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En medio de un aire de banalidad, hay gente que parece flotar en un presente que, paradójicamente, caduca en el instante mismo en que esos seres absurdos aparentan vivir, mientras el tiempo avanza y la peste mundial crece, no tanto por las mutaciones del virus y las muertes, como por la falta de reflexión sobre las causas profundas de lo que nos está matando: pues ¡qué ilusos hemos sido creyendo que la pandemia traería acciones benéficas, que al menos nos abriría los ojos y hasta nos haría pensar! Tan sumidos como estamos en las preocupaciones cotidianas, no es extraño que por las ciudades se propague un aire frenético y ausente. Probablemente, así transcurrieron los días de aquellos indiferentes individuos que hace pocas semanas dejaron morir en la calle al fotógrafo francés René Robert, del que después se hablaría fugazmente en las noticias. Decepcionada, imagino otros casos en que, en similares circunstancias y abandonados a su suerte, solitarios o desamparados, han muerto también viviendo el exilio de su propio mundo. Esta cruda imagen golpea una y otra vez contra el recuerdo que tengo en mi cabeza de aquellas frases bienintencionadas que decían algo así como que la pandemia nos enseñaría a ser mejores personas, más humanos y solidarios, menos egoístas. ¿Alguien lo recuerda? ¿En verdad eso es lo que hemos aprendido? ¿Qué nos ha enseñado hasta el momento esta desgracia? Temo, lectores, no tener una respuesta que me traiga paz, no sé a ustedes.
En unos cuantos días se habrán cumplido dos años de esta pesadilla, una historia sobre la que aún nadie conoce realmente su fin, pero que, desde que comenzó, ha privado a ciertos espíritus del sueño necesario para la vida, mientras que otros se han resignado en aceptar que es mejor seguir como sonámbulos, con lo que alcanzan a recordar y mejor conocen. Así, al ver a las gentes allá afuera, me invade la sensación de que esos sólo esperan perder el tiempo que les queda por vivir, disponiéndose a la plática de bar, al ocio trivial y a ininterrumpidas e insignificantes dosis de narcisismo. Pero la gente sigue viviendo así, mientras espera que algo cambie. Sin embargo, ¿qué puede cambiar y qué esperan? Porque a fuerza de esperar, sabemos, se acaba por no esperar nada.
Pese a ello, no me resigno a aceptar que debamos vivir así, privados de esperanza, con una conciencia de lo estéril, aceptando un mundo y una vida sin grandes ilusiones. Y esto no es otra cosa, en efecto, que la constatación de una podredumbre en el corazón: el sentimiento de lo absurdo, la ausencia del sentido de la vida, un hondo problema sobre el cual se escribió una novela tan lúcida como conmovedora, y de la que se habló al comienzo de la pandemia, pero que seguramente muchos ya habrán olvidado, presas de una inmediatez informativa que se sirve de la actualidad para ocultar lo esencial. Me refiero a la novela La Peste, de Albert Camus. Sin duda, una obra literaria donde se observa con clarividencia ese juego siniestro de los egoísmos, en medio de los cuales se debate el sentimiento de lo absurdo, mezclado con el de la desigualdad e injusticia humanas. Vamos, así, pasando de mal sueño en mal sueño, creyendo como los personajes de La peste: “Esto no puede durar, es demasiado estúpido”; y, sin embargo, “la estupidez insiste siempre, uno se daría cuenta de ello si uno no pensara siempre en sí mismo”.
Y este es el rostro hostil que nos viene mostrando la pandemia, un mar furioso que levanta olas y deja a los náufragos en medio de la nada, en espera de una ayuda más que improbable. Mientras unos mueren, otros aguardan, pero ¿el qué? Para esto tampoco tengo respuestas. Sólo sé que el tiempo sigue su curso, en un sinsentido que ha convertido a los seres en esclavos de la espera, ya que las ciudades se han vuelto grandes salas de espera, sobre las cuales se ha extendido un consentimiento provisional de resignación e indiferencia, un sentido inverso del colectivismo, un escenario que nos ha mostrado la desgracia humana en la que seguimos inmersos, aunque haya algunos distraídos o cínicos que sigan creyéndose libres. No obstante, la verdadera libertad de espíritu y acción, esa que no espera por héroes para que nos la devuelvan, continúa desaparecida. Hace falta valentía y honestidad para superar este absurdo y otras plagas que se avecinan. Eso es lo que nos enseña el personaje de Rieux en La Peste: a luchar con coraje y honradez frente a la miseria, aunque la vida sea una interminable derrota.
En medio de un aire de banalidad, hay gente que parece flotar en un presente que, paradójicamente, caduca en el instante mismo en que esos seres absurdos aparentan vivir, mientras el tiempo avanza y la peste mundial crece, no tanto por las mutaciones del virus y las muertes, como por la falta de reflexión sobre...
Autora >
Liliana David
Periodista Cultural y Doctora en Filosofía por la Universidad Michoacana (UMSNH), en México. Su interés actual se centra en el estudio de las relaciones entre la literatura y la filosofía, así como la divulgación del pensamiento a través del periodismo.
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