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Retrato del compositor francés Edgar Varèse.
John French SloanEn CTXT podemos mantener nuestra radical independencia gracias a que las suscripciones suponen el 70% de los ingresos. No aceptamos “noticias” patrocinadas y apenas tenemos publicidad. Si puedes apoyarnos desde 3 euros mensuales, suscribete aquí
En esta continuación de ‘Puertas de entrada a la música clásica de los siglos XXI y XXI’ se explora, siguiendo las ideas de Aaron Copland, la segunda de las cosas que hacen la música fácil de escuchar: después de “la melodía clara” y “la abundancia de repeticiones”, el recurso del que más, y más exitosamente, se sirvió la clásica de la segunda mitad del siglo XX para volver a acercarse a un público en buena medida perdido. Antes, se proponen formas de conocer a algunos de los compositores más intimidantes, y se abordan figuras tan fascinadoras como inclasificables. Después, el artículo cierra con una playlist más breve, a modo de propina o bosquejado itinerario alternativo.
Interludio: lo difícil y lo singular
Entre las muchas ideas que obstaculizan el acceso a la música clásica de los siglos XX y XXI está la que pregona su inabordable complejidad. Y es cierto que el siglo XX musical empieza a afirmar su nombre con un triunvirato de figuras unidas por el signo común de lo intimidante: las de Arnold Schönberg y sus seguidores Alban Berg y Anton Webern, conocidos como la Nueva Escuela de Viena y responsables de desmontar por completo el paradigma musical que había estado vigente durante siglos, en busca de unas formas cuya vocación antijerárquica derivaba en texturas disonantes, muchas veces ahuyentadoras. Sus obras, sin embargo, presentan siempre flancos accesibles: lo son, en el caso de Schönberg, las voces alucinadas de su Pierrot lunaire (1912), pero también, antes, la intensidad aún en buena medida romántica de La noche transfigurada (1899), o la impronta explícitamente wagneriana del “Preludio orquestal” a sus Gurre-lieder (1911): “Un gran baño de vapor en Mi bemol mayor, probablemente una imitación del Ring de Wagner”, en palabras de Alex Ross, que considera la textura brumosa, ondulante y sostenida del preludio a El anillo del nibelungo (1876) de Wagner como una forma, aún más antigua que el impresionismo, de protoambient 1. Un género, este, con el que también suele relacionarse a Webern, autor de algunas piezas que engranan bien con él: composiciones brevísimas, esqueléticas, siempre en pugna por emerger (muchas veces con violencia) de entre el silencio, de las que podría servir como muestra la Marcha fúnebre de sus Seis piezas para orquestra op. 6 (1909/10; revisada en 1928), un viaje de inicio insinuante y final amenazador. Por su parte, Alban Berg (de los tres, el preferido del padre del minimalismo Philip Glass), firmó piezas como Sonata para piano (1911), que hace más navegable su superficie ocasionalmente turbulenta por la vía de reducir la forma sonata a un solo movimiento, cuyo material se deriva en buena medida de una única idea.
Edgard Varèse tuvo tiempo para realizar experimentos percusivos audaces y convertirse en pionero de la música electrónica
Y si saltamos de Viena a Francia nos encontramos a otra figura que también impone: la de Edgard Varèse, compositor nacido en París y reubicado en Estados Unidos, que en su larga trayectoria tuvo tiempo para realizar experimentos percusivos increíblemente audaces (su propia forma, futurista y esquinada, de folclorismo) y convertirse en pionero, a una edad ya avanzada, de la música electrónica; el primer gran ídolo musical de Frank Zappa (que llegó a él a través de un artículo de la revista Look que describía Ionisation (1929-1931), una de sus obras principales, como “nada más que percusión: es disonante y terrible, la peor música del mundo”), Varèse también escribió piezas como Le grand sommeil noir (1906), la primera conservada de entre las suyas: un delicado lied para voz y piano basado en un poema de Paul Verlaine.
