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Giorgio Morandi (Bolonia, 1890-1964) fue ese pintor italiano ajeno a casi todos los movimientos pictóricos que sucedieron a su alrededor (y cuando digo alrededor abarco todo el siglo XX) y, aunque sucumbió en algún momento al futurismo y a la pintura metafísica, pronto se consagró a los objetos. Algo de Cezanne sí hubo, pero el fuck you a De Chirico y a Carrà son antológicos. Como bien se explica en el recorrido que propone la exposición “Morandi: resonancia infinita” de la Fundación Mapfre (Madrid) por la obra del italiano, el pintor cultivó pocos géneros: el paisaje, el bodegón y algún autorretrato, porque Morandi es sobre todo reconocido por sus cuadros de naturalezas muertas, en los que la loza, los jarrones y los cuencos son los principales protagonistas. Un hombre empeñado en los objetos, en los objetos del mundo, y cuando escribo “mundo”, ese mundo contiene apenas dos espacios: la casa de la calle Fontana en Bolonia en la que vivió toda su vida, y la casa de verano en Grizzana, donde se refugió durante el periodo de guerras.
Casa en Grizzana (1920) de Giorgio Morandi.
Morandi se consagró al bodegón y lo convirtió casi en una religión. Pensaba durante días en cómo ejecutar la obra, realizaba múltiples bocetos, y luego, en solo un par de horas la daba por concluida. Una obra que parece ser siempre la misma, pero no lo es. Cuando nos enfrentamos a un Morandi, nos enfrentamos a la creación de un sistema de pensamiento; muchos artistas pintaron cuadros, pero pocos fueron capaces de sintetizar a través de sus obras todo un sistema de pensamiento. Exige sacrificio. Mirar y remirar. Pensar y repensar. El ojo antes que la mano. Detrás del sacrificio de un hombre, hay varias mujeres sacrificadas, imposible olvidar a sus hermanas que solteras le cuidaron hasta el final, que hasta su muerte le pusieron un plato en la mesa.
Naturaleza muerta (1928) de G.M
La vida y la obra de Morandi son en apariencia monótonas y repetitivas, y, sin embargo, en ese gesto de pintar una y otra vez la misma jarra, el mismo cuenco y la misma botella, todas las preguntas importantes del siglo XX parecen emerger, siseantes. Forma, color, volumen, luz. Pequeñas variaciones, un inmenso work in progress, donde encuentro la susurrante melodía que se impone al silencio que en apariencia envuelve su obra. Cuando el objeto ocupa un espacio, cuando entre ese objeto y otro existe un vacío, Morandi se asemeja entonces un poco a Miles Davis. Parece más músico que pintor. Las notas de color se componen en el silencio del lienzo, y ese silencio es iluminado por una música intensa y secreta. La entonación es perfecta; el acorde es insuperable. Cada nota sostiene a las demás en un equilibrio recíproco, un orden absoluto revelado por esas pinturas y que constituye su eje.
Naturaleza muerta (1936) de G.M.
Vamos pasando nuestros ojos por bodegones sin nombre, vamos percibiendo las gradaciones de color, las ligeras variaciones entre un lienzo y otro lienzo, y comenzamos a percibir, quizá a intuir hacia dónde aspiraba cada cuadro. Las botellas y las cajas de Morandi, ya se coloquen formando una barrera compacta o en una composición más suelta, siguen siempre una disposición controlada, solo en apariencia casual la aleatoriedad, la ubicación de los objetos ha sido minuciosamente estudiada.
Naturaleza muerta (1946) de G.M.
Se dice que en la obra de Morandi no hay huellas de lo humano, y es algo con lo que no puedo estar de acuerdo. Los objetos que pinta Morandi son a menudo objetos familiares, vasos y jarrones que viajan de Grizzana, la casa de verano, a la calle Fontana de Bolonia. En un mundo que estaba en guerra, donde todo hacía pensar en la destrucción, Morandi decidió pintar una y otra vez objetos que lo anclaban, y lo sujetaban al mundo. Al contemplar un bodegón de Morandi siento que no estoy contemplando uno parecido al de los y las artistas holandeses del siglo XVII, en estos de Morandi, no hay trampantojo ni reflejo. En estos de Morandi hay superficies, objetos que se elevan, que no permiten ver más allá. Un bodegón para apreciar el tiempo presente y que a la vez aspira al infinito. Es este Morandi el que termina por conmoverme, el que me hace pensar en esa relación que él estableció con los objetos que todavía pueden verse en su estudio, y las relaciones que los propios objetos establecen entre ellos, un espacio donde lo humano es tan solo anecdótico, donde no importamos. Una especie de cura de humildad. ¿Quién se creyó Morandi para despreciar así la carne de los rostros, las manos tibias, las mujeres bellas, la guerra o la libertad? Morandi que muele sus propios colores. Morandi que es millones de blancos. Morandi que nos enseña la manera en la que la obra cobra forma, desde detrás de los ojos, a la mano, y de la mano, al papel y de ahí al lienzo. Morandi que no es figurativo ni abstracto. Morandi que es tan solo Morandi y que siendo tan solo él es infinito. Recuerdo ahora los versos de “Los Limones” de Eugenio Montale que parecen encerrar todo el pensamiento y la obra del pintor:
Ves, en estos silencios en que las cosas
se abandonan y parecen próximas
a traicionar su último secreto
a veces uno espera descubrir
un error de la naturaleza
el punto muerto del mundo, el eslabón que no resiste
el hilo por desenredar que nos ponga finalmente
en el centro de una verdad.
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La exposición puede verse hasta el 9 de enero de 2022 en la Fundación Mapfre de Madrid.
Giorgio Morandi (Bolonia, 1890-1964) fue ese pintor italiano ajeno a casi todos los movimientos pictóricos que sucedieron a su alrededor (y cuando digo alrededor abarco todo el siglo XX) y, aunque sucumbió en algún momento al futurismo y a la pintura metafísica, pronto se consagró a los objetos. Algo...
Autora >
Deborah García
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