A BOCAJARRO
La otra parte de la ciudad
El aficionado rojiblanco se vio envuelto en una penumbra propia de épocas pretéritas, cuando no había nada que celebrar y lo único que podía hacer era esconder la cabeza durante unos días, hasta que la resaca apaciguara a los ganadores
Felipe de Luis Manero 2/05/2022
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La distancia se hizo patente desde el comienzo del día. El pasado sábado, 30 de abril, a eso de las once y media de la mañana, un par de adolescentes paseaban por las calles de un municipio situado a pocos kilómetros de Madrid. Ambos, ataviados con sendas camisetas del Real Madrid, lucían sonrisa serena y mirada resplandeciente. Uno de ellos, de tez morena y pelo ensortijado, le dijo al otro sin dejar de mirar hacia el frente: “El estadio no debería llamarse Santiago Bernabéu, tú, al estadio tendrían que ponerle de nombre Florentino Pérez”. Y el otro sonrió para sus adentros, sin decir nada, como si aquel fuera un aforismo tan sumamente claro que no precisara siquiera una mínima respuesta.
Esa era una parte de la ciudad, una gran parte, una inmensa parte, pero allí al lado, separada por centímetros pero en realidad a mil años luz de todo aquello, estaba la otra. La que en esos momentos estaba decidiendo qué iba a hacer durante el partido, qué iba a hacer durante la tarde, qué iba a hacer durante el resto de su vida.
Siempre se ha dicho que las tres peores cosas por las que puede pasar un ser humano normal y corriente son: la pérdida de una persona querida, una ruptura sentimental y una mudanza. Yo he leído varios artículos sobre el tema y en todos ellos la clasificación cambia (ojo, una mudanza puede llegar a causar más estragos que el más largo de los duelos). De hecho, no estoy seguro de que entre estos males mundanos se incluyera la muerte de alguien a quien quieres, pero por sentido común la introduzco yo aquí.
Sí estoy seguro de que en esas listas nunca se encontraba la cruda experiencia de vivir de cerca la celebración de un título del máximo rival. El hecho de recibir decenas de mensajes, alguna llamada que sin duda no será respondida, de ver las calles engalanadas con los colores (único e inmaculado color, en este caso) de tu adversario, de escuchar los hirientes cláxones de los coches que se clavan en tu abdomen cual picahielos, de sentir una soledad insondable que solo puede ser paliada con la compañía de alguien que esté pasando por lo mismo que tú. Sí, no sé si eso es peor que una mudanza, pero posiblemente duela más que muchas rupturas. Al fin y al cabo –ya lo dijo Ayuso– en muchas ocasiones es poco probable que vuelvas a encontrarte con tu ex.
Llegó la hora del partido y la ciudad se sumió en un silencio extraño e inquietante. Esa otra parte se preguntó entonces –con un atisbo de esperanza y demasiados gramos de ingenuidad– si la celebración sería como las de siempre o si por el contrario, y teniendo en cuenta el contexto (era una Liga ganada hace meses y en unos días el campeón tiene un partido crucial), sería más bien un modesto ágape, una reunión de chicuelos sin demasiada estridencia.
Pero el partido terminó y las calles se llenaron de camisetas y banderas blancas, los helicópteros sobrevolaban la punta de los edificios, como anunciando que aquello iba en serio, las parejas se besaban con avidez, los colegas se abrazaban y reían. Habría fiesta y, por lo visto, no iba a ser pequeña.
¿Qué hacer, entonces, ante ese agudo golpe de felicidad ajena? Algunos se quedarían en casa, cerrando puertas, ventanas y persianas a cal y canto, dedicándose a cualquier cosa que no tuviera que ver con el fútbol. Después, como cuando uno se ponía enfermo en Nochevieja, a la cama prontito a dormir. Las fiestas pasan rápido cuando no estás en ellas. Otros, los más jóvenes y temerarios, no renunciarían a sus planes iniciales de sábado: saldrían por la noche, convivirían con el enemigo, se mezclarían con esa gente tan exaltada y alegre. En algunas edades (¿o debería de decir en todas?), la perspectiva de poder tener un encuentro sexual –por remota y difícil que se presente– está por encima de cualquier cosa. Y el resto intentaría hacer vida normal, esto es, huir del barullo y ver por la televisión el partido de su equipo.
Para estos últimos la tragedia fue completa: vieron a un Atlético desangelado, confuso, sin alma, muy diferente, sin duda, al que hace un año ejercía de gran anfitrión de la fiesta. Tal vez por eso el aficionado rojiblanco se vio envuelto en una penumbra propia de épocas pretéritas, cuando no había nada que celebrar y lo único que podía hacer era esconder la cabeza durante unos días, hasta que la resaca apaciguara a los ganadores. La realidad no es del todo así, claro, pero por momentos lo pareció.
Ahora el debate está, al parecer, en decidir si toda esa gente, esa otra parte de la ciudad, debe o no contribuir a una excesiva prolongación de la fiesta del rival en su propia casa. A mí los pasillos que siempre me han gustado son los angostos y largos, esos pasillos repletos de puertas y donde no se vislumbra nunca el final, esos pasillos en los que se podía jugar un uno contra uno con una pequeña pelotita. De los demás no sé mucho, pero igual hacer pasar a esa otra parte de la ciudad por un agasajo extra a los rivales es demasiado cruel, ¿no? Hay tres equipos que se pueden comer ese marrón sin que emocionalmente les pese tanto. También podría hacerlo uno de ellos, o dos, o incluso los tres. Lo que sea, pero que lo haga otro.
La distancia se hizo patente desde el comienzo del día. El pasado sábado, 30 de abril, a eso de las once y media de la mañana, un par de adolescentes paseaban por las calles de un municipio situado a pocos kilómetros de Madrid. Ambos, ataviados con sendas camisetas del Real Madrid, lucían sonrisa serena y mirada...
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Felipe de Luis Manero
Es periodista, especializado en deportes.
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