Es precisamente el piano el instrumento cuyas posibilidades reevalúa otra de las personalidades más decisivas y desafiantes de la música del siglo XX: John Cage. Aunque no lo hace solo: lo precede en ello Henry Cowell2, uno de sus maestros, que en Aeolian Harp (1923) logra una textura suspendida, de gráciles bucles incitantes, al pellizcar y frotar las cuerdas del instrumento. En su primera época, y también en la última, después de sus experimentos performáticos con el silencio, la tecnología y la indeterminación, Cage entrega piezas accesibles, de una delicadeza inusual: lo son, por ejemplo, las dos versiones orquestales, netamente ambient, de Seventy-Four que aparecen en The Seasons (1992), uno de sus últimos trabajos, publicado en la elegantísima discográfica ECM, especializada en jazz ; y lo es, muy destacadamente, In a Landscape (1948), que hace honor a su nombre en su condición paisajística: aunque el paisaje que retrata es un paisaje desolado, quebradizo; lleno de unos ecos y resonancias espectrales que Cage logra mediante el uso continuado de los pedales, y que redondean una composición que remite, una vez más, a Satie. Es a Schubert y Brahms, en cambio, a quienes remite Wasserklavier (1990)3, composición también para piano de alguien no menos intimidante que John Cage: Luciano Berio, nombre central del vanguardismo europeo, famoso por su trabajo con la voz en el marco de la música concreta y por sus obras sinfónicas hipertextuales, que aquí entrega una miniatura recogida e intimista de una placidez inesperada (y que en sus también accesibles Folk Songs de 1964 reimagina canciones populares de Francia, Italia, Azerbaiyán, Armenia y Estados Unidos a través de una voz operística cuyas peculiaridades justifican que en algunas ediciones discográficas se emparejen esos temas con otros de Kurt Weill).
Más allá de los nombres atemorizadores, en la música del siglo XX descuellan también otros que merecen mención aparte por exhibir una capacidad fascinadora construida sobre recursos exclusivamente propios. Es el caso, por ejemplo, del norteamericano Charles Ives, experimentador con las disonancias y los sonidos de su país, que en su célebre, evocadora The Unanswered Question (escrita en 1908, revisada en 1930-1935 y no estrenada hasta 1946), pone a una trompeta y un cuarteto de viento a entablar un diálogo, de un misterio impenetrable, sobre un tejido de cuerdas de entre cuya calma tensa emerge más de un estallido de inquietud; una obra trascendente e inagotable, que existe en un mundo radicalmente singular; una pieza “increíblemente moderna –su arquitectura es de lo más radical–, en algunos sentidos mucho más que lo se hacía en Viena por aquel entonces”, en palabras de Max Richter una vez más.
Morton Feldman, discípulo de John Cage, dibujó una música capaz de lograr una delicadeza insólita y esencial
Es el caso, también, de Morton Feldman, discípulo de John Cage, que dibujó, sobre vastísimos lienzos sonoros, una música capaz de lograr con muy pocos elementos una delicadeza insólita y esencial, suerte de traducción sonora de la estética pictórica del expresionismo abstracto, a la que dedicó la que quizá sea su obra maestra: Rothko Chapel (1971), donde la viola se eleva sobre el silencio para construir frases espirituales, elegíacas.
Y es el caso de Olivier Messiaen, con sus múltiples facetas: la de profesor generoso (de Boulez, Stockhausen, Xenakis); la de inventor de una estética musical capaz de abrazar la consonancia decimonónica y la disonancia poschoenberguiana a la vez; la de pionero de la protoelectrónica, con el uso de instrumentos como las ondas Martenot; la del apasionado de la ornitología capaz de integrar los sonidos de la naturaleza en sus composiciones; la del cultivador de una música religiosa de desacostumbrada pureza, con la que compositores como el propio Feldman podían sintonizar en cuanto a preocupaciones y estilemas. En el centro de su obra clave, el Cuarteto para el fin de los tiempos (1941) (compuesto, mientras Messiaen estaba prisionero en el campo de concentración de Görlitz, para los cuatro instrumentos de los que disponía allí: piano, violín, violonchelo y clarinete), Louange à l’éternité de Jésus reelabora Oraison (una obra previa, de 1937, escrita para ondas Martenot) hasta alcanzar la misma elevación que las notas más altas que, al encaramarse sobre las armonías insistentes y esencializadas del piano, da un violonchelo dramático y vibrátil, de una belleza e intensidad escalofriantes. Una pieza que, escondiendo una construcción libérrima tras una superficie de emotiva limpidez, alcanza una síntesis que se cuenta entre los mejores momentos de la música del siglo XX. Su influencia ha alcanzado a multitud de figuras de tradiciones musicales diferentes, pero igual de distintivas y desafiantes que las glosadas en este apartado: es el caso, por ejemplo, del saxofonista John Zorn, que en el disco Grand Guignol (1992), acreditado a su inclasificable y excepcional proyecto de jazz de vanguardia Naked City, aparca temporalmente su iconoclastia para registrar una toma respetuosa de la partitura de Messiaen (junto con lecturas de piezas de autores “singulares” como Charles Ives o Alexander Scriabin, o de hitos memorables del impresionismo, como La cathédrale engloutie (1910) de Debussy) justo antes de lanzarse en una embestida homicida formada por treinta y dos miniaturas del hardcore más sangrante4.
