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Entrada al Centro Cultural de España en México DF. Foto de 2013.
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Los seis años en la central de la Aecid no sólo los dediqué a los centros culturales. Además de Jesús Gracia, que era el director General del ICI, y de Manuel Gómez-Acebo, que era el subdirector con el que trabajaba diariamente, tenían su importancia el secretario general de la Agencia, Luis Espinosa, y el vicesecretario, Luis Herrero. Dos personas muy distintas. Luis Espinosa era el político que había seleccionado Fernando para que dirigiera la Agencia. Venía de la patronal valenciana y era un duro. Primero sacaba el látigo y luego preguntaba. Afortunadamente, su ascenso político se vio lastrado, casi desde el principio, por el incierto destino de unas ayudas para formación que había recibido la patronal valenciana, en los tiempos en que él era el responsable. Luis Herrero ocupaba el puesto de vicesecretario. Se encargaba de la máquina administrativa de la Agencia, como distinguido técnico de la Administración Civil que era. Nadie olvidaba que acababa de ser, hasta las elecciones, subsecretario del superministro Belloch, que unió por un tiempo Interior y Justicia. Un duro del PP para la política y un TAC socialista para la administración.
El primer conflicto que surgió en el área cultural, verano del 96, fue la destitución de Félix Grande de la dirección de Cuadernos Hispanoamericanos. Fernando, como la mayoría de los que seguíamos desde dentro la revista, estaba cansado de la desganada dirección de Félix y pensaba que a Cuadernos le vendría bien un cambio de aires. Le ofreció la dirección a Blas Matamoro, que estaba de subdirector. Corrió el escalafón y la revista siguió su curso. El entorno de Félix montó en cólera y se publicó en la prensa un manifiesto en el que firmaba un montón de gente. En mi ingenuidad, intenté explicar a algunos amigos que Félix trabajaba a su manera y que había estado de director suficientes años. No tuve ningún éxito. Fernando sacó un artículo, en la página de Cultura del ABC, explicando por qué había tomado la decisión de cesar a Félix y nos apuntamos el primer disgusto.
El puesto que ocupé era el que tuvo Pedro Molina desde que llegó de Buenos Aires hasta que se fue a Casa de América. El equipo, sin embargo, no era el mismo
El puesto que ocupé era el que tuvo Pedro Molina desde que llegó de Buenos Aires hasta que se fue a Casa de América. El equipo, sin embargo, no era el mismo. Martín Bartolomé, el argentino experto en exposiciones había fallecido, y Alberto García Ferrer, el también argentino y experto en cine, se había ido a dirigir la escuela de cine de San Antonio de los Baños en Cuba. A Martín le había sustituido un técnico en cooperación, completamente ajeno al mundo del arte. Para el audiovisual, Luis Espinosa se trajo a un joven de Valencia de su confianza. Quien continuaba era el experto en literatura Julián Soriano, que se encargaba de las semanas de autor, el Premio Tirso de Molina y las itinerancias de escritores. Los tres expertos constituían el núcleo duro cultural de aquella oficina. En un segundo círculo, con tareas no exclusivamente culturales, estaban Antonio Papell, que dirigía el Servicio de Publicaciones, al tiempo que editorializaba para el grupo Vocento, y Maimen Díez Hoyo, que dirigía la excelente biblioteca de la Casa.
En una posición autónoma respecto a lo cultural, por la envergadura de su programa, estaba Amparo Gómez-Pallete, que llevaba, derivado del Quinto Centenario, el Programa de Patrimonio y Escuelas Taller. Restauraban edificios emblemáticos por toda Iberoamérica, organizaban seminarios sobre asuntos técnicos y gestionaban escuelas taller asociadas a proyectos de restauración. Dentro de la misma subdirección estaban los temas de ciencia. Gonzalo Guzmán, a quien había conocido en el CSIC en los tiempos de la Residencia, se encargaba de las becas, las ayudas a investigadores y de los viajes de universitarios, que entonces se denominaban Intercampus. Cuando llegué, también estaba en el ICI el programa CYTED, Ciencia y Tecnología para el Desarrollo, con Jesús Sebastián, pero Gracia lo destituyó, un movimiento que el tiempo demostró equivocado.
