EL PITO DEL SERENO
La perplejidad
De los 120 colegios mayores universitarios que hay en España, 43 se sitúan en Madrid (en Barcelona, seis) y la mayoría se concentran en la Ciudad Universitaria. Al entrar en ese ecosistema, tu vida cambia. Yo lo asumí, me integré
Elena de Sus 7/10/2022
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Ha habido, en mi vida, dos momentos en los que he comprobado lo rápido que puede cambiar el comportamiento humano, incluido el mío. Uno fue el inicio del confinamiento por la pandemia de covid en 2020. El otro fue mi llegada a un colegio mayor de Madrid en 2014.
El Consejo de Colegios Mayores Universitarios de España contabiliza en su web 120 residencias de este tipo, donde viven unos 17.000 estudiantes universitarios, aproximadamente el 1% del total. De estos 120 colegios, 43 se sitúan en Madrid (en Barcelona, solo seis) y la mayoría se concentran en la Ciudad Universitaria, formando un auténtico ecosistema. De la Complutense, la universidad pública más grande de España, dependen al menos 36, que acogen a más de 6.000 estudiantes. Cinco son de la propia universidad. Los 31 restantes están adscritos a ella y son gestionados, en su mayor parte, por instituciones religiosas. Casi la mitad siguen siendo segregados por sexo, otros lo fueron hasta fechas recientes. El Barberán está vinculado al Ejército del Aire, el Jorge Juan, a la Armada. El hoy clausurado Johnny, famoso por el flamenco y el jazz, empezó siendo para hijos de funcionarios. Es frecuente que se acceda a través de una entrevista personal y los precios de una habitación individual sin becas superan muy fácilmente los 1.000 euros mensuales.
Cada uno de estos colegios mayores ha desarrollado una cultura, una idiosincrasia distinta del resto. Se podría decir que el alcohol, los rituales, las novatadas y las jerarquías (con alguna excepción), el deporte, las actividades en grupo y un fuerte sentido de comunidad forman el acervo común, lo que diferencia a un colegio mayor de una vulgar “residencia” (palabra tabú en ese ámbito).
El colegio mayor al que yo fui era uno de los que dependían directamente de la universidad. No tenía, por tanto, un carácter religioso. Llevaba cuatro años siendo mixto, lo que aligeraba mucho el ambiente. Además, el principal criterio de selección (aunque no el único) era la nota de Bachillerato, por lo que las tendencias ideológicas y personales eran variadas. Las novatadas, que duraban de septiembre a noviembre, eran optativas y, en general, lúdicas, como juegos de campamento. No viví, pues, nada similar a lo que supone un colegio segregado por sexo, ni a las tradiciones de humillación profunda o castigo físico que aparecen de vez en cuando en programas sensacionalistas de la tele (pero no son un invento).
Tenía que tratar a los veteranos de usted, memorizar sus nombres, lugares de origen y estudios, para aprobar un examen supuestamente trascendental
Sin embargo, como he dicho, la Ciudad Universitaria era un ecosistema. Y al entrar en él, tu vida cambiaba. Tenía que tratar a los veteranos de usted, memorizar sus nombres, lugares de origen y estudios, para aprobar un examen supuestamente trascendental. También debía recordar veinticuatro frases, seis o siete cánticos de tipo futbolero que entonaríamos desfilando en fila de dos de camino a los botellones o por el centro de Madrid y otras canciones chabacanas. Cuando me lo pidieran, debía presentarme: “Se presenta la puta novata (…)”.
Si pudiera saber qué capacidad, cuántos gigas de memoria tiene mi cerebro, valoraría en qué medida debo lamentar el espacio que ocupa toda esa información.
Me pusieron un mote, por el que aún se me conoce. Los martes íbamos a fiestas con otros colegiales con los que se nos trataba de inducir a la cópula. Los sábados había capeas, con el mismo objetivo. La endogamia (sexo entre miembros de un mismo colegio) era frecuente, pero desaconsejada. A veces teníamos que confeccionar disfraces para estos eventos. Como en mi colegio había personas que habían sacado un 14 en selectividad, el detalle y calidad de algunos de esos disfraces era admirable. Si alguien “pillaba”, cuestión absolutamente central en nuestras vidas, al día siguiente, cuando entraba al comedor, se empezaba a dar golpes en las mesas y a cantarle “pillador” o “pilladora”, por si alguien no se había enterado. Un colegial registraba cada “pillada” en un Excel y elaboraba un ránking.
Ninguna de estas actividades era promovida por la Universidad Complutense o por la dirección del colegio. Habíamos firmado todos un compromiso antinovatadas.
Yo venía de la escuela pública aragonesa, no había estado en campamentos de verano, ni en clubes deportivos o grupos de scouts. En mi casa tampoco se había hablado nunca hasta entonces de nada similar, y menos aún tenía parientes que hubieran sido colegiales, como les sucedía a algunos compañeros. Era evidente que para otros todo esto resultaba más natural. Para mí era marciano.
Pero lo asumí, me integré. Un conjunto de liturgias extrañas ocupó el centro de mi vida. Quién se había besado con quién, quién no saludaba a quién al cruzarse por las escaleras, quién se había escaqueado de descargar un camión, una mierda en el ascensor, el bicho que se había encontrado alguien en el puchero o el inadmisible robo de dos botellas de ron por una chica guapa eran temas de gran relevancia en mi mundo.
