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Mi hija de cinco años tiene algunas dificultades para explicar a qué me dedico. No la culpo: el periodismo deportivo es una profesión abstracta, etérea y, en ciertos momentos, hasta absurda. Mucho más fácil de definir y bonita resulta la de su madre, dónde va a parar. “Los psicólogos se dedican a que la gente no esté triste”. Y punto, mejora eso si puedes.
El caso es que el otro día la pequeña le habló de mi ocupación profesional a su profesora de ballet: “Se dedica a eso del fútbol”, le dijo sin darle demasiada importancia. Ella, la mujer madura y atractiva a la que no me hubiera importado parecerle un tipo interesante en otros tiempos, debió de imaginarme entrenando cada mañana en el césped, jugando los fines de semana, teniendo todas las tardes libres para dedicar a mis hijos como un padre entregado. Da la casualidad, además, de que varios de los padres de sus compañeros juegan en el equipo de la ciudad. Pero mi hija, que es muy honesta y no sabe mentir, la pobre, matizó con un contundente “es periodista”. Y ahí, supongo, la expresión de la profesora devino en una incontenible mueca de decepción porque todos sabemos que mola mucho más hacer las cosas que contarlas.
Aunque hubo un tiempo en el que yo también jugué al fútbol, algo que por otra parte es bastante común. Como me dijo el otro día el guitarrista y letrista de Vetusta Morla, Guillermo Galván (talentoso mediapunta en sus ratos libres), “un altísimo porcentaje de la población española ha soñado con ser futbolista o ha estado muy cerca de fichar por un grande alguna vez en su vida”.
Yo no tuve fuerzas para dejarlo de manera consciente, así que mandé un sms al entrenador con un parte médico ficticio
Siendo sincero, yo no era muy disciplinado. Crecí en un barrio donde había de todo menos campos de fútbol once, por lo que me tenía que desplazar en transporte público para ir a entrenar. La peor época era esta, con la noche irrumpiendo de forma brusca a las seis de la tarde, el frío y la lluvia esperándote en la áspera tierra y cientos de alternativas más apetecibles (podía ser simplemente quedarse tumbado en la cama, escuchando el Nevermind de Nirvana) que calzarse los guantes y ponerte de barro hasta las cejas en estiradas que en su mayoría resultarían estériles. Porque yo era portero, posición cruel ya desde los inicios: o jugabas o tenías que esperar la desgracia del que jugara.
Pero por otra parte había algo que te enganchaba a seguir jugando a sabiendas de que nunca llegarías a nada, era como una de esas relaciones tóxicas que tanto cuesta romper. Yo no tuve fuerzas para dejarlo de manera consciente, así que después de quedarme fuera de una convocatoria en mi primer año como sénior, mandé un sms al entrenador con un parte médico ficticio: triada, me perdía lo que restaba de temporada. Yo estaba en el Viñarock con mis colegas, de pedo, y en el fondo me daba una pena terrible lo que estaba haciendo, una de esas penas tan hondas que solo pueden combatirse con alcohol. Hasta ahí llegó mi carrera como jugador de fútbol, estaba en Primera Regional.
He pensado en toda esa época durante estas maravillosas eliminatorias de la Copa del Rey, en las que equipos de Preferente se miden a conjuntos de Primera División. Sí, ya sé que el sorteo sigue sin ser puro y que estas ideas tienen un punto efectista innegable, pero la verdad es que también sirven para posar el foco sobre un fútbol invisible, el modesto, movido en la mayor parte de ocasiones por toneladas de ilusión ciega, una ilusión a menudo más auténtica que la que se respira en los grandes estadios.
Me tocó cubrir el Victoria (un equipo humilde de A Coruña)-Villarreal y mis ojos se dirigieron rápidamente al portero que ejercía de local. Alejandro López Fernández, Jano, fue el artífice de que su equipo accediera a esa ronda tras parar un penalti ante el Hernani en la eliminatoria previa. Ante el Villarreal fue el mejor de su equipo, y eso que le cascaron ocho.
Pero todo en él irradiaba dignidad y orgullo: sacaba el balón de la red, se levantaba y volvía a pararlas. Así una y otra vez. Animaba a sus compañeros, gritaba, aplaudía, soportando con encomiable estoicidad la goleada. Al finalizar el partido se fue directo a saludar a Asenjo, con admiración sí, pero también con confianza y seguridad, de tú a tú. Creo que no le pidió ni la camiseta.
Y yo le miraba desde la grada con envidia: tal vez con más esfuerzo y sacrificio, con mayor voluntad, podría haber tenido la oportunidad algún día de jugar un partido así. De contarle a mis hijos que yo fui futbolista (sí, futbolista con todas las letras de la palabra), y que llegué a enfrentarme a un equipo que ganó la Europa League.
Y pensé que ya que me terminé rajando de eso del fútbol, estaría bien que intentase ser Jano en el día a día. Que me plantase en medio de la portería con firmeza y decisión, que parase los balones que pudiera y que no me viniese abajo con cada gol encajado; que si un día la vida me marca ocho, o nueve o diez, levantase la cabeza, desafiante, y le preguntase con arrogancia: ¿es eso todo lo que sabes hacer? Y que luego me fuera a casa, satisfecho y tranquilo porque simplemente hice lo que pude. Y siguiera jugando, viviendo, lo que sea, que dentro de unos días hay otro partido.
Mi hija de cinco años tiene algunas dificultades para explicar a qué me dedico. No la culpo: el periodismo deportivo es una profesión abstracta, etérea y, en ciertos momentos, hasta absurda. Mucho más fácil de definir y bonita resulta la de su madre, dónde va a parar. “Los psicólogos se dedican a que...
Autor >
Felipe de Luis Manero
Es periodista, especializado en deportes.
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