arte
Una feminista en el Museo del Prado
Semblanza de Estrella de Diego, que acaba de publicar ‘El Prado inadvertido’
Javier Montes 1/07/2022
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Quienes nos matriculamos en Historia del Arte en la Complutense de Madrid a mediados de los noventa nos encontramos con un panorama bastante peliagudo, por no decir plomizo: las clases estaban abarrotadas, con cien o más alumnos por aula, y se hacía difícil el debate en grupo y ya no digamos el trato personal con los profesores. Muchos, desmoralizados y abrumados por la masificación, impartiendo a menudo materias fuera de su especialidad, cumplían con el trámite dictando mecánicamente apuntes colegiales y genéricos que sí, tomábamos a mano en tandas de horas que dejaban la muñeca dolorida (me palpo mientras escribo esto el callo antiguo en el dedo corazón derecho que da fe). No había ni laptops, ni powerpoints, ni pendrives, ni casi de nada: los carros de diapositivas emitían un ruido de ventilación que ni el del sistema de refrigeración de Fukushima y se escacharraban fatalmente cada poco, con un ¡catrrrakarraktakkkk! que no era buen presagio y dejaba a maestros y pupilos perplejos y desvalidos, en manos del bedel providencial (que venía o no venía) o la alumna manitas de turno. También es verdad que a esa edad, como bien sabemos, uno se lleva la vida por delante a pesar de todo, que la cafetería era de las más divertidas de la universidad, la librería (entonces concesionario de Visor) estaba bien surtida y la biblioteca era (y es) excelente en instalaciones y fondo.
Y luego estaba Estrella de Diego. Junto a otros profesores y catedráticos (a bote pronto recuerdo a Alfonso Pérez Sánchez, que ya había dimitido como director del Prado en protesta por la participación de España en la primera guerra del Golfo, decidida por el gobierno socialista; a Lola Jiménez-Blanco, a Ángel González y a Valeriano Bozal) mantenían la moral y la exigencia consigo mismos y con sus alumnos, procuraban dar un horizonte intelectual mayor y luchaban contra el adocenamiento (el hacinamiento, iba a decir) de aquellos años. Y ni siquiera reservaban sus fuerzas para los más selectos cursos de doctorado: hasta a los pipiolos desnortados de primer curso dedicaban su tiempo y su esfuerzo con verdadera integridad.
Estrella de Diego fue la primera en hablarnos de los estudios de género y de los enfoques feministas y poscoloniales en la Teoría del Arte: ya había escrito El andrógino sexuado. Eternos ideales, nuevas estrategias de género (1992), un libro seminal escrito durante su estancia como investigadora en la NYU, y traía desde allí a las clases un aura carismática y me atreveré a decir que glamurosa, si entendemos por glamour la conjunción de brillantez y gracia, rigor y exigencia, la personalidad y aspecto seductores y modernos, la ambición intelectual, la conexión con una esfera de ideas y teorías nuevas (o nuevas al menos para nosotros): sabía despertar, sin condescendencia, las ganas de aprender y el hambre por informarse, la aspiración a la excelencia, el esfuerzo anticonformista y el rechazo a la mediocridad y la desgana que rondaba la universidad de aquellos años (no sé la de ahora).
Estrella de Diego seguía el motto de Rimbaud: había que ser absolutamente modernos, como consigna personal y por ende política
Estrella de Diego seguía el motto de Rimbaud que muchos aún tenemos por divisa: había que ser absolutamente modernos, siempre, a priori, como consigna personal y por ende política. Sus clases nos electrizaban, nos espabilaban, nos indignaban y nos hacían reír. Nos hizo leer Bouvard y Pécuchet, y a Butler y Barthes; nos proyectó en clase Meshes of the Afternoon, la maravillosa película experimental de 1943 de la inmensa Maya Deren; y aún recuerdo una tarde en que irrumpió en el despacho de otro profesor al que yo había ido a quejarme de alguna nota, buscando algo, despistada como siempre, y exclamando que su desaparición “era peor que el misterio del cuarto amarillo”. No había entonces Google que valiera pero corrí a enterarme de qué misterio y qué cuarto era aquel y pude leer así el delicioso folletín de Gaston Leroux, obra cumbre del género de cuarto cerrado. No es la menor de las muchas lecturas que le debo.
Algunos afortunados la trataban después de clase, y una compañera a la que yo envidiaba mucho entonces incluso almorzaba con ella. Yo era más tímido y más torpe, y no hice luego doctorado, así que me limité a matricularme en todas sus asignaturas y no perderme ni una de sus clases, a tomar buena nota de sus recomendaciones de lectura y exposiciones y a, no me quedo con ganas de contarlo, trabajarme a pulso una matrícula de honor que me puso: juro que no las regalaba, precisamente.
Fuimos leyendo a medida que los publicaba sus libros sobre Warhol (Tristísimo Warhol, 1995) y sobre Gala (Querida Gala: las vidas ocultas de Gala Dalí, 2003), que he consultado antes de escribir esto para comprobar que no sólo han envejecido bien sino que fueron en muchos aspectos pioneros y previdentes y piden a gritos la reedición. Siguieron muchos otros: Travesías por la incertidumbre (2005) un libro muy ambicioso, a caballo entre lo ensayístico y lo narrativo, que prefigura al que de aquí se trata en su hibridación de géneros y en su defensa de la incertidumbre como partido a tomar y terreno fértil para los historiadores críticos, No soy yo (2011), sobre el registro autobiográfico en el arte contemporáneo, y hasta un libro de ficción, El filósofo y otros relatos sin personajes (2000), en el que de nuevo probaba su brillantez y su estilazo.
