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Querida comunidad lectora:
El fugu es un pescado extraordinariamente tóxico. Desde que se pesca hasta que se consume puede morir el pescador, el transportista, el cocinero, el consumidor y, si no se corta una miaja, el enterrador. Pero por lo visto es delicioso. Tiene un sabor único, su ingesta adormece la lengua, de manera que la lengua se muere solo un poco, y uno entiende en su esplendor el resto, la vida, esa cosa que nunca duerme. En mi calle había unos vecinos que solían cantar a la hora de la cena. Estábamos allá cenando, muermos, y les escuchabas cantando canciones de la radio o de la vida, a toda leche. Empezaron esa costumbre una generación antes, cuando muchos de mis Vecinos Cantores de Viena aún no habían nacido, en la posguerra, momento en el que no tenían cena alguna, y se reunían, a la hora de la cena, a mirarse el careto y cantar. En mitad de la muerte les gustó tanto aquella explosión de vida que siguieron con ella cuando la vida volvió a la mesa. Los franceses, cuando se ponen cursis, denominan petite mort al orgasmo masculino, femenino, vegetal o mineral. Lo que no está mal calculado. El orgasmo, si lo recuerdan –si no, abandonen esta lectura inmediatamente y tómense su tiempo, que aquí les espero–, es un momento de incerteza, de perplejidad, de no-se-qué-me-pasa. De, en efecto, posible muerte, que se soluciona, finalmente, hacia el lado de la vida. Tengo un amigo que tuvo un infarto extenso. Lo que, como me explicó en su día, mejoró sus orgasmos, que siempre suelen ser franceses, porque, me dijo, “ahora por fin nunca sé si los orgasmos acabarán en petite mort, o en algo más definitivo”. Nietzsche era un admirador de la frase: ‘Hay que vivir peligrosamente’. Una frase que permite descubrir la sopa de ajo, porque vivir –comer pescados tóxicos, no comer, ir de pequeña muerte en pequeña muerte hasta la muerte final– es peligroso. Tanto que, al final, como les habrán explicado, mueres. La gracia consiste en que, por mucho que se limite y se civilice, la vida es un campo de minas, y es preciso ser feliz en ella, y mantener la dignidad y el orgullo en todo momento. La felicidad, la dignidad, el orgullo, por mucho que nos sorprenda, reside en saber que, por ahí, siempre puedes pisar una mina. O una XXXXXXX de perro, que aún es menos épico.
El sentido de estas líneas era animarles a recordarlo. Recordarles que no somos hijos únicos. Que no somos Siddharta Gautama, ese joven al que sus padres le evitaron el mundo para evitarle el sufrimiento, sino que somos, sin serlo, Siddharta Gautama cuando salió a la calle, vio que el mundo no pitaba, y se puso en modo Buda Shakyamuni. Es más, somos la calle, el mundo. Recordarles que no estamos expuestos, sino sobreexpuestos al yuyu ocasional. Recordarles que el dolor, el enfrentamiento a la infelicidad, no refuerza el carácter, pero es el lienzo en el que uno pinta su vida, sus decisiones éticas –no hay otras–, su cosmovisión. No eviten la infelicidad a su paso. Salúdenla cuando se la crucen, como un vecino civilizado. No eviten las malas noticias, en tanto resulta imposible evitar el pescado en malas condiciones, el hambre o los orgasmos. Porque las malas noticias van a ser más probables que comer fugu, o que un orgasmo –sí, me he pasado de frenada y estoy forzando la imagen; piensen en un orgasmo difícil e improbable; no sé; piensen en un orgasmo mientras lee la factura de la luz, en francés la grande mort–. Van a ser probables porque estamos en un cambio de época.
Un cambio de época es algo formidable, apasionante, un marrón que, estadísticamente, suele acabar bien. Un cambio de época son, de repente, diversos ensayos, algunos inútiles, algunos dolorosos, hasta encontrar los correctos. Un cambio de época es una guerra, es una crisis climática, es el fin cercano de los combustibles fósiles, y unas izquierdas europeas en modo socorro. Son malas noticias. Y con ellas, la posibilidad de aprender y de elegir, de ser honestos, de formarnos en el nuevo mundo. Y con ellas, la posibilidad de construir cambios tan imprevistos como las malas noticias. No teman a las malas noticias. Búsquenlas. Las malas noticias son nuestras amigas. Reclaman nuestra valentía, mientras que echar pepino al gazpacho es de cobardes. Las malas noticias permiten mirar al abismo, y ver que este puede soportar un puente. Permiten ver que el abismo, a la que lo formulas, es un abismito. Un peldaño.
Gracias, por cierto, por permitirnos hacer un medio que no es amable, que no evita las malas noticias. Y que, incluso, hasta se ríe con ellas.
Un saludo.
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El fugu es un pescado extraordinariamente tóxico. Desde que se pesca hasta que se consume puede morir el pescador, el transportista, el cocinero, el consumidor y, si no se corta una miaja, el enterrador. Pero por lo visto es delicioso. Tiene un sabor único, su ingesta adormece...
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Guillem Martínez
Es autor de 'CT o la cultura de la Transición. Crítica a 35 años de cultura española' (Debolsillo), de '57 días en Piolín' de la colección Contextos (CTXT/Lengua de Trapo), de 'Caja de brujas', de la misma colección y de 'Los Domingos', una selección de sus artículos dominicales (Anagrama). Su último libro es 'Como los griegos' (Escritos contextatarios).
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