con el proyecto conmemorativo de los stolpersteine, iniciado en 1993 por el artista alemán Gunter Demnig. Gracias a la iniciativa de los vecinos del barrio, La casa perdida, cuya presencia iba a ser temporal durante la celebración de la exposición, se convirtió en intervención permanente.
La casa perdida es una de las aproximaciones más directas de Boltanski al Holocausto. Ciertamente, muchos han querido establecer una relación más estrecha entre la obra de Boltanski y el Holocausto, invocando, además, la biografía del artista, hijo de un padre judío que permaneció oculto en un sótano durante dos años para escapar de la persecución nazi. Sin embargo, este marco de interpretación, aún siendo legítimo, limita el alcance de otras obras en las que las alusiones a Holocausto y su imaginería son más bien indirectas o inexistentes. Este es el caso de las siguientes obras que trataremos, en las que Boltanski aborda el trabajo obrero y que, en buena medida, giran alrededor de los nombres y de su acumulación en forma de archivo o registro.
En 1992, realiza Les Archives du Musée d’Art Contemporain de Montréal para el museo del mismo nombre de la ciudad canadiense. Se trata de una instalación permanente en un rellano de la escalera que comunica el vestíbulo con el sótano del centro. Otro lugar discreto, casi oculto. La verja metálica, que forma parte de la propia instalación, aísla 336 cartas de cajón, cada una de ellas con el nombre y la fotografía de todos los trabajadores que participaron en su construcción. En el interior de cada caja hay un objeto elegido por cada trabajador, un recuerdo que permanece, a su vez, vedado a la mirada del visitante. Su colocación cuidadosa en estanterías metálicas y su iluminación tenue remite a lo que Benjamin Buchloh llamó “estética de organización legal-administrativa”, caracterizada por la repetición, el rigor formal y una aspiración a la completitud.
Les Archives du Musée d’Art Contemporain de Montréal.| Fuente: MAC Montréal
Algunas de las 336 cajas metálicas con los nombres y fotos de los trabajadores. | Fuente: MAC Montréal
Esta obra, por tanto, difiere de otras de Boltanski más conocidas en un rasgo fundamental: los nombres. Las instalaciones de la serie Les Suisses Morts (1990-1991), además de una inclinación más obvia hacia la monumentalidad, están basadas en la selección más o menos aleatoria de fotografías extraídas de las páginas necrológicas de periódicos suizos. Es decir, personas muertas debidamente identificadas a las que el artista, como ya hemos visto el principio, retira el nombre y manipula su imagen. Anna Maria Guasch, en su imprescindible estudio Arte y Archivo 1920-2010. Genealogías, tipologías y discontinuidades, escribe: “Las creaciones de Boltanski no pretenden la reconstitución de un evento del pasado, sino la recuperación y la constatación de la memoria como un hecho cultural, antropológico y existencial”. Sin embargo, en Les Archives du Musée d’Art Contemporain de Montréal, para Boltanski es fundamental constatar la individualidad de todos los obreros y que todos ellos mantengan su nombre. Parece como si Boltanski trazara, a través del nombre, una línea divisoria radical entre los vivos –los obreros del museo– y los muertos –los suizos fallecidos–.
Quiero pensar que al centrar su mirada en unos individuos, generalmente anónimos, como son los obreros que construyeron el museo, y recuperar sus nombres, Boltanski realiza un acto de restitución que influye en su obra posterior. De hecho, a su ya mencionada serie Les Suisses Morts se le suma en 1993 una especie de apéndice, un libro, Liste des Suisses Morts dans le Canton du Valais en 1991, que es ni más ni menos que un listado con todos los nombres de todas las personas fallecidas en ese cantón durante 1991. Boltanski, en la cita que abre este artículo, afirma que “decir o escribir el nombre de alguien le devuelve la vida durante unos instantes”. Introduce, pues, en su obra una dimensión de reparación e incluso de piedad.
A principios de los 90, Boltanski empieza a incorporar de manera sistemática los nombres de las personas como elementos fundamentales para consignar la memoria. De esa época es la asombrosa instalación The Work People of Halifax 1877-1982 (1995). En la ciudad inglesa de Halifax se encuentra la antigua fábrica de alfombras Dean Clough –la más importante de Gran Bretaña a finales del siglo XIX– ahora devenida en un complejo comercial y cultural en el que se encuentra el espacio expositivo de la Henry Moore Foundation. La instalación de Boltanski se dividía en varias partes. En la entrada se encontraba una vitrina con el libro que registraba los pagos a los empleados de la empresa. En la siguiente sala, un laberinto conformado por cajas de hojalata oxidadas similares a algunas de las instalaciones de Les Suisses Morts pero, esta vez sí, indicando los nombres que aparecen en el registro.
