
Campanillas de invierno.
MabelAmber / PixabayEn CTXT podemos mantener nuestra radical independencia gracias a que las suscripciones suponen el 70% de los ingresos. No aceptamos “noticias” patrocinadas y apenas tenemos publicidad. Si puedes apoyarnos desde 3 euros mensuales, suscribete aquí
Tiene la ventaja de ser corto. Le faltan unos pocos días para ser como los demás. Pero algo es algo, y menos da una piedra. El optimismo impenitente de la condición humana, que nunca me he explicado y que sigo sin saber en qué se apoya, ha inventado el refrán de que “en febrero, busca la sombra el perro”. A mis muchos años, todavía estoy por ver la confirmación de este dicho popular. En febrero todavía hace un frío del carajo, digan lo que digan, como una herencia natural del mes de enero, que se las trae. Como extravagancia no está mal, como aquello de comulgar con ruedas de molino. Acabamos de salir de la famosa cuesta de enero, que tan mala prensa tiene y con sobradas razones. A esas alturas, somos los restos de un naufragio en alta mar, lejos de la costa, que necesitamos el calor, como un muerto un ramo de flores. Nos quedan todavía unas pocas energías, para salir hacia adelante. Cualquier sonrisa tolerable nos hace cerrar los ojos y presagiar la primavera. Como decía Camus, en el hombre hay más elementos dignos de admiración que de desprecio. Y yo le añado: el que no se consuela es porque no quiere. Para consolarnos, hemos inventado ese apelativo de “febrerillo loco”, que a la gracia del diminutivo añade la buena tentación de la locura, que siempre es de agradecer. Lo que tiene de bueno esto es que, durante veintitantas jornadas, solo, con cierta avaricia meteorológica, los días malos se alternan sincrónicamente con los días pésimos y enseguida llegamos a marzo, que no tiene precisamente buena imagen, pero que nos trae en sus alforjas la primavera, cuando estamos a punto de fenecer, y nos quedan solo las resistencias explícitas en el carnet de identidad, que, por lo menos sirve para algo, digan lo que digan las malas lenguas. Pero sea lo que sea, febrero se acaba pronto. Después de la larga, dura, áspera, cruel, insoportable cuesta de enero, febrero es un alivio, una opción deseable, que viene a confirmar aquello de que Dios aprieta, pero no ahoga, se crea o no se crea en Dios. Los días son más anchos, para que quepan más bienes en las alforjas. El sol es más constante, para mantenernos vivos, aunque sea al límite de nuestras fuerzas. El viento viene más ligero, como un abrigo de entretiempo. Y hay menos días para la gestación de las desgracias. Cuando quieres darte cuenta el tiempo reglamentario se ha terminado. Estas virtudes mínimas han llevado a la sabiduría popular, que se conforma con poco y en la que creo menos, a calificar al mes, como antes recordábamos, de loco, lo que tiene más de desprecio que de encomio, digan lo que digan, y a cuajar en aquel citado refrán, del folklore, de dudosa veracidad y de más difícil comprobación, que nos advierte de que “en febrero, busca la sombra el perro”, justificable solo por la rima. Opuesta y más verdadera, nos parece la advertencia de otro dicho anónimo que nos previene de que “por San Blas (3 de febrero) la cigüeña verás y si no la vieres, tiempo de nieves”, que corrobora la hegeliana idea de que todo lo que no es contradictorio, no es real.
Tiene la ventaja de ser corto. Le faltan unos pocos días para ser como los demás. Pero algo es algo, y menos da una piedra. El optimismo impenitente de la condición humana, que nunca me he explicado y que sigo sin saber en qué se apoya, ha inventado el refrán de que “en febrero, busca la sombra el perro”. A mis...
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Luciano G. Egido
Es escritor y periodista. Autor de numerosas novelas y ensayos por los que ha obtenido diversos premios.
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