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Sin aviso previo, han quitado las gárgolas de la catedral. Llevaban ahí siglos, hasta que, de pronto, las han retirado puntualmente, para repararlas. Antes de llevárselas a un taller, las han puesto sobre el suelo, como se ponen los cadáveres para ser reconocidos tras un bombardeo. Así es como me las he encontrado. Las he estado mirando un largo rato, hasta que, en efecto, las he reconocido. He visto en ellas algo familiar y trascendente, un secreto olvidado. Me lo iba a formular a mí mismo cuando, de pronto, he visto, al lado de las gárgolas, una manera fascinante de disponer las piernas. Era ella. Y sus piernas brillantes, que antaño tanto acaricié. Hacía años que no la veía. Nos hemos acercado velozmente uno al otro. Y nos hemos abrazado y besado. Su cabello olía, en efecto, a su cabello. Ninguno de nosotros es de esa ciudad, de repente sin gárgolas, por lo que hemos hablado de la casualidad. Eso nos ha llevado a hablar del trabajo, y de los horarios. En general, hemos hablado unos minutos, en una conversación tan extraña que ni siquiera han aparecido en ella las gárgolas a nuestros pies, lo único verdaderamente singular que hemos vivido desde que dejamos de vernos. Tampoco, por lo mismo, ha aparecido ninguna otra cosa en verdad extraña, como la primera noche que pasamos separados. Y la siguiente. Y la siguiente. Y, por encima de todo, no hemos hablado de la razón de todo ello, que nos hemos cuidado de no formular. Luego, nos hemos despedido y nos hemos separado, posiblemente para siempre, esa palabra tan larga. La he visto alejarse y, más aún, la he escuchado alejarse, pues nadie hacía sonar los tacones como ella. Y, después, he seguido mirando las gárgolas. Me he perdido en sus detalles inauditos y singulares, hasta que, nuevamente, he vuelto a ver algo trascendente y familiar en ellas, un secreto olvidado que ahora, por fin, me puedo formular a mí mismo en su crudeza.
El dolor es algo tan hondo e intenso que es preciso no verbalizarlo. No se debe hablar de él jamás. Pero, si se comete el error de no poder evitarlo, es preciso depurarlo y alejarlo, hasta hablar de él como si fuera el dolor de otro. Como hacían los canteros de las catedrales, aquellas personas que esculpían piedras regulares, pero que para hablar de su dolor –ahora lo comprendo– esculpían de forma esporádica gárgolas, piedras singulares y diferentes, que ubicaban al límite de lo posible, lo más alejadas del edificio, casