CRÍTICA
No hay trono sin sangre
A propósito del ‘Macbeth’ de Joel Coen, recién estrenado
Jesús Cuéllar Menezo 15/01/2022
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A punto de iniciarse esta interminable pandemia, Joel Coen decidió emprender una tarea insólita para él: realizar una nueva versión fílmica del Macbeth de William Shakespeare. Su mujer, Frances McDormand, protagonista de varias de las películas más emblemáticas realizadas por él y su hermano Ethan, interpretó a Lady Macbeth en teatro en 2016, y le preguntó si a él le gustaría acercarse al poeta. En teatro, no, contestó él, pero en cine, sí. Por otra parte, su hermano Ethan había decidido apartarse del celuloide durante una temporada y, además, Joel ha confesado que a Ethan no le habría interesado llevar a cabo un proyecto así, aparentemente alejado de los intereses cinematográficos de ambos hermanos.
Sin embargo, Joel Coen sí ve una conexión entre sus obras anteriores y este nuevo Macbeth, ya que, en realidad, la tragedia de Shakespeare “es una historia de asesinatos, sobre una pareja que planea uno, así que yo sentía que pisaba sobre seguro”. Si hay alguien que aún no lo sepa, Macbeth relata la historia ficticia de un noble medieval escocés, Macbeth, que junto a su esposa, Lady Macbeth, y alentado por las profecías de unas brujas, se lanza a lo que podríamos considerar una sangrienta carrera de ascenso social que, dentro del canon shakespeariano, representa el poder destructor de la ambición y del terror que genera en propios y ajenos.
Siguiendo la estela de Polanski, Coen ha dado todavía más relevancia a Ross (Alex Hassell), un personaje menor en la obra original
Este nuevo acercamiento a Macbeth se permite tantas licencias con el texto original como sus antecesores fílmicos, los más señeros de Orson Welles (1948), Akira Kurosawa (1957) y Roman Polanski (1971), referentes de Joel Coen. La versión cinematográfica más reciente, la del australiano Justin Kurzel (2015), también remodeló enormemente la obra original. El mayor de los Coen ha reducido de forma drástica la longitud del texto, con la intención de “aclarar la obra lo más posible” (algo de lo que se resiente especialmente el personaje de Lady Macbeth, cuya evolución, particularmente tras instigar a su marido a perpetrar el magnicidio, resulta menos entendible que en otras versiones). Siguiendo la estela de Polanski, Coen ha dado todavía más relevancia a Ross (Alex Hassell), un personaje menor en la obra original. Además, ha añadido alguna escena nueva a la trama y se ha atrevido incluso a poner en boca del viejo que aparece en dos ocasiones (interpretado, como las brujas de la obra, por una impresionante y versátil Kathryn Hunter), una cancioncilla entonada por el Bufón en el Rey Lear, una obra que Shakespeare escribió años después que Macbeth.
Aunque a estas alturas no sea necesario justificar una nueva versión de cualquier obra de Shakespeare, ya sea en teatro o en cine, tendría interés saber por qué Joel Coen ha elegido precisamente este momento para lanzarse a una empresa así. El director no ha sido muy explícito al respecto, y más bien parece que se dijo: ¿Por qué no? Disponía de los actores, la voluntad, el reducido presupuesto que le permitiría hacerla y, además, no tendría que convencer a su hermano. Sin embargo, sí ha explicitado que su intención era dar primacía al texto, a su origen teatral, pero con un enfoque visual deliberadamente “abstracto”, plasmado en un nítido blanco y negro, de marcado carácter expresionista (la fotografía es de Bruno Delbonnel), lo cual emparenta esta versión, al menos visualmente, con las de Welles y Kurosawa.
En consonancia con ese respeto al marco teatral, todo el proceso de rodaje siguió un esquema infrecuente en el cine, ya que fue precedido de prolongados ensayos, de más de tres semanas, en las que todos los actores acabaron aprendiéndose el texto de los demás e intercambiándose papeles hasta encontrar el tono deseado. Sin embargo, la insistencia en la palabra, que aquí se declama sin la solemnidad de Orson Welles o incluso de Jon Finch (el Macbeth de Polanski), con una fluidez que a veces dificulta recrearse lo suficiente en la profundidad de lo que transmite, no resta en modo alguno trascendencia visual, y por tanto cinematográfica, a la propuesta de Coen, que dota a todo el conjunto de un onírico halo de intemporalidad sumamente inquietante. Rodada totalmente en estudio, la acción se desarrolla en fríos escenarios presididos por una esquemática arquitectura de aire fascista que recuerda a los cuadros de Giorgio de Chirico, y otorga un gran peso a elementos líquidos como la sangre o el agua, que golpean, azotan y acosan constantemente a Macbeth y su esposa. Están, además, los pájaros (que al final de la película adoptarán tintes hitchcockianos), mayormente aves de mal agüero que se diría observan desde el cielo las acciones de los seres humanos o incluso las precipitan.