La abundancia de repeticiones
Exhausta tras el agotamiento de todos y cada uno de los sistemas de normas y paradigmas compositivos (la atonalidad, el dodecafonismo, el serialismo integral, el serialismo total, la aleatoriedad) que la aherrojaron hasta prácticamente ahogarla, la música del siglo XX pareció encontrar una nueva forma de resultar inteligible en la segunda de las vías apuntadas por Aaron Copland en su texto La abundancia de repeticiones. En el minimalismo, la vanguardia con más proyección popular del siglo pasado, las repeticiones no solo son abundantes: son omnipresentes; percutivas, insistentes, martilleadoras, se convierten en el principal motivo estructural de unas piezas literalmente sembradas de ellas. El minimalismo parece transitar al mismo tiempo muchas de las vías por las que la música culta del siglo XX había buscado conectar con la popular: la influencia, sí, de las tradiciones no occidentales (perceptible en la preponderancia de los ritmos monocordes y marcados), pero también una formación compositiva en la que el jazz había adquirido carta de naturaleza décadas atrás, y la música contemporánea compartía técnicas, intérpretes y circuitos con el rock alternativo y de vanguardia.
La escuela minimalista, como la Escuela de Viena, se reduce a unos pocos nombres: los de La Monte Young, con sus obras de dimensiones colosales y variaciones apenas perceptibles; Philip Glass, cuyo estilo inicial, de una severidad sin componendas, se fue suavizando para dar paso a un lirismo de gran potencial cinematográfico; Steve Reich, responsable de una obra que abarca primitivismo rítmico y experimentación magnetofónica para ofrecer la síntesis perfecta de la estética minimalista; y Terry Riley, improvisador espacioso, con un pie en la psicodelia y otro en las tradiciones orientales. Su influencia, no obstante, es perceptible en otros músicos de su alrededor: como John Adams, que suele alternar las texturas minimalistas con una apuesta por una tradición reformulada, que en su obra Absolute Jest (2012) alude a los cuartetos de cuerda de Beethoven; como Julius Eastman, pianista de formación clásica capaz de colaborar en las pistas de electrónica de autor de todo un Arthur Russell, que en su Gay Guerrilla (1979) construye un lento crescendo amenazante; como Alvin Curran, uno de los pioneros de un instrumento, el Moog, que exhibe, en piezas como Songs and Views from the Magnetic Garden: II (1975), unas texturas amables y melódicas por entre las que comienza a asomar la electrónica popular de un Jean Michel Jarre; o como, por poner solo dos ejemplos, Peter Garland o Meredith Monk, de los que hemos seleccionado dos miniaturas para piano de temperaturas emocionales muy distintas.
La capacidad irradiadora del minimalismo lo hizo convertirse en una especie de “estilo internacional” de la música contemporánea. Hay múltiples ejemplos de ello, algunos de los cuales nos llegan desde muy cerca: desde Valencia, sin ir más lejos, donde Pep Llopis invoca al Steve Reich de las grandes dimensiones (el de Music for 18 Musicians, de 1976) para dar a su exotismo percusivo un inequívoco sabor mediterráneo en un disco genuinamente fascinante, Poiemúsia. La nau dels argonautes (1987), que se reeditó en Estados Unidos por su treinta aniversario después de años convertido en pieza de caza mayor para coleccionistas; desde Italia, por su parte, el violín de Giusto Pio en Motore Immobile (1979) se eleva, lírico y sutil, sobre un manto de órgano que remite a las texturas suspendidas e inalterables de La Monte Young, y que prácticamente bordea el drone (una forma particularmente espartana de minimalismo, hecha de piezas donde el sonido, las notas o los grupos de notas se sostienen sin apenas variaciones durante largos periodos)5.