Para mi tarea, disponía de tres habitaciones en la segunda planta. El despacho, un despacho contiguo en el que se quedó Rosa Serrano, que me ayudaba en todo, y un archivo-almacén, donde se guardaban los papeles y las revistas que nos mandaba la Dirección General del Libro, para que las enviáramos a nuestros centros y a las oficinas culturales de las embajadas.
En la otra dirección general de la Aecid, que se encargaba del mundo árabe, Guinea y Filipinas, lo cultural estaba fragmentado. Había dos técnicas arabistas de mucho peso, Felisa Sastre y Helena de Felipe, y técnicos en cooperación para los asuntos guineanos y filipinos.
El año 98 tuvo sus cosas interesantes. Por una parte, un viaje a La Habana con Santiago Cabanas, para sondear a los cubanos sobre cómo entendían la efemérides. Sacamos en claro que no había nada que hacer con ellos. Para mí fue un aprendizaje. Pude entender que los altos cargos cubanos se sentían en guerra con Estados Unidos, como forma de dar coherencia a sus actitudes y a su trabajo. Visitamos, con Ion de la Riva, que estaba de consejero cultural, al historiador de la ciudad, que se consideraba a sí mismo como un posible protagonista de una posible transición. También visitamos las obras de restauración de lo que sería el Centro Cultural de España en La Habana.
El año 98 tuvo sus cosas interesantes. La primera, un viaje a La Habana con Santiago Cabanas. La segunda, una comisión donde vi cómo historiadores del PP se repartían el pastel y preparaban su asalto a TVE
La segunda cosa interesante fue una comisión de historiadores que montó Fernando Rodríguez Lafuente para la celebración española. Me tocó asistir en representación de la Aecid. Allí se vio cómo los historiadores del PP se repartían el pastel y preparaban su asalto a TVE. La partida la ganó Fernando García de Cortázar, que supo jugar sus bazas, sus libros se vendían mucho, y dos años después consiguió un programa de historia en televisión, tan caro de producción como olvidable. El fiel de la balanza lo manejaba José Varela Ortega, que presidía. En la oposición, si es que se puede decir, se manejaba Javier Tussell que aprovechaba cualquier oportunidad para recordarles que a serio y a trabajador no le ganaba nadie. El momento álgido de aquella reunión fue una sesión, a la que se invitó al responsable de programas culturales de TVE, a quien yo conocía de cuando hicimos El poeta en su voz. Lo invitaron para atacarle sin misericordia y cuando intentó replicar que la lógica de la televisión también debía incluirse a la hora de hacer programas de historia, los ilustres profesores perdieron los papeles. El que hubiera una lógica televisiva, que ellos ignoraban, les parecía irrelevante.
Otro tema en el que se avanzó fue el del cine. Pedro Pérez, que había presidido FAPAE, la federación de productores, pasó a Vía Digital, un invento de Telefónica para fastidiar a Prisa, y acumuló mucha fuerza política. El director general de Cine en el Ministerio de Cultura era José María Otero, un productor socarrón e inteligente. Se alinearon los planetas y se planteó la posibilidad de dar dinero procedente de la cooperación con Iberoamérica a la producción cinematográfica. No estuve en las entrañas del asunto, pero sí en la primera fila de sus efectos. Al director del ICI no le apetecía demasiado enterrar trescientos millones, de pesetas de entonces, en el cine. Villalonga o Moncloa, no lo sé, se impusieron. El tándem negociador estuvo formado por Gerardo Herrero, que había sustituido a Pedro en FAPAE, y Enrique de las Casas, que era la memoria histórica del mundo del cine y la televisión. Desde el principio se decidió que el Programa Ibermedia no tuviera personalidad jurídica propia. La televisión educativa, que sí que la tenía, se había metido en deudas y el ICI estaba escarmentado. De las Casas incorporó aspectos tomados de los programas Media europeos, y el poder se puso en manos de la reunión de directores generales de cinematografía. Recuerdo una fiesta en La Moncloa para sellar el idilio entre el mundo del cine y José María Aznar. Estaban Juan Luis Galiardo, diciéndole a alguien que le iba a abrir la cabeza, Emma Suárez, con su elegante sencillez, y mucha más gente tomando una copita al aire libre. Sucedió hace mucho.