Mucho se ha hablado de la “diversidad” que presenta la “compañía”, en palabras de Coen y McDormand, que integra este nuevo Macbeth. Por una parte, los intérpretes son de diferentes países y exhiben diversos acentos del ámbito anglosajón, aunque algo parecido se apreciaba ya en la versión de Welles y en la más reciente del australiano Justin Kurzel, protagonizada por el germano-irlandés Michael Fassbender y la francesa Marion Cotillard. Por otra, en el reparto hay una fuerte presencia de actores negros, empezando por Denzel Washington (Macbeth) y Corey Hawkins (Macduff). Aunque la producción ya estaba en marcha cuando en mayo de 2020 se produjo en Estados Unidos el asesinato de George Floyd por parte de un policía, lo cual reavivó el movimiento Black Lives Matter, la opción de utilizar un reparto racialmente mixto no puede escapar a interpretaciones condicionadas por ese momento.
En 1936, Orson Welles montó en un teatro neoyorquino su llamado Macbeth Vudú con un elenco totalmente negro, algo absolutamente inaudito en la época, aunque en su versión fílmica posterior todos los intérpretes fueran blancos. En las obras de Shakespeare, la diversidad racial se fue incorporando con más facilidad a las tablas que al celuloide, pero hasta 1981 no se volvió a ver en un gran coliseo un Shakespeare con un reparto totalmente negro. Fue en el National Theatre británico, con un montaje de Medida por medida. El propio Denzel Washington, protagonista de la versión de Coen, había participado en varios montajes teatrales shakespearianos antes de interpretar a Don Pedro, príncipe de Aragón, en Mucho ruido y pocas nueces (1993), de Kenneth Branagh. Existe, además, una interesantísima versión africana de Macbeth (Makibefo), rodada en Madagascar por el director afro-británico Alexander Abela, en 1999.
Corey Hawkins en La tragedia de Macbeth. / Apple TV
Según el crítico estadounidense James Shapiro, “ningún actor negro había participado hasta ahora en una versión comercial de Macbeth”. Es decir, Hollywood no había incluido a ninguno en sus versiones de la obra. Y resulta difícil interpretar con claridad qué pretendía Joel Coen, si es que pretendía algo, más allá de encontrar a los mejores intérpretes para su versión, al encomendar, por ejemplo, el protagonista de su Macbeth a Denzel Washington, convirtiendo a la pareja protagonista de la tragedia en interracial.
Una guerra contra los niños
La crítica literaria Carol Chillington Rutter ha señalado que “la guerra de Macbeth hacia el futuro es una guerra contra los niños”. Es decir, contra los hijos del rey Duncan al que asesina y, sobre todo, contra la descendencia de su lugarteniente Banquo, también presente en las profecías de las brujas. Las versiones de Kurosawa y Justin Kurzel hacían más hincapié en el origen de ese odio a la infancia: los Macbeth no tienen hijos, seguramente porque han muerto, y, por tanto, carecen de herederos. En la versión de Coen, probablemente sea la matanza de los hijos de Macduff, ordenada por Macbeth a espaldas de su esposa, lo que precipite la atormentada enajenación de esta. Pero esa posibilidad no se hace explícita. Por el contrario, Kurosawa y Kurzel, mediante escenas añadidas al texto original, sí subrayan esa carencia crucial. En Trono de sangre, el Macbeth de Kurosawa, el aborto que sufre Washizu Asaji (Lady Macbeth) la induce a pedir a su marido la muerte de su lugarteniente y de su hijo, además de precipitarla hacia la locura. Por su parte, Kurzel inicia su película con el desgarrador entierro del pequeño hijo de los Macbeth en un desolado paisaje escocés y somete a su Lady Macbeth (mucho más vulnerable que la Frances McDormand de Coen u otras encarnaciones fílmicas del personaje) al tormento de un sueño en el que ve a su hijo muerto.
En todo caso, los niños, su amenaza y su promesa de futuro, están ahí, con todo su potencial dramático y visual en este Macbeth. Las brujas le pronostican que será rey, pero que, a diferencia de su compañero Banquo, no será padre de reyes. El final de Macbeth, en el propio texto de Shakespeare y en todas las versiones comentadas, anuncia con pesimismo la imparable repetición de la matanza, la lucha por el poder a toda costa. Y los niños, que en algún momento serán adultos, llevarán espadas y coronas parecidas a las del homicida Macbeth, y repetirán una y otra vez el sinsentido de la existencia. En sus últimas horas, Macbeth llega a la conclusión de que “La vida... no es más que un cuento contado por un idiota, lleno de ruido y furia”. Y al mirar a nuestro alrededor, en estos tiempos aún pandémicos y crecientemente polarizados, poco cuesta estar de acuerdo con él, y con la pertinencia de volver una y otra vez a Shakespeare.
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Macbeth de Joel Coen se puede ver a partir del 13 de enero en Apple TV+
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