El estonio Arvo Pärt es quizá el compositor de carrera más constante de un trío caracterizado por un éxito comercial inaudito
También hay minimalismo en Holanda, y tiene un color propio: en De Staat (1976), de Louis Andriessen, la clase de coro mántrico tan caro al género se envuelve de vientos henchidos de perceptibles inflexiones jazz (con el saxofonista free Ornette Coleman como influencia reconocida). En países del este como Polonia y Estonia, por su parte, surgió el minimalismo sacro: una etiqueta originalmente peyorativa, concebida para designar a compositores que daban una vuelta de tuerca a la parquedad constructiva de la escuela minimalista norteamericana, sustituyendo los aspectos retadores de sus pulsaciones insistentes por una sensibilidad más frontalmente emotiva, que proponía una vuelta atrás, no solo en la recuperación de ciertos estilemas formales decimonónicos, sino en una espiritualidad abierta y transparente, abordada sin distancia de seguridad. Esta variante del género, una de las más exitosas, se construye, como la versión norteamericana original, en torno a un número muy limitado de compositores; son apenas tres: del polaco Henryk Górecki (inesperado superventas en los noventa con una obra, la Sinfonía número 3 (1976), que luego reaprovecharon para el cine6 directores como el Terrence Malick tardío, que en su vertiente más enfática encarna ese romanticismo trascendental propio de anuncio de perfume con el que a veces puede coquetear el propio minimalismo sacro) es una buena muestra su Concierto para clave, Op. 40 (1980), que en su martilleo dramático y fantasmal presenta un sonido litúrgico de contornos más amenazantes, y cercanos a las formas más aventuradas del minimalismo, que otras obras suyas. De John Tavener, británico, destaca especialmente The Lamb (1982), una pieza que recupera las texturas homofónicas (varias voces que entonan la misma melodía a la vez) predominantes en el Barroco en un marco de gran simplicidad, organizado en torno a apenas un puñado de notas, en busca de formas nuevas que convoquen una emoción antigua. El estonio Arvo Pärt es quizá el compositor de carrera más constante de un trío caracterizado por un éxito comercial inaudito, al que en el caso de Pärt no es ajena su vinculación con la discográfica ECM, capaz de encontrar un envoltorio (el elegantísimo diseño de sus discos) y unos intérpretes (figuras como el pianista de jazz Keith Jarrett, tan respetado como capaz de apelar a una audiencia amplia) que propulsen y amplíen el alcance de su discurso. Su celebérrimo Für Alina (1976) es una pieza tan inevitable como imposible de agotar, que inaugura un estilo y lo culmina, bosquejando una melodía mínima que sube y baja con inquietante delicadeza sobre un trémulo paisaje vaciado.
Buena parte del resto de la música de los siglos XX y XXI que hemos seleccionado opera sobre contrastes como los que articulan la obra de Pärt: el sonido y el silencio; la calma y la inquietud; la delicadeza y la agresión. Esta última podemos encontrarla especialmente en Metastaseis (1955), de Iannis Xenakis, y su heredera Treno a las víctimas de Hiroshima (1960), de Krzysztof Penderecki, dos piezas donde el tejido orquestal se convierte en una masa densa y zumbante, inextricable; en una nube agresiva, apocalíptica, hecha de estallidos y explosiones. Pero también está presente en A Carlo Scarpa, architetto, ai suoi infiniti possibili, pour orchestre (1984), una obra entreverada de silencios donde el muy interesante Luigi Nono juega con los volúmenes y las distancias: del eco lejano hasta el tronar de cuerdas y vientos; lo está en el ominoso Aion: I (1961), del también italiano Giacinto Scelsi: figura fascinante, de reconocimiento tardío, que en algunas de sus obras clave, de un despojamiento extremo, escribe partituras para una sola nota y sus armónicos que alcanzan resultados hipnóticos, embrujadores, personalísimos; y lo está en las obras de los herederos reconocidos de Scelsi, los miembros del movimiento espectralista (término técnico –relativo al estudio mediante programas informáticos de los armónicos que acompañan a cada tono musical– que puede servir a la vez como elocuente calificativo de la atmósfera de esas mismas obras): músicos como el ya citado Tristan Murail, Hugues Dufourt –autor de piezas recomendables como Saturne pour ensemble instrumental, instruments électroniques et 6 percussions (1979) y Surgir pour grand orchestre (1984)) o Gérard Grisey, cuyo Quatre chants pour franchir le seuil: II. Interlude. La morte de la civilisation (1998) presenta un trabajo vocal, cuyas resonancias operísticas aparecen filtradas por una descoyuntada, alucinatoria sensibilidad de vanguardia, que a los aficionados a la música alternativa puede recordar al Scott Walker de la última época, de Climate of Hunter (1984) hasta su disco Soused (2014), a medias con Sunn O–, grupo de metal experimental que ha subrayado la influencia de Grisey en sus obras en varias entrevistas7.