Recuerdo una fiesta en La Moncloa para sellar el idilio entre el mundo del cine y José María Aznar. Estaban Juan Luis Galiardo, Emma Suárez y mucha más gente
Sin tanto glamour, pusimos en marcha un proyecto iberoamericano de archivos. Copiamos descaradamente el modelo organizativo de Ibermedia, pero no resultó tan brillante. Es más difícil convencer a las haciendas públicas de poner dinero en recuperar archivos, por mucho que les hables de memorias compartidas y de tesoros en riesgo. Además, sólo unos pocos de los archivos nacionales de Iberoamérica dependen de los ministerios de cultura. Esa dispersión institucional también limitó la capacidad de expansión del Programa de Ayuda al Desarrollo de los Archivos Iberoamericanos (ADAI).
Entretanto la dirección de Culturales se arruinaba. Santiago Cabanas utilizaba su extraordinaria mano izquierda de diplomático ejemplar para estar en todo, a través de una mesa que coordinaba con la Dirección de Cooperación del Ministerio y gracias a que Miguel Ángel Cortés, entonces secretario de Estado de Cultura, sabía que necesitaba al Ministerio de Exteriores para sus proyectos internacionales. Pero no tenía un duro. Publicaron un libro sobre la historia de la Dirección con una portada que tenía la estructura de una lápida. Se mudaron a un edificio de la calle Atocha y tuve varios viajes con Santiago, porque Fernando se empeñaba en que había que poner recursos de la Cooperación al servicio de la Dirección de Culturales. Unos años después, en el 2000, Miguel Ángel Cortés introdujo Culturales en la Agencia Española de Cooperación Internacional y allí se produjo la transfusión económica. En medio de la depresión, Santiago fichó a un subdirector excelente, Carlos Maldonado, pero a la hora de la verdad, cuando Abel Matutes le ofreció ser su director de Gabinete, no se lo pensó dos veces.
A finales del 98 entró Juan Sell de subdirector. Simpático, literario y teatral mantuvo un apoyo constante a la actividad. Hice con él un viaje fantástico a El Salvador, donde había estado destinado en tiempos de la negociación con la guerrilla. Estaba de embajador Andrés Collado, que nos recibió en el aeropuerto, porque en el mismo vuelo llegaban Ramón Rato, el hermano mayor de Rodrigo, y un Salazar-Simpson que, además de ser su cuñado, dirigía una empresa de telefonía. Estaban conectados a la Fundación Padre Arrupe, que agrupa el jesuitismo de derechas frente al de izquierdas, agrupado en torno a la memoria de Ellacuría y los jesuitas asesinados. San Salvador es una ciudad en la que, tras cualquier puerta importante que se abre, hay un guardia armado. Viajamos a Suchitoto, en el interior, donde al alcalde indígena se le trataba muy ceremoniosamente de usted, con el don por delante, y asistimos a una fiesta, en casa de un potentado ferretero catalán al que se le llamaba Pepete, en la que estuvieron todos los poderes, incluido el presidente de la República, que era entonces Flores.
Cuando se acercó el final de la legislatura y avanzó el proceso legal en el que estaba involucrado Luis Espinosa, se impuso su cese. Desconozco la cocina interna del cambio, pero el hecho fue que el 15 de noviembre de 1999 a Jesús Gracia le hicieron secretario general de la Agencia. Fue el pistoletazo de salida de varios cambios que se fueron sucediendo. Tras las elecciones, Aznar cambió de secretario de Estado. Fernando cesó y ocupó su lugar Miguel Ángel Cortés. Los temas culturales, a su manera, cobraron mayor protagonismo y la Dirección de Culturales se integró en la Agencia. Cortés mantuvo a Gracia como secretario general un año y luego lo mandó de embajador a La Habana. Le sustituyó Rodríguez Ponga como secretario general, y de director de Culturales vino Jesús Silva. El panorama cambió completamente. Los técnicos del ICI quedaron marginados y entraron un buen número de contratados, que se pusieron a producir exposiciones frenéticamente. Artistas españoles para girar por museos latinoamericanos.