Las cajas de hojalata eran cajas de galletas, lo cual entronca con las cápsulas del tiempo propias del imaginario infantil y que, de hecho, otros artistas como Andy Warhol también usaron en algún momento como medio, entre otras cosas, para preservar la memoria. Pero estas cajas correspondientes al nombre de cada trabajador y situadas en lo que fue una antigua fábrica implican una presencia espectral, la de aquellos individuos que trabajaron en esas instalaciones. Es pertinente traer aquí la intervención de José Manuel Regal, uno de los sindicalistas en el largometraje El año del descubrimiento (Luis López Carrasco, 2020), refiriéndose a sus sentimientos cuando veía cerrada la empresa en la que había trabajado tantos años:
Siempre me paraba de una forma inconsciente a la puerta de la fábrica. Pero yo no sabía por qué me paraba y es porque yo creo que algo se me había quedado ahí. No sé lo que es, pero algo se me había quedado ahí, en la fábrica, y yo a veces que me esperaba ahí y tal, y un día vino mi hija conmigo y me vio pararme ahí, y dice: “¿qué haces?” y yo: “Pues no lo sé”, “Anda, tira para adelante, tira para adelante”. Pero algo tenía yo ahí dentro, que no sabía, que aún no sé lo que es. Y ahora mismo hay escombros, hay ruinas, hay piedra sobre piedra, hay ruinas (…) hay algo nuestro, no sé si serán fantasmas, pero algo hay nuestro.
Esta sensación espectral se agudiza en la siguiente sala, mucho más abierta, con el suelo totalmente cubierto con prendas viejas extraídas de diversas oficinas de objetos perdidos.
Una disposición que remite a la pérdida pero también al propio pasado textil de las instalaciones, es decir, a la actividad que en ella se desarrollaron cientos de trabajadores y al rastro que dejó. Boltanski afirmó una vez que “trabaja en la transición del individuo al objeto” y esta sala constituye, a mi entender, uno de esos espacios liminales en los que las personas han desaparecido dejando tras de sí una acumulación de objetos huérfanos.
La tercera sala de The Work People of Halifax 1877-1982 se planteaba como una adaptación de su instalación de Montreal. Unas cajas de cartón con los nombres de algunas de las familias cuyos miembros de diferentes generaciones habían trabajado en Dean Clough. En cada caja de cartón, debidamente identificada, miembros de cada familia podían introducir recuerdos de cualquier tipo e, incluso, añadir otros más adelante completando, de esta forma, la transmisión de unas historias personales en una especie de archivo proyectado al futuro en el que tiene cabida el afecto. El conjunto de la instalación, su concepción específica para el lugar en que se exhibe –una ruina industrial convertida en un centro de ocio– y su decidida inclusión de los nombres y apellidos de aquellos que habitaron el lugar denota un respeto particular por aquellos sujetos que trabajaron para manufacturar los bienes y mercancías sobre los que se sustentó la sociedad de consumo. Al igual que en Les Suisses Morts, un libro editado un año más tarde completó el proyecto. Se trata del listado completo con los nombres de los trabajadores que formaban parte de la plantilla de la empresa en el año de su inauguración, los nombres del libro de registro que abría la instalación. 68 páginas. Su título, The Work People of Halifax 1877.
Portada del libro The Work People of Halifax 1877. | Fuente: J.F.V
Parte del listado de nombres que aparece en el libro The Work People of Halifax 1877. | Fuente: J.F.V
En este punto tengo que volver a Bilbao. Hace años, en la cafetería de un hotel edificado justo enfrente del Guggenheim me reuní con Tomás Ariza, un entusiasta experto en arqueología y patrimonio industrial. Le quería preguntar por un grupo muy concreto de trabajadores de Altos Hornos de Vizcaya, la gran empresa siderúrgica vizcaína que tras más de cien años de historia había cerrado en 1996. Quería que me hablara de los carpinteros que habían elaborado a lo largo de décadas miles de piezas de madera como las de las imágenes.