Por su parte, algunos compositores del este ensayan, una vez ya clausurada la época de las vanguardias más intransigentes, fórmulas mixtas que iluminen perfiles nuevos de un cierto clasicismo remozado, y que en las piezas que hemos seleccionado se manifiestan en unas atmósferas orquestales vaciadas de épica y pompa y repletas de enigmas e insinuaciones: sucede en la Cuarta Sinfonía (1992) del polaco Witold Lutosławski, con su lento y oscuro despliegue de cuerdas y su estética de la irresolución; en el tercer movimiento de Stele (1994), del húngaro György Kurtág, construido en torno a un único acorde en sordina cargado de presagios funestos, o en el modo en que la tensión larvada asciende hasta resolverse en el interludio instrumental Clémence, de L’amour de loin (2000), la ópera más conocida de Kaija Sariaaho, una de las compositoras más destacadas del siglo XXI; pero sucede también en el último movimiento del Decasia de Michael Gordon (2001), una obra violenta, en ocasiones difícilmente homologable como lo que entendemos por música clásica (y no tan lejana a grupos de rock experimental ruidista como Swans), que construye su crescendo final a través de un motivo insistente y ondulante de cuerdas que el añadido de las guitarras eléctricas va conduciendo hacia una lenta combustión.
Los últimos años del siglo XX y las dos décadas que llevamos de siglo XXI son aún un territorio incierto. De entre los autores citados en este artículo, Alex Ross las cubre, consciente de su insuficiencia, en no más de treinta páginas; Tim Rutherford-Johnson, por su parte, les dedica un libro de referencia, del que emerge el retrato de una música con un creciente peso conceptual, emparentada con la escena del arte contemporáneo y sus inquietudes acerca del cruce de formatos y los avances tecnológicos; una forma musical que ha perdido en buena medida el favor del público, a pesar de haber derribado fronteras antes impenetrables entre lo considerado culto y lo popular, con cruces fructíferos con la electrónica (Aphex Twin haciendo una remezcla con Philip Glass o recibiendo el aplauso de Steve Reich), el rock alternativo (las colaboraciones de Johnny Greenwood, el guitarrista de Radiohead, con Penderecki) o hasta el pop (véase el Hammered Out (2009-2010) de Mark-Anthony Turnage, inspirado en el Single Ladies de Beyoncé)8. Para empezar a abordarla, pueden servir algunas piezas que ensayan estrategias que ya resultaron exitosas en el pasado: el delicado minimalismo en miniatura de Howard Skempton, o el minimalismo acumulativo de Pierre Jodlowski, que se adensa en un crescendo cada vez más tenso; el tradicionalismo gentil, lírico y nostálgico del O Albion (1994) de Thomas Adès; la reelaboración del folclore andalusí de Osvaldo Golijov, aventurado compositor argentino capaz también de montar una Pasión sobre San Marcos (2000) sobre ritmos percusivos celebratoriamente latinoamericanos; el mar ululante de ondulaciones narcóticas que concibe Max Richter en Sleep (2015). Diferentes vías, ojalá útiles, que hemos presentado aquí con el deseo de hacer menos lejana una tradición que no carece de asideros. Sirva como postrero intento de demostrar que esto último es cierto la playlist que a modo de bis cierra el artículo, insinuando la posibilidad de otros recorridos; sus contornos se parecen a los de los que aquí hemos trazados pero sus hitos llevan nombres distintos, tan fascinadores como los que hemos citado en estos párrafos.
