Ay, yo no he sido
Malditas imágenes
Las dos escenas de que arranca este artículo se salen del guion. En las dos hay algo de perverso, o de moralmente ambiguo, o de irremediable
Rosa Pereda 14/03/2022
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Hay dos imágenes de esta guerra, televisada en tiempo real, que me han conmovido especialmente. Más que los rostros de las mujeres hispanohablantes o no, más que los niños en los refugios o las fachadas arruinadas, más incluso que la vista de los perrucos que acompañan a las familias en los subterráneos y en el exilio, que me tocan en más de un sentido. Fueron, primero, esa foto móvil del enterramiento de muertos ucranianos en una fosa común. Después, y puede que sobre todo, la vista fugaz de los cadáveres de soldados rusos abandonados en la nieve.
Una había creído siempre, de esa manera de creer que es dar por hecho algo captado en los relatos, sin comprobarlo ni ponerlo en tela de juicio, como si estuviera naturalizado, como si no quedara más remedio, una había creído siempre, digo, que era cosa de los ejércitos en combate el recoger a sus muertos. Que eran mucho más que bajas: eran compañeros caídos. Una se imagina que es posible volver, con bandera blanca o sin ella, y llevárselos para devolverlos a casa. Y que el bando contrario entiende, y en ese momento no mata, aunque no haya tregua. Tirados días y días en la nieve, entre la congelación y la descomposición, representan para mí un último nivel de crueldad y desamparo, en un momento en que la crueldad y el desamparo sobrepasan cualquier límite. Ahora que lo escribo, no antes cuando lo vi y lo sentí, pienso en Antígona: a lo mejor la mía es una mirada de mujer mayor que no podría dejar pudrirse el cuerpo muerto del hijo, del hermano. Sin nombre. Por mucho que haya incumplido las leyes de los dioses.
No sé si la otra es más, o menos, terrible. En una fosa poco profunda, larga como una trinchera, cavada en la tierra, unos hombres tiran los cuerpos, flexibles ya, de víctimas de bombardeos o combates. Envueltos en bolsas plásticas, quirúrgicas, que recuerdan a las de la basura pero que en realidad son las del traslado de cadáveres, simplemente los arrojan, unos encima de otros, a ese largo agujero común, sin ningún miramiento. No hay ningún ritual, no hay ningún gesto de despedida. No hay ninguna oración. Yo no soy creyente, pero creo, con Jung, que hay formas necesarias de la oración, del mantra, del rito, que sirven de apoyo psicológico al duelo, que ponen en común la tribulación y el dolor, que muestran a la vez el rechazo y la aceptación del luto. Esa frialdad sanitaria de esos entierros en la fosa común, sin duda necesarios para evitar mayores males, pero tan utilitarios, tan banalizados, tan mecánicos, me ha conmovido.
Me ha conmovido y, como la otra, me ha dicho mucho de la guerra misma. Y de la comunicación de la guerra. Que esta vez se está contando, a diferencia de otras que nos ha tocado conocer, muy en primera persona, bajando a lo personal e individual, al testimonio y al sentimiento. No, no soy ingenua en el sentido técnico de la palabra. Sé que la cobertura de esta guerra tiene un guion. Y lo busco, tratando de descifrar sus códigos. Pero esas dos imágenes, en realidad esas dos escenas, me parece que se han salido del libreto.