En la legislatura anterior, habíamos tenido un programa con el Reina Sofía y llevamos a Sicilia, Arroyo y Barceló. En paralelo hacíamos exposiciones de bolsillo de artistas jóvenes
En la legislatura anterior, habíamos tenido un programa con el Reina Sofía y llevamos a Sicilia, Arroyo y Barceló. En paralelo hacíamos exposiciones de bolsillo de artistas jóvenes para nuestros centros culturales o salas locales de pequeño tamaño. Recuerdo Andar por casa, que preparó Rafael Doctor, 6 pintores españoles de los noventa, que comisarió Mariano Navarro, y varias que hicimos con los premiados del Injuve donde trabajaba incansable Jorge Díaz. El nuevo equipo quería cosas más grandes. Exposiciones individuales con buenos catálogos. Contrataron a Pepe Guirao, que estuvo poco tiempo antes de irse a La Casa Encendida, y a Christian Domínguez, que compaginaba sus ataques de gota con una actividad desbordante. A mí me tocaba el papel de último de Filipinas. La Dirección de Culturales tenía su sede en el Ministerio, que entonces estaba en el antiguo edificio del INI, en la plaza del Marqués de Salamanca. Hacía doble jornada, por la mañana en la sede de la Aecid en Reyes Católicos y por la tarde en Culturales, en aquel edificio de anchos pasillos, que luego hubo que cerrar porque estaba contaminado de naftaleno, y que ahora han vuelto a abrir una vez restaurado. La filosofía de lo pequeño, que habíamos practicado hasta la fecha, se giró con Miguel Ángel Cortés y la llegada de fondos frescos de la cooperación. Mis problemas, sin embargo, no vinieron tanto por ahí, seguía teniendo mucho trabajo y muy interesante, como por los cambios en el Centro Cultural de Buenos Aires.
Rafael Rodríguez-Ponga, ya en la Aecid, acertó plenamente acelerando los trabajos del Centro Cultural de España en México y enviando como directora, concurso mediante, a Ángeles Albert. La había visto trabajar en el proyecto de la neocueva de Altamira y conocía sus cualidades. La finalización de las obras y la apertura del Centro se pusieron a tiro. Sin embargo, en Buenos Aires, Rafael destituyó a Tono Martínez por haber hecho una exposición de León Ferrari. Un artista argentino de fama mundial, que aceptaba exponer en el Centro español, debería ser un mérito para el gestor que lo consiguiera. No fue así. Ponga no soportaba a los artistas que trabajaban la iconografía católica. Le parecían censurables. Además, eligió equivocadamente al sustituto de Tono, que inició una enmienda a la totalidad de lo que se venía haciendo en el Centro. Se consideraba un experto en cultura y desarrollo y trató de aplicar sus ideas de gabinete en la escena cultural porteña. Un disparate que traté de frenar sin suerte. El asunto se enquistó y me sentí desautorizado en mi tarea de coordinador de la Red. Empecé a buscar trabajo. Rodríguez Lafuente me ofreció que le ayudara en la Fundación Ortega. Las conversaciones se atascaron cuando llegó el momento de hablar de condiciones. Sin embargo Pepe Guirao me hizo una oferta razonable para integrarme en el equipo de puesta en marcha de La Casa Encendida y resolví en pocos días. Después de seis años en la sede central de la Aecid, a los que se sumaban los dos de Buenos Aires, era un veterano y me costó pedir la excedencia como funcionario y dejar la casa. Traspasarme a La Casa Encendida era volver a Madrid y a reeditar la puesta en marcha de un centro cultural. Lo que en su momento había vivido con la Residencia de Estudiantes. Era distinto y era lo mismo.
Los seis años en la central de la Aecid no sólo los dediqué a los centros culturales. Además de Jesús Gracia, que era el director General del ICI, y de Manuel Gómez-Acebo, que era el subdirector con el que trabajaba diariamente, tenían su importancia el secretario general de la Agencia, Luis Espinosa, y el...
Autor >
Carlos Alberdi
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