Una de las piezas expuestas provenientes de Altos Hornos de Vizcaya, necesaria para hacer los moldes en los que se fundían las piezas de metal. | Fuente: Futuro Industrial
Otra de las piezas de Altos Hornos de Vizcaya, cerrada en 1996. | Fuente: Futuro Industrial
Estos artefactos, de formas enigmáticas que remitían a las vanguardias artísticas de principios del siglo XX, eran los modelos necesarios para hacer los moldes en los que se fundían piezas de metal para la maquinaria de la fábrica. Durante años habían permanecido olvidados en la fábrica ya abandonada y, tras diversos azares, habían sido rescatados y terminaron incorporándose a los catálogos de establecimientos de antigüedades de gama alta. Tomás Ariza, al saber que estaba investigando la biografía de estos objetos, me entregó el libro de registro de salarios y cobros de todos los carpinteros empleados en el taller en el año de su entrada en funcionamiento, 1944.
Hoja de registro expuesta en la que constan algunos de los nombres de los trabajadores de Altos Hornos de Vizcaya. | Fuente: J.F.V
Por lo tanto, se trataba exactamente del mismo tipo de documento que el que abría la instalación The Work People of Halifax 1877-1982 y que en mis manos, descontextualizado de su origen –al igual que el de la obra de Boltanski– parecía estar dotado del aura de una reliquia. Consigno aquí por cierto los nombres de todos estos carpinteros especializados, también conocidos como modelistas: Evaristo Ortiz, Matías Goicoechea, Melchor Villanueva, Restituto Hurtado, Agustín Castaños, Carlos Eceiza, Alejandro Ovejero, Dionisio Tellaeche, Pedro Montoya, Gonzalo Díez, José Pozo, Moisés Ruiz. The Work People of Halifax 1877-1982 dio paso a la obra más ambiciosa de esta serie de trabajos de Boltanski que giran alrededor del trabajo industrial y de los nombres de aquellos que lo llevaron a cabo. Grand Hornu (1997) es el nombre de una imponente instalación de 40 metros de largo por 5 de alto en las que se encuentran apiladas 3.000 cajas de hojalata.
Cada lata lleva el nombre (algunas, además, una fotografía) de un minero que trabajó en la mina belga del mismo nombre, Grand Hornu, que estuvo en funcionamiento desde principios del siglo XIX hasta 1954 y que, al igual que Dean Clough, forma parte ahora de un complejo cultural y de ocio.
Al igual que Boltanski otros artistas contemporáneos han reflexionado sobre la resonancia particular de los nombres propios, sobre todo a la hora de reflexionar sobre la violencia, el dolor, la memoria y la reparación. Untitled (Death by Gun) (1990), de Félix González-Torres o algunas obras de Doris Salcedo como Palimpsesto (2017) son buenos ejemplos. En el ámbito cinematográfico se puede destacar el fragmento de la película de Thomas Heise, Heimat is a Space in Time (2019), que nos muestra el listado completo con los nombres de un grupo de deportados judíos durante la Segunda Guerra Mundial.
Listado de los nombres de un grupo de deportados judíos que aparece en Heimat is a Space in Time (2019).
A modo de rodillo y, empezando por la letra “A”, los apellidos pasan ante nuestros ojos mientras el espectador sabe que de manera irremediable la lista llegará a la “H”, correspondiente a la familia del propio Heise. Incluso en literatura, sin ser yo especialista, he constatado recursos similares como el de Daša Drndić en Trieste (2007). Aquí, la novela se detiene hacia la mitad e incluye, bajo el título “Detrás de cada nombre hay una historia”, un listado con todos los judíos “que fueron deportados de Italia, asesinados en Italia o en los países ocupados por ella entre 1943 y 1945”.
Las listas de nombres siempre han servido para conmemorar y honrar a aquellos que desaparecieron. Es un rasgo muy frecuente en los monumentos oficiales que rinden homenaje a los muertos en conflictos bélicos o en acciones violentas. Se ha escrito mucho sobre ello y los ejemplos son variados: desde las esculturas públicas que en cada localidad de Francia recuerdan a los soldados locales caídos en combate hasta memoriales como el muro del Monumento a los Veteranos de Vietnam de Maya Lin. En todos ellos no solo es crucial consignar los nombres sino que esta lista sea lo más completa posible, que no quede nadie fuera.
Una tarea que, en muchas ocasiones, es básicamente imposible –ningún archivo es completo del todo– pero que permite dispositivos que avivan el sentido de la obra puesto que, frecuentemente, invocan a la colaboración comunitaria para que a la lista se le sigan añadiendo nombres. El caso de la Sala de los Nombres, en el Yad Vashem, el Centro Mundial de Conmemoración de la Shoah, con sus formularios para el registro de supervivientes en su base de datos es paradigmático. O el Community Soil Collection Project, dentro del complejo dedicado a la esclavitud en Estados Unidos que forman el Legacy Museum y el National Memorial for Peace and Justice, en la ciudad Montgomery. Este proyecto en curso almacena en frascos de cristal tierra del suelo en el que hay constancia de que hubo un linchamiento.
