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En una exposición que aún se puede ver en el Reina Sofía –El pensamiento perdido–, sobre el exilio republicano, hay un objeto modificado, sorprendente. Se trata de una hucha de barro, con la forma de una gallina. El propietario, para hacer un juego de palabras sin palabras, con objetos, vendó los ojos de esa gallina. Creó así una gallina ciega. Que, por otra parte, siguió siendo una hucha. Con el dinero que guardó en ella, Max Aub volvió a España en 1969. Fue un viaje de tres meses, la culminación de muchos meses más llenando, costosamente, una hucha. Al cabo de ellos escribió un libro, que apareció en México en 1971, con un título enigmático, y que solo ahora ha dejado de ser un enigma: La gallina ciega. La gallina ciega es, claro, un juego infantil, consistente en intentar aprehender y reconocer personas a ciegas, a través del tacto y de la suerte, lo que es una buena definición del exilio, de volver de ningún sitio a otro que ya no existe. Pero, la gallina ciega, esa gallina ciega, sigue siendo, lo dicho, una hucha. Con lo que el título del libro adquiere, a su vez, otros significados, otros títulos. Podría ser La hucha. El ahorro escatimado. O, más largo, La realización de un viaje, un gran viaje, un viaje único a lo que una vez fue tu país, a través de la distracción de monedas a la vida cotidiana. La precariedad. La pobreza de recursos. El robo. El robo sería un título muy adecuado. El autor asiste, en ese libro, al robo de su memoria. Exterminada, ya no encaja con nada de lo que se encuentra. Pero en ocasiones asiste a robos más literales. Como lo puede ser una cena de matrimonios de su edad, a la que acude como invitado y repleto de curiosidad, pues el anfitrión no es otro que un falangista. Va vestido de smoking. Es un vencedor. No solo venció, sino que también ganó. Todo. Una plaza universitaria, que de repente quedó libre, tras una depuración. Cargos en Reales Academias –en unos años, sería presidente de una, de la RAE– y, si no público, sí consiguió libros, la posibilidad de escribirlos, de publicarlos, de que nadie se riera de ellos. De que, incluso, nadie se riera de un libro que aparecería 5 años después del de Max Aub, en el que el falangista hablaba de un concepto de su cosecha, con el que aludía a su participación, absoluta y profunda, extensa, intensa, en el Franquismo: el exilio interior. En otro lugar del mundo, un neoescolástico –algunos, como este falangista católico, gustaron llamarse así en la inmediata postguerra, cuando empezaron a disfrutar de un país de repente vacío, que llenaron con lo que tenían más a mano: ellos– hubiera sido un ser ridículo y provinciano. Personajes amargados en un bar, o en el vacío de un colegio con las paredes desconchadas, o en casa, frente a una mujer y unos hijos cansados de la repetición de batallas contra el fracaso, que jamás se produjeron, o por patentes de objetos que no servían para nada. Sin embargo, aquí triunfaron. Tenían casas grandes, grandes salones y, en ellos, cenas, y migajas. El anfitrión de Max Aub triunfó tanto que, para demostrarlo, no le dirigió la palabra en toda la velada. El éxito absoluto, el ganar absoluto, la ganancia absoluta, consiste también en no hablar al derrotado, que pasa a ser lo mismo que el resto: un espectador. En este caso, un espectador del éxito extremo, pero también de la nada más extrema. Gracias a dos gallinas, una de barro, otra de papel, hoy sabemos el carácter grotesco de lo que sabíamos grotesco. Pero, en todo caso, estas líneas las he empezado para hablar de otra cosa. Que son tres. Una hucha, esa imagen, en los adultos, de los flujos inconstantes, de la inestabilidad, de la inseguridad, de la fragilidad. Una cena con el poderoso. Y la posibilidad que eso supone para ser espectador de lo grotesco.
Tengo la sensación de que con su cena frente al poderoso, que a él le costó una gallina ciega, lo que era mucho, Max Aub no plantea un suceso del pasado, sino una primera vez. Algo, una situación, un desnivel, una crueldad que ha proseguido. Es más, tengo la sensación de que asisto a cenas con mi hucha, una gallina ciega. Nadie la ve, pero picotea las migajas, me da fuego cuando saco un cigarrillo, y bromea conmigo de todo aquello que escuchamos. Tengo la sensación de ver los personajes que vio Max Aub. Estuvieron en el sitio indicado, porque en ello invirtieron toda su fuerza, que tal vez llamen exilio interior en unos años. Son muchos. Nunca han sido tantos. Ya no son falangistas. Son todo. Lo que indica que la victoria, tras las últimas guerras, ha debido de ser absoluta. Lo han ganado todo. Y hacen muy bien en exiliarnos. No tenemos país, y carecemos de la posibilidad de reconocerlo, ni siquiera al tacto, pero como adultos poseedores de una hucha, mantenemos toda la capacidad para ver lo grotesco.
En una exposición que aún se puede ver en el Reina Sofía –El pensamiento perdido–, sobre el exilio republicano, hay un objeto modificado, sorprendente. Se trata de una hucha de barro, con la forma de una gallina. El propietario, para hacer un juego de palabras sin palabras, con objetos, vendó los ojos de esa...
Autor >
Guillem Martínez
Es autor de 'CT o la cultura de la Transición. Crítica a 35 años de cultura española' (Debolsillo), de '57 días en Piolín' de la colección Contextos (CTXT/Lengua de Trapo), de 'Caja de brujas', de la misma colección y de 'Los Domingos', una selección de sus artículos dominicales (Anagrama). Su último libro es 'Como los griegos' (Escritos contextatarios).
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