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Estas Navidades mi casa fue un caos total. El primer día de vacaciones mi hija enfermó y cuando ya se estaba recuperando yo caí enferma. Así que pasé de ejercer cuidados a ser yo la que los tuvo que recibir. Entre medias tuvimos que anular reuniones familiares –en una época de nuestras vidas en la que puede que algunas personas queridas ya no estén el año que viene– y quedadas con amigos, por no hablar de que nos gastamos, como España entera, un dineral en tests de antígenos. La última vez que enfermé fue antes de la pandemia. Recuerdo el trasiego de túpers con sopas y comida casera para tentar al apetito, los ofrecimientos a hacer compañía y cuidar –que, aunque rechazados, no son menos agradecidos– y sobre todo la seguridad que daba saber que el centro de salud de mi barrio gijonés no se había convertido en un búnquer de cemento inexpugnable: te cogían el teléfono a la primera, te daban cita presencial y podías acudir a urgencias sin temor a que te metieran un bastoncillo por la nariz antes siquiera de preguntar qué te pasa. Sin embargo la diferencia más brutal es que se podía estar tumbada en la cama dejándose llevar por la fiebre, la frustración y la autocompasión con la conciencia tranquila, sin la sensación abrumadora, mientras esperas el resultado de tu test casero, de que has violentado las normas morales por contagiarte. Tras casi dos años de machacona propaganda moralista, en la que hemos tratado un problema de salud pública como si fuera un debate moral sobre el comportamiento en sociedad, el contagio se lee como una transgresión, un fallo como ciudadano. Dos años en los que hemos sustituido la precaución, los cuidados y la información por el terror, el aislamiento y el sensacionalismo, en los que hemos aprendido a analizar y juzgar nuestras rutinas y movimientos para poder discernir en qué hemos fallado como buenos ciudadanos, cómo hemos podido contagiarnos y, lo que es más aterrador, quién ha podido contagiarnos. De repente todo lo que sabíamos sobre cómo gestionar nuestra salud no servía: nada de acudir al médico, en caso de enfermar la solución estaba en aislarse y solo acudir a urgencias cuando ya luchabas por respirar. Lo importante era no colapsar el sistema sanitario y por eso la primera decisión fue cerrar a cal y canto los centros de salud y desmantelar la atención primaria. Tras años de liberalismo civilizado, austericidio sensato y colaboración público-privada, resulta que teníamos el sistema sanitario hecho unos zorros, con poco personal, poco material y peor equipamiento. Resulta tentador pensar cuántas vidas se hubieran salvado si hubiésemos contado con un sistema público más robusto o si no hubiésemos convertido las residencias de ancianos en suculentos negocios. Cuando faltan camas, respiradores y personal la alternativa es el confinamiento, el triaje deshumanizado y cargar de culpas a la ciudadanía. Es más sencillo cerrar negocios, imponer toques de queda y disciplinar con mascarillas hasta en la cumbre del Naranjo de Bulnes, que reconocer que las políticas económicas de los últimos cuarenta años nos han llevado al borde del desastre. Las olas de contagios se han ido sucediendo con disciplina prusiana y, sin embargo, han ido cogiendo por sorpresa a nuestros gestores mientras el resto hemos ido normalizando las prohibiciones, los cierres, los pasaportes sanitarios, la desconfianza en los demás, la culpa, el aislamiento, el terror o que únicamente las conductas que están relacionadas con nuestro tiempo libre: los bares, los cines, los museos, los parques… sean las responsables de los contagios. Nunca los medios de transporte abarrotados, las oficinas o los centros comerciales.
En este circo de diecisiete pistas en el que ha convertido la gestión de la pandemia, en el que Ayuso es el payaso principal pero no el único, hemos visto a presidentes de Principados hacer desaparecer la atención primaria, cerrar camas de hospital, tener conflictos con los trabajadores de las residencias, despedir por miles al personal sanitario y de educación, hacer méritos para ser ministro en Madrid (el sueño húmedo de todo político asturiano), permitir que desaparezca la industria del aluminio, tomar decisiones desaconsejadas por su principal asesor en salud pública y pedir la dimisión de Garzón cuando este sale alabando la ganadería asturiana porque ya no vale con ser tonto, también hay que parecerlo. Hemos llegado a esta sexta ola agotados, hartos, más pobres y abandonados. Hemos aprendido a autodiagnosticarnos, autoconfinarnos, automedicarnos y a darnos el alta y la baja laboral. Hemos normalizado sentirnos miserables y culpables por caer enfermos. Mientras, la política española se gripaliza pero lo que nos escandaliza es que alguien lleve la mascarilla por debajo de la nariz.
Estas Navidades mi casa fue un caos total. El primer día de vacaciones mi hija enfermó y cuando ya se estaba recuperando yo caí enferma. Así que pasé de ejercer cuidados a ser yo la que los tuvo que recibir. Entre medias tuvimos que anular reuniones familiares –en una época de nuestras vidas en la que puede que...
Autora >
Silvia Cosio
Fundadora de Suburbia Ediciones. Creadora del podcast Punto Ciego. Todas las verdades de esta vida se encuentran en Parque Jurásico.
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