Roland Barthes se peleaba con las imágenes del fotoperiodismo. De alguna manera, su interés extremo por la fotografía, tan importante en su generación, que si no las hace, las escribe o las teoriza: pienso en Susan Sontag, en Marguerite Duras, en Alain Robbe Grillet… Su interés, digo, está en captar su sistema de comunicación. En la presencia de los códigos, entre el fotógrafo y el que mira. En cómo funciona la imagen en el que mira. Pero separa el fotoperiodismo del fotoarte, porque el primero no está para fijarse mucho, vaya; su interés y su prisa están directamente en lo narrado y sólo ahí, en el elemento pincho, el realismo y la espectacularidad, dirigidos a la primera percepción y a una respuesta empática, emocional, en primer lugar. Y moral, en segundo. Simplifico, obviamente. Más, en el fotógrafo de guerra (aunque tenga una cámara de vídeo). Desde 1980, año en que murió Barthes y publicó su libro La cámara clara (lo traduzco yo: lúcida no me gusta), el sistema de comunicación entre la imagen y el que la ve y la lee ha cambiado mucho, aunque las sintaxis (socorro, Mr. Chomsky) sigan indefectiblemente ahí. Y siguiéndole, así, mil años después de leerle, me atrevo a afirmar que los códigos de comprensión se encuentran en las mismas imágenes, que hay que ver dos (¡dos!) para establecer la relación entre ellas y reconocer el sistema. Si se ven muchas, muchas veces cada una, el sistema está servido. Sólo hay que analizarlo. Y luego, deducir las consecuencias sociomorales que se derivan. Porque no hay ni siquiera medios inocentes. Desde luego, mensajes, no. Un trabajo pendiente.
El relato televisado de esta guerra, que es una invasión y una resistencia, se está centrando en las víctimas, en los y las que no hacen la guerra. Las familias en los refugios antiaéreos, con especial atención a los niños, que son la inocencia propiamente dicha, a sus perrines y sus gatucos. Y a los viejos y viejas. Y a las madres: las familias. También se centra en los que huyen del país con todo derecho: la invasión ha sido algo sobrevenido que pone en riesgo sus vidas y sus haciendas. Salir es algo sensato. Quedarse es, además de perder la vida propia, poner más números en la estadística cruel del resultado. Ponerse a salvo, ponerles a salvo, es una tarea ineludible. Y por fin, se centra en los rostros que hablan, casi todos de mujer.
Esos rostros, o mejor, esos discursos, se están refiriendo básicamente a la pérdida, al dolor y al miedo. A la pobreza en que se ha convertido su vida. A mí me han recordado los que aparecían en la cobertura del volcán de La Palma, con las debidas distancias entre desgracia y desgracia, que una cosa es la naturaleza incontrolable, y otra la humanidad incalificable. Pero en el caso de los actos humanos –la invasión– echo en falta el que nada salga de la queja. Y de una errática voluntad de resistencia.
Por otra parte, la cobertura es sólo de los buenos. Nada sabemos de los invasores, de su vida cotidiana, de su moral de combate ni su grado de acuerdo con lo que hacen. Ni de lo que pasa en Rusia, salvo algunas cifras inconcretas e incomprobables. Y no sé si esto es bueno. Ni siquiera si es útil. Aunque soy consciente de la enorme dificultad que ofrecería, de su imposibilidad práctica, la presencia de la prensa en el otro lado... Pero, el cierre por ambos lados de la conexión mutua de los medios de comunicación, de las redes sociales que hoy los sustituyen o los completan, nos privan, a ambos lados, de una información muy pertinente. Nos obligan, a ambos lados, a cerrarnos en lo nuestro. Y a lo mejor esa es la intención: porque conociendo los desastres de la guerra, con los medios actuales, y desde las bases (de ambos lados), podríamos encontrar los caminos para pararla. Que es urgente, estando, como estamos, a la sombra de la Bomba.
Las dos escenas de que arranca este artículo se salen del guion. En las dos hay algo de perverso, o de moralmente ambiguo, o de irremediable. Las dos hablan de lados oscuros de la condición humana. Las dos rompen la unanimidad de las imágenes recibidas. Las dos, malditas imágenes.
Hay dos imágenes de esta guerra, televisada en tiempo real, que me han conmovido especialmente. Más que los rostros de las mujeres hispanohablantes o no, más que los niños en los refugios o las fachadas arruinadas, más incluso que la vista de los perrucos que acompañan a las familias en los...
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Rosa Pereda
Es escritora, feminista y roja. Ha desempeñado muchos oficios, siempre con la cultura, y ha publicado una novela y un manojo de libros más. Pero lo que se siente de verdad es periodista.
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