Debate
¿No ficción? Pues ensayo tampoco
Apuntes sobre el ensayo antes de ser absorbido por la no-ficción
Iván de la Nuez 13/03/2022
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Si el ensayo guarda todavía alguna relación con Montaigne, entonces tiene poco que ver con la No Ficción; ese cul de sac que aguanta casi todo lo que no proviene del cuento o la novela o la poesía y en el que alcanzan su tregua la industria editorial, la academia universitaria y los suplementos culturales. La enésima colonización anglo que desplaza al ensayo en favor del periodismo y la opinión, el True Crime y la biografía, la crónica y el relato de viajes, la cultura comparada y la todología incomparable.
La No Ficción es ese muro contra el que, alguna vez, cualquier seguidor de Montaigne acaba estrellándose. Y ensayar, tal vez, no sea otra cosa que instalar los airbags necesarios para amortiguar el choque.
¿Se puede contraponer la ficción a un Montaigne cuyos Ensayos están construidos, precisamente, sobre la base de enlazar cuentos? ¿Es posible despojar su pensamiento de las historias del príncipe de Gales y el de Epiro, de Platón y Tito Livio, Perseo y Pirro, de los tiranos de Sicilia y los maestros en Corinto?
Pues no.
Sobre todo, si constatamos que ese abanico de historias es mucho más que un alarde de erudición. Gracias a esa sucesión de relatos –muchos de ellos bastante fantasiosos, ficciones puras y duras–, el ensayo se convierte en un arte cuyas conclusiones están más allá de sí mismo, a menudo situadas en el terreno de quien lo lee.
Desde sus orígenes, el ensayo nació interactivo y auto-lo-que-sea : “ensayar es pintarse uno mismo”. Así que defenderlo ante la mole de la No Ficción no implica custodiar una reliquia, un género impoluto, un compartimento estanco. Todo lo contrario. Es sostener una hibridez que ya estaba en su Big Bang y, de paso, dinamitar la remota superstición que continúa situándolo en el lado opuesto de la ficción.
(En ese sentido, hablar de “ensayos expandidos”, o “híbridos”, o “literarios”, añade poquísimo a medio milenio de fragua.)
Desde su aparición, el ensayo asoma como un texto cruzado, que es capaz de alcanzar la magnitud de un río sin orillas que no puede ser mapeado. (Robemos esta frase a un Juan José Saer siempre reticente a considerarse ensayista. O este piropo a Constantino Bértolo: un buen ensayo es aquel que uno nunca sabe dónde va a parar.)
Valga, pues, la insistencia: la lealtad al ensayo va, directamente, contra el apego a la pureza. Es el contrapunto al estudio bien cerradito, con su drama griego de academia y esa inefable secuencia que va del planteamiento al desenlace pasando por el nudo. Los ensayos más fecundos rompen ese encadenamiento. Y son esas esas fracturas las que le permiten a George Bataille advertir que un libro suyo “no se dirige a los hombres cuya vida no es interiormente violenta”. O a Eliot Weinberger fechar un texto de apenas cuatro páginas entre 1499 y 1991. O a Vázquez Montalbán, bajo el seudónimo de Jack el Decorador, acometer la crítica de diseño desde unos episodios que son teorías, tratados de frivolidad, una novela negra por entregas y la parodia de todo eso. O a Severo Sarduy irse de carnaval, medio siglo atrás, para enlazar barroco y posmodernidad. O a Susan Sontag cambiar la teórica por la erótica más allá del evidente anagrama. O a Vivian Abenshushan habilitarle una hamaca a Paul Lafargue para que siga meciéndose en este siglo XXI. O a Paul Virilio, Pedro G. Romero o Verónica Gerber Bicecci especular sobre el mundo y el lenguaje desde las paredes de una exposición.
Estilo y tanteo –¿estilo del tanteo?–, el ensayo nos permite postular el boceto y el borrador, plano y entrenamiento, experimento y simulacro, afinar el piano y afilar la navaja.
Los Beatles solían grabar sus ensayos, incluso antes de esas jornadas registradas en Get Back. Ese documental de Peter Jackson que, al contrario de lo que se nos anuncia, a mí no me parece un experimento para volver a ser un grupo, sino para dejar de serlo. (La práctica de la extinción puede ser tan ardua como tediosa.)
En cualquier caso, no soy (tan) idiota. Sé perfectamente que hay libros de viaje o crónicas o críticas que alcanzan la condición de ensayos (Rastros de carmín, de Greil Marcus, o Video Green, de Chris Kraus, sin ir más lejos). Pero también intuyo que la omnipresencia del periodismo en la opinión, las reseñas críticas y las polémicas ha acabado por condicionar a una industria cultural completamente rendida al qué y desentendida del cómo. De ahí que el arte o la literatura hoy solo funcionen como noticias o novedades, y no como mecanismos por interpretar (tal cual lo sugiere Coetzee).
La pulsión panfletaria (con perdón de Iban Zaldua) tampoco ayuda demasiado. Desde que Marx y Engels publicaran, en 1848, la madre de todos los panfletos, no hay manera de resistirse a este género con megáfono empotrado que viene del libelo romano. No hay quien pueda con esa dictadura del ultimátum: ¡Uníos!-¡Reacciona!-¡Actúa!-¡Yo acuso!-¡Indignaos!-¡Comprometeos!
El truco del panfleto radica en que aparenta espolear al lector, cuando en realidad lo está cubriendo de lisonjas. Más que complicarle la vida, se la facilita. Más que inocularle sus dudas, se las disipa. “¡Tú puedes!”, es el mensaje explícito de esta estrategia que acaba siendo a la política lo que la autoayuda a la psicología.
Y si bien es verdad (gracias, esta vez, Zaldua) que el panfleto nos ha proporcionado obras maestras, en cuanto excavamos un poco nos percatamos de que aquellas que califican como tal son, en realidad, textos camuflados. El contrato social (Rousseau), Las venas abiertas de América Latina (Galeano) El fin de la historia y el próximo hombre (Fukuyama son panfletos disfrazados de ensayo. El Manifiesto Comunista (Marx y Engels), Normas para el parque humano (Sloterdijk) o Literatura de izquierda (Damián Tabarovsky) son ensayos disfrazados de panfleto.
Tampoco es cuestión de declarar una guerra perdida de antemano. Uno también ensaya para la contienda (como lo hacen los simulacros militares). Pero, más que para vencer, para poder salir boqueando después de la derrota. Convertido, si acaso, en un ente duchampiano: un respirador.
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Iván de la Nuez es ensayista. Su último libro es Cubantropía.
Si el ensayo guarda todavía alguna relación con Montaigne, entonces tiene poco que ver con la No Ficción; ese cul de sac que aguanta casi todo lo que no proviene del cuento o la novela o la poesía y en el que alcanzan su tregua la industria editorial, la academia universitaria y los suplementos...
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