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Notas:
- O de minimalismo, como asegura Steve Reich en su Writings on Music (1965-2000), donde cita el preludio de El anillo del nibelungo, “sostenido durante varios minutos con cambios muy pequeños y muy lentos”, y el que inicia el libro primero de El clave bien temperado (1722) de Bach como predecesores de su estética musical.
- Y lo sigue, dialoga con él, el compositor japonés Toru Takemitsu, cuyo Corona (1962) se articula en torno a la periódica irrupción de entre el silencio de un motivo pianístico cuya sonoridad recuerda a los pianos preparados de Cage, que a su vez erigió buena parte de su estética en torno a las ideas del budismo zen, en un fructífero intercambio de influencias.
- Lo dice Max Richter, una de las estrellas más populares de la composición contemporánea, en las liner notes de su antología Behind the Counter with Max Richter (2017), que pone a dialogar música clásica, contemporánea, electrónica o posrock en un recopilatorio ecléctico y elegantísimo más que recomendado para estimular oídos curiosos.
- Figura proteica e inabarcable, cuya imprescindible trayectoria es imposible resumir aquí, las conexiones de Zorn con la música clásica contemporánea se prolongan a lo largo de toda su obra: sirvan solo como un par de significativos ejemplos el disco Redbird, de 1995 (aproximación al ambient y la estética minimalista, que homenajea a la pintora expresionista abstracta Agnes Martin como lo hacía Morton Feldman con uno de los paladines del género en su Rothko Chapel), o sus actuaciones para órgano solo en iglesias recogidas en la serie The Hermetic Organ (2012-), en las que, además de la influencia evidente de Messiaen (que fue organista en la Iglesia de la Santa Trinidad de París durante sesenta años, desde los veintitrés hasta su muerte), el propio Zorn reconoce las de compositores como Xenakis, Ligeti o, de nuevo, Charles Ives.
- Motore Immobile, por cierto, lo produjo Franco Battiato, en cuyos discos pop Giusto Pio acostumbraba a participar como violinista. Antes de eso, el propio Battiato había ensayado su versión del minimalismo: con su arpegio de piano emergiendo una y otra vez de entre el silencio, L’Egitto Prima Delle Sabbie le valió a su autor el Premio Stockhausen de Música Contemporánea en 1977.
- La sencillez formal y capacidad emotiva del minimalismo sacro lo llevaron a establecer una relación particularmente fructífera con el cine, que en muchas ocasiones ha recurrido a estos compositores en busca de una música capaz de subrayar sus incursiones en lo que el crítico y director Paul Schrader llamó “el estilo trascendental”: si The Lamb, de John Tavener, la usó Paolo Sorrentino en su célebre La gran belleza (2013), y las obras de Arvo Pärt han aparecido en películas de Godard, Gus van Sant, Herzog, Paul Thomas Anderson o el propio Malick, entre muchos otros directores, el caso del polaco Zbigniew Preisner es el de un compositor de estética cercana al minimalismo sacro que escribe casi en exclusiva para el cine: el abrupto crescendo dramático de final de su Lacrimosa sirve como testimonio de su probada intensidad expresiva.
- La variante ligeramente más amable del espectralismo que practica John Luther Adams y los campanilleos inquietantes del recientemente desaparecido George Crumb son dos ejemplos más, con coloraturas emotivas y propósitos muy distintos, de esta estética incluidos en la lista de reproducción que acompaña a este artículo.
- Mientras que el libro de Rutherford-Johnson dedica bastante espacio a la vertiente más cerebral y escarpada de esta escena, el breve ensayo del periodista musical Javier Blánquez Una invasión silenciosa. Cómo los autodidactas del pop han conquistado el espacio de la música clásica resulta una excelente manera de, como ilustra su elocuente subtítulo, indagar en sus cruces entre lo culto y lo popular, en un texto que tiende puentes que quizá quieran cruzar los que hayan entrado por las puertas que este artículo abre.
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Marc García (Barcelona, 1986). Licenciado en Humanidades (UPF) y Teoría de la Literatura y Literatura Comparada (UB). Ha colaborado en medios como Quimera, Qué Leer, numerocero, Revista de Letras o Blisstopic. Trabaja como editor de mesa, y es también corrector, redactor, traductor y lector editorial.
En esta continuación de ‘Puertas de entrada a la música clásica de los siglos XXI y XXI’ se explora, siguiendo las ideas de Aaron Copland, la segunda de las...
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Marc García García
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