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El Atlético de Madrid está mal. No descubro nada nuevo al decirlo. Los malos partidos se suceden con la misma cadencia que los fines de semana, así que es absurdo hablar de casualidad o de efectos puntuales. El Atlético de Madrid está mal y no sabemos por qué, que es lo peor. O yo no lo sé, aclaro antes de que algún avezado lector me reprenda por algo que, al parecer, debe ser universalmente evidente. El Atlético de Madrid está mal, sí, pero no me apetece chapotear en ese lodazal de pesimismo al que nos invita la rabiosa actualidad. No, porque no es sano, ni justo, ni lógico. Decía Delibes que alimentados de pesimismo no vivimos la vida, la sufrimos. Y mira, no estoy por la labor. Quiero creer que los que están ahí son capaces de revertir la situación. Que algún día llegará ese punto de inflexión que nos deje ver el otro lado.
Hacía una tarde maravillosa, la celebración del día de las peñas en los alrededores del estadio había impregnado de optimismo el ambiente y el Atleti saltaba al campo con ganas de agradar. Cunha y Correa salían de inicio, algo que ponía algo de justicia a lo que habían sido sus últimas actuaciones, y Griezmann aparecía por fin en el once inicial. Las cosas se pusieron bien muy pronto, además, gracias a un excelente pase del propio Antoine desde la izquierda, que Correa enganchó en el palo contrario para abrir el marcador. Es decir, todo pintaba de maravilla… pero no.
Si la fotografía tras el gol era la de que los de Simeone tenían el control del partido frente a un Girona que se limitaba a tapar huecos y a ocupar el campo de la mejor forma posible, media hora después la fotografía era exactamente la contraria. Un equipo catalán dominando completamente el juego y el ritmo del partido, frente a un cuadro colchonero espeso, lento e inoperante. ¿Cómo se había pasado de una a otra? Pues porque quizá el cuadro colchonero no sabe jugar a tener el balón con el marcador a favor. Se equivoca utilizando una y otra vez ese desesperante juego de triangulaciones estériles, lentitud pasmosa y falta absoluta de identidad. Si eres torpe especulando, pierdes. Si no sabes qué hacer con el balón, lo normal es que el rival te lo quite. Y eso es lo que ocurrió. Mientras Cunha y Correa intentaban abrir espacios y Griezmann era el único del equipo que ponía fútbol, el centro del campo rojiblanco volvía a mostrarse como ese agujero negro de inoperancia y desidia que viene siendo en los últimos tiempos. Witsel estaba siempre bien colocado y era raro verle fallar, pero también era raro verle hacer algo constructivo o diferencial. El resto, ni aparecía. Todo era lento, picudo, feo y espeso.
Las sensaciones al descanso eran más de aburrimiento que de preocupación, sin embargo. Era imposible encontrar a alguien que estuviese disfrutando del partido, pero era igual de difícil pensar que pudiera torcerse. Todavía podíamos apreciar la diferencia evidente que existía entre las dos plantillas. Y ese optimismo de perfil bajo se vio todavía más reforzado cuando, al poco de reanudarse el encuentro, Correa volvió a hacer de Correa y le robó un balón a Juan Carlos, el portero rival, que acabó siendo el segundo gol.
El 2-0 en el marcador no cambió mucho el panorama. Ni para lo bueno, ni para lo mano. El Atleti no modificó su juego anodino, de velocidad menguante y escaso fútbol, mientras que el Girona no cejó en su empeño de seguir dominando todas las fases del juego, a pesar del resultado. La mayor amenaza en ese momento era simplemente morir de aburrimiento, pero Simeone, por alguna razón, decidió hacer tres cambios a la vez. Cambios que respondían más a un sentido funcionarial de la gestión de la plantilla que una necesidad real del juego. Y en ese mismo instante, el Girona recortó distancias. Un tiro lejano de Riquelme, que dio en la pierna de un central colchonero, hizo imposible la estirada de Oblak. 2-1. Relacionar este hecho con los cambios sería seguramente ventajista. Ahora bien, lo que pasó a partir de entonces no habla muy bien de ellos.
Cualquiera de los que salieron al campo fue peor que cualquiera de los sustituidos. Es más, todos ellos resultaron irrelevantes. Morata aportó melancolía, Lemar confusión y Kondogbia caos. Los que nos quejábamos de Witsel por no suponer algo diferencial para el equipo comenzamos a echarlo de menos. Y peor todavía fue la salida al campo de un João Félix apático, mohíno y lo que es peor, completamente intrascendente.
El último tramo del partido fue esa eterna pesadilla recurrente en la que vive el Atleti actualmente. Un equipo constreñido, condicionado por su estado anímico, vulnerable, frágil y con una galopante falta de confianza. Bien es verdad que el runrún de la grada no ayuda y que todo alrededor del mundo colchonero es confuso, oscuro y extraño. En cualquier caso, no volvimos a ver un pase con sentido, ni una jugada con criterio, ni un jugador con el carácter suficiente para decir: aquí estoy yo. Lo que vimos fue un Girona que empezó a creerse que podía sacar puntos del Metropolitano. Y a punto estuvo de hacerlo, si los disparos de Aleix García y Stuani no se hubiesen topado con Oblak y con los palos de la portería.
Teniendo en cuenta las circunstancias, creo que lo mejor es quedarse con los tres puntos. El partido no descubre nada nuevo para bien, ni para mal. Es más interesante no perder la estela de la cabeza en una liga tan extraña como esta. Dentro de cuatro días la competición tendrá que pararse por la disputa de un mundial y quizá ese pueda ser el punto de inflexión que todos estamos esperando. O no, pero buena gana de sufrir por adelantado.
El Atlético de Madrid está mal. No descubro nada nuevo al decirlo. Los malos partidos se suceden con la misma cadencia que los fines de semana, así que es absurdo hablar de casualidad o de efectos puntuales. El Atlético de Madrid está mal y no sabemos por qué, que es lo peor. O yo no lo sé, aclaro antes de que...
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