Community Soil Collection Project, en The Legacy Museum. | Fuente: Wikimedia Commons
Cada frasco está identificado con el nombre de la víctima. El objetivo es movilizar comunidades locales para identificar y honrar la memoria de todas aquellas personas que fallecieron en estas brutales acciones.
“Los archivos no son nunca completos pues no son un lugar o un corpus de manera absoluta, solo una tendencia a serlo”, escribe Anna María Guasch para explicar cómo Jacques Derrida concebía la condición material del archivo. Ahí residen tanto la debilidad como la fortaleza de estos proyectos memorialísticos y, precisamente, en esa fluctuación se puede situar otra obra posterior de Boltanski, Les abonnés du téléphone (2000). En esta instalación que adopta la forma de una sala de consulta de biblioteca se encuentran los 3.000 listines telefónicos procedentes de cualquier parte del mundo.
Les abonnés du téléphone (2000), de Botanski. | Fuente: Almanart
Aquí no se trata de conmemorar un hecho luctuoso, ni siquiera devolver el nombre a aquellos trabajadores anónimos de la era industrial. Los nombres aquí no pertenecen a un momento pasado o a un lugar y un contexto acotados. Se trata del mundo entero y se trata del presente. O, al menos, de la tendencia.
Cogiendo un camino inesperado, Boltanski retorna en cierto modo al espíritu de aquellas obras suyas en las que prefería desenfocar los rostros. La exclusión de los nombres en aquellas instalaciones funcionaba como recurso para buscar una aproximación más general y abstracta a la cuestión de la memoria y el olvido. En Les abonnés du téléphone, al contrario, se logra una impresión similar mediante la acumulación compulsiva de nombres y la aspiración casi irónica a una completitud imposible. Imposible por obvias razones, como es la no consignación de aquellos individuos sin líneas telefónicas pero también por su inadecuación como recurso para registrar, como una foto fija, un mundo en constante transformación, con sus nacimientos, fallecimientos, cambios de domicilios o desapariciones. De esta manera, no solo funciona como una instalación sobre la obsolescencia inherente al archivo sino también sobre la propia fragilidad del ser humano y de su paso por el mundo.
En lo que sí difiere de obras anteriores es en la relación que propone al visitante. Ya no estamos frente a un altar, ni frente a una instalación cuasi totémica, ni dentro de una fría disposición administrativa, todas ellas frecuentemente iluminadas por la luz tenue de bombillas. Aquí el visitante puede consultar los listines y buscar el nombre de algún conocido o satisfacer su curiosidad por cualquier territorio. Con esta obra, se diría que Boltanski pasara página a una solemnidad, en muchas ocasiones muy cercana al duelo, y entrara en una fase posterior de su trayectoria artística en la que cabría el humor y, quizás, cierta autoparodia.
Con Les abonnés du téléphone cierro este recorrido personal y en absoluto exhaustivo por esas obras de Christian Boltanski que pretendían encontrar y consignar todos los nombres. Y he dejado para el final la conexión que siempre he sentido que existía entre el artista francés y el que para mí es el gran escritor sobre la espectralidad de la memoria y el olvido, Patrick Modiano. De todos los ejemplos posible, quizás sea este fragmento de Calle de las tiendas oscuras (1978) el más ilustrativo:
Detrás de Hutte, unas baldas de madera oscura cubrían la mitad de la pared: había en ellas guías telefónicas y anuarios de todo tipo y de los últimos cincuenta años. Hutte me había dicho con frecuencia que eran herramientas de trabajo insustituibles de las que no pensaba desprenderse nunca. Y esas guías y esos anuarios formaban la más preciada y la más emotiva biblioteca con que pudiera contar nadie, pues sus páginas recogían multitud de seres y multitud de cosas y de mundos desaparecidos, de los que ya sólo esos tomos daban testimonio.
Tengo la impresión que decir o escribir el nombre de alguien le devuelve la vida durante unos instantes
– Christian Boltanski
En 1997, cuando aún era adolescente, visité por primera vez el Museo Guggenheim de Bilbao. Años de propaganda, debates, controversias...
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Javier Fernández Vázquez
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