De Diego enhebra toda una vida de visitas al Prado que despliega recuerdos, saberes e intuiciones
Una especie de summa (y sigue) de todos ellos y de muchos de sus temas recurrentes como historiadora y como ensayista es el que publica ahora Anagrama: El Prado inadvertido. De Diego enhebra en él toda una vida de visitas al Prado y de estudiosa de muchas de las obras que conserva y despliega recuerdos, saberes e intuiciones en un híbrido de ensayo, memoria y viaje alrededor del cuarto, con estrategias de ficción que no renuncia a una pesquisa con aires detectivescos tras de las huellas borradas del pasado colonial español en las obras del Prado cuyo desenlace brillante no destriparé aquí.
Más que una visita guiada, propone un paseo en compañía durante el que se renuncia de antemano al alarde erudito o la imposición de autoridad para situarse (y situarnos), muy al contrario, en el papel de quien cuestiona, de quien critica, de quien ama demasiado su objeto, el museo y sus colecciones, como para no someterlo a escrutinio. No hay nada más peligroso para un museo, para un artista o para un arte que sus valedores incondicionales y sus defensores acérrimos (por algo acérrimo y cerril suenan parecido).
Una serie de motivos recurrentes y de ritornelos visuales le sirven de jalones y pivotes en torno a los que articular el paseo: la estatua del Hermafrodito durmiente, en torno al que hila recuerdos de sus noches en el underground neoyorquino, especula sobre la mirada de Felipe III, su dueño, y propone un paralelismo brillante entre la visita a un museo y los rituales del cruising, preñados ambos de las mismas dinámicas visuales de seducción y deseo, de promesa eternamente pospuesta, de comercio de expectativas, decepciones previstas y satisfacciones inesperadas. La historia museográfica de El Cid, ese fiero león fieramente pintado por Rosa Bonheur, o los bodegones de Clara Peeters le sirven como palanca para descerrajar el tratamiento que los museos occidentales, eminentemente heteronormativos y patriarcales, han reservado a las artistas. Cuadros del XIX español como Las hijas del Cid o Doña Juana La Loca permiten reflexionar sobre el tratamiento que la pintura occidental ha reservado a las figuras femeninas (por algo su tesis de doctorado fue La mujer y la pintura en la España del siglo XIX). La pintura llegada de las Indias, la reciente exposición Tornaviaje o la figura y los cuadros de Juan de Pareja, el esclavo de Velázquez, son ocasiones de preguntarse por el lugar que América o África tienen reservado en el museo y decolonializar una mirada eurocéntrica. Y antes o después de todo está el vaivén constante sobre sus pasos para visitar Las Meninas: su misterio, sus sucesivas lecturas de Borges a Foucault, las escenografías, fantasmagorías y juegos de espejos que se han postulado como resolución de su enigmas y que también sirvieron como dispositivos para su presentación en el Prado, su condición de emblema supremo de los misterios y problemas de las imágenes que como el cuadro de Velázquez nos miran y nos conforman al tiempo que son observadas.
El tema unificador del libro es la necesidad de conservar la ductilidad de la mirada, condición necesaria para mantener distancia crítica
Porque quizá el tema unificador del libro, y de toda la obra de Estrella de Diego, sea la necesidad absoluta de conservar la ductilidad de la mirada, condición necesaria para mantener distancia crítica y permanentemente insatisfecha frente a lo que “siempre ha sido así”, lo establecido en cualquier momento de la Historia. “Esa es la lección fundamental del feminismo”, dice en un momento del libro: la conciencia de que el pasado no es una losa inmóvil de letras cinceladas sino una materia mental plástica y cambiante, que se lee y relee y reconfigura desde el presente, en una batalla contra la Autoridad (cualquier autoridad, por reaccionaria o redentora que se autoproclame para sonar a definitiva) que encuentra su sentido último en su carácter perpetuamente inacabado, alérgico a la reconfortante sensación de posesión de la verdad, más interesado por plantear preguntas que por imponer respuestas.
El mayor triunfo del libro es precisamente esa maleabilidad, ese toque tan leve y a la vez ese pulso tan firme para hilar las miradas, los relatos, los recuerdos. Más de una vez he tenido que parar y releer para ver cómo demonios lo hace, cómo hemos pasado de un estrato de tiempo y de memoria a otro, de una sala del Prado a otra, del haz al envés de una imagen, sin notarlo. Ése es el regusto, tan difícil de explicar pero tan imposible de no notar, que deja una vez terminado.
Leyéndolo pensaba en El Arca Rusa del director Aleksandr Sokúrov, que recorría cámara al hombro en un solo plano-secuencia de 90 minutos las salas de otro museo-mundo, el Hermitage de San Petersburgo, para revelaba a su paso estratos superpuestos de la historia del edificio y de Rusia. Queda al final de El Prado inadvertido esa misma impresión de una mirada aérea, danzante, que recorre las salas y el museo (entendido también como sinécdoque de algo mayor, patria sentimental y país histórico y universo mental) en el espacio y el tiempo, que se detiene ante una obra o se arremolina un rato ante una escultura y después sigue su camino. “No acabo de estar segura”, dice de Diego, “del modo en que la ceremonia se lleva a cabo. El caso es que allí, de pronto, todos sabemos a lo que hemos venido y el juego se despliega imponente, en especial frente a los asiduos, los que insaciables vuelven por más”.
Quienes nos matriculamos en Historia del Arte en la Complutense de Madrid a mediados de los noventa nos encontramos con un panorama bastante peliagudo, por no decir plomizo: las clases estaban abarrotadas, con cien o más alumnos por aula, y se hacía difícil el debate en grupo y ya no digamos el trato personal con...
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Javier Montes
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