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De mi aprendizaje teórico en Ciencias de la Información de la Complutense poco más recuerdo que aquello del emisor-mensaje-destinatario, con o sin ruido en medio del proceso, y de la función de informar, formar y entretener que se nos atribuía al sector. Tan escaso bagaje puede obedecer a que ya entonces estaba más interesado en el periodismo de a pie que en la comunicación, sus pompas y sus obras (lo de la creación de contenidos ni se vislumbraba todavía en el horizonte). O quizás a que, pudiendo afrontar la tarea de cambiar el mundo, o al menos la parte comprendida de los Pirineos hacia abajo, lo de informar, formar, etc. me parecía una bagatela parecida a la misión de limpiar, fijar y dar esplendor que compartían la RAE y las asistentas encargadas de abrillantar la plata en las casas bien.
También se me quedó aquello otro de que la objetividad no existe, pero la manipulación sí. Y los dos ejemplos clásicos. Uno, verídico, el famoso telegrama que le remitió el dibujante Frederic Remington desde Cuba a su director, W.R. Hearst: “Todo está tranquilo. No hay problemas aquí. No habrá guerra. Quiero volver”, y la respuesta: “Quédese. Usted ponga las ilustraciones que yo pongo la guerra”. El otro, un tanto apócrifo, pero perfectamente verosímil, cuando pocos años después el arzobispo de Canterbury llegó a Nueva York y nada más pisar tierra un periodista le preguntó su opinión sobre la proliferación de burdeles en Manhattan. “Ah, ¿hay muchos burdeles en Manhattan?” intentó driblar el prelado de la Iglesia de Inglaterra, que se encontró al día siguiente con el titular: “El arzobispo de Canterbury pregunta al desembarcar si hay muchos burdeles en Manhattan”.
Eran cosas, nos decían, que pasaban en los EUA cuando se acababa el siglo XIX y nacía el XX. Mientras, nosotros comprobábamos por nuestra cuenta que, en el exterior, fuera de la Universidad, en la España real de los estertores del franquismo, los periódicos se limitaban a mentir o, como mucho, a sugerir verdades entre líneas. Y teníamos la esperanza de que, con la llegada de la democracia, habría distintas líneas editoriales y puntos de vista diversos sobre los mismos hechos, pero no cuestionamiento de los hechos. Lo que pasó, como todos sabemos, es que la libertad de prensa tuvo sobre el derecho a informarse el mismo efecto que la liberalización de la telefonía o de la energía sobre los precios. No sospechábamos, al menos yo, que el triple lema de la función periodística acabaría derivando al de notificar, distraer e influir. Me refiero, por supuesto a los medios serios. A los que llamamos medios tradicionales, es decir, a los que tienen una larga trayectoria y no viven económicamente en el alambre (o sí, pero sus deudas son multimillonarias y no pasa nada).
Por ejemplo, aquellos que difunden entrevistas a pelo con negacionistas del covid-19 u otros terraplanistas como un espectáculo circense más, sin ofrecerle al desprevenido lector/oyente el antídoto científico necesario que desmienta o confronte las tesis del entrevistado. O quienes notifican la radical bajada del nivel de los embalses con las imágenes nostálgicas de los pueblos sumergidos, obviando la información de que se han vaciado para generar toda la electricidad posible. O los que ofrecen titulares como: “La pandemia no frena la expansión de los gallegos por el mundo”, como si la emigración obedeciese a la propiedad de difusión de los gases y no a la necesidad de buscarse la vida en otro sitio por parte de quienes no lo consiguen en su lugar de origen y formación.
Otros medios (no necesariamente distintos de los anteriores) han pasado de ser distribuidores de fake news, propias y ajenas, a utilizarlas como arietes. Las usan para crear memes con apariencia periodística para su posterior difusión y consumo viral, como han denunciado recientemente los portavoces de los grupos parlamentarios progresistas. Si el arzobispo de Canterbury desembarcase hoy en el Congreso de los Diputados, los creadores de ruido mediático le interrogarían sobre sus más que probadas experiencias en los burdeles bolivarianos de Manhattan.
Seamos realistas. Informarse cuesta esfuerzo y, siendo más realistas todavía, dinero. Cuesta esfuerzo y dinero tanto a los emisores como a los receptores. Los que se encargan del ruido lo tienen más fácil: la empresa del influencer ultra Javier Negre –repetidamente condenado por informaciones no veraces– ha ampliado recientemente capital con aportaciones de la familia propietaria de Eulen y de la que fue consejera delegada de QuirónSalud, María Cordón Muro. Casualmente, o no, los inversionistas proceden de sectores (atención geriátrica, seguridad y sanidad privada…) a los que benefician los recortes de los servicios públicos. También ha aportado su óbolo el empresario Marcos de Quinto, exdiputado de Cs, a quien también le va viento en popa su recaudación para crear un canal de televisión (reformista y de centro, se supone).
Es indiscutible que cada uno pone su dinero en donde quiere. Normalmente, donde le conviene. Los que hacen negocio con las prestaciones que el Estado debería proporcionar a la ciudadanía parece que lo tienen claro. Y usted, que está leyendo esto, también. El problema es toda esa gente que si ve/oye/lee en algo que parece un medio informativo que el arzobispo de Canterbury anda de picos pardos por Times Square llegue a la conclusión de que, si un periodista lo dice, algo habrá.
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De mi aprendizaje teórico en Ciencias de la Información de la Complutense poco más recuerdo que aquello del emisor-mensaje-destinatario, con o sin ruido en medio del proceso, y de la función de informar, formar y entretener que se nos atribuía al sector....
Autor >
Xosé Manuel Pereiro
Es periodista y codirector de 'Luzes'. Tiene una banda de rock y ha publicado los libros 'Si, home si', 'Prestige. Tal como fuimos' y 'Diario de un repugnante'. Favores por los que se anticipan gracias
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