Sin embargo, había una grieta en todo esto: yo seguía yendo a clase. En el colegio se nos incitaba a dejar de hacerlo, éramos todos muy listos y no nos hacía falta, teníamos otras prioridades. Las borracheras entre semana tampoco ayudaban. Pero a mí siempre me ha gustado ir a clase.
En algunos grados, como Ingeniería Aeroespacial o Relaciones Internacionales, la proporción de colegiales era significativa, se encontraban en la facultad cuando iban, hacían los trabajos juntos. Pero en la Facultad de Ciencias de la Información, la segunda con más alumnos de la Complutense, la mayoría de mis compañeros eran de Madrid y alrededores, y los pocos que habían llegado de fuera vivían en pisos. Por lo tanto, mi vida colegial se veía interrumpida por mi vida estudiantil, y viceversa.
Mis compañeras hablaban de la ciudad, de la línea 6 de metro, de las clases o de los bares del centro. Yo les hablaba de rarísimos botellones, de que las veteranas me habían mandado a poner una lavadora con sus bragas, de que habíamos ido al centro a pedir que nos estamparan nata en la cara a cambio de un euro para financiar una fiesta, de nuestros motes. Me miraban con perplejidad. Les parecía todo tan marciano como me lo pareció a mí nada más llegar. Yo ya había asumido mi nueva vida, estaba a gusto, así que esto me frustraba. Me di cuenta de que era imposible que lo entendieran.
Yo les hablaba de rarísimos botellones, de que las veteranas me habían mandado a poner una lavadora con sus bragas
Se ha publicado en TikTok un vídeo en el que los colegiales del Elías Ahuja, un centro masculino, encienden las luces de sus habitaciones al unísono de noche y gritan y hacen ruido desde las ventanas en dirección al Santa Mónica, el colegio femenino de enfrente. El ritual se inicia con la siguiente frase: “¡Putas, salid de vuestras madrigueras, sois unas putas ninfómanas! ¡Os prometo que vais a follar todas en la capea!”.
Ambos colegios dependen de la Orden de San Agustín.
No es la primera vez que se hace público un contenido de este tipo, pero en este caso, por lo que sea, su difusión ha sido enorme.
En un principio, la reacción general ha sido de repulsa. El público interpretaba aquello como un acto machista intimidatorio, profundamente agresivo. Durísimas palabras fueron pronunciadas. “Bueno… es desagradable de ver”, opina mi madre.
Hasta el presidente del Gobierno y el líder de la oposición han condenado los hechos. Se ha debatido en el marco de la cultura de la violación. La fiscalía ha anunciado que investigará si los hechos pueden ser constitutivos de un delito de odio.
Sin embargo, la secuencia completa revela que las chicas responden, también coordinadas, con similar obscenidad. Varias de ellas han explicado con fastidio a la prensa que no se sentían ofendidas, sino “todo lo contrario”, por esos chicos, que son en ocasiones sus familiares y, en todo caso, “quien nos acompaña cada día a la puerta, con los valores más claros”. Lo que se grabó, según ellas, era un ritual, La Granja, que se repite cada año. “A mí si me llaman puta o ninfómana por la calle, claro que me ofendo”, explicaba una, “pero ellos son nuestros amigos”.
Un apunte: las palabras de estas portavoces no tienen por qué reflejar los sentimientos del 100% de las mujeres que viven en el Mónica, al igual que no se puede asumir que todos los residentes en el Ahuja estén felices y orgullosos de estos actos. En la vida, nada es exactamente como se ha previsto. Pero es la explicación honesta de una cultura.
La indignación del público se ha mezclado con la perplejidad. La misma perplejidad, con varios grados más, que mostraban mis compañeras de clase cuando les contaba lo que hacía con mi vida cuando salía de la facultad.
Deduzco que los colegiales, en su mayor parte, estarán también perplejos ante las reacciones al vídeo, frustrados por la “falta de contexto” y furiosos con la prensa. Si se toman medidas disciplinarias contra “los cabecillas”, tal y como ha anunciado la dirección del centro, estas serán quizás percibidas como aleatorias. El alumno expulsado se preguntará qué ha hecho. La suspensión de la capea parecerá injusta. Porque lo que se refleja en el vídeo no parece la idea peregrina de algún líder malintencionado, sino la manifestación de una cultura de décadas, como señalaba una de las colegialas cuyas declaraciones recoge El País: “Pobrecillos, es una tradición. Esto se hace de siempre. Si acaso, que se castigase a los que empezaron a hacerlo hace 40 años…”.
Los políticos excolegiales más conocidos son de derechas (Pablo Casado, exlíder del PP, y Juan García-Gallardo Frings, de Vox, vicepresidente de Castilla y León). Sin embargo, no me atrevo a descartar que entre las personas próximas al Gobierno o a los partidos y medios progresistas, entre sus colaboradores o amigos, haya algún antiguo colegial, quizás no del Mónica o del Ahuja, que tal vez ni siquiera simpatice con estos colegios en concreto, pero que esté observando en silencio el escándalo, la indignación masiva, y se sienta, en secreto, un poco perplejo. Tal vez lo comente en algún grupo de WhatsApp.
Ha habido, en mi vida, dos momentos en los que he comprobado lo rápido que puede cambiar el comportamiento humano, incluido el mío. Uno fue el inicio del confinamiento por la pandemia de covid en 2020. El otro fue mi llegada a un colegio mayor de Madrid en 2014.
Autora >
Elena de Sus
Es periodista, de Huesca, y forma parte de la redacción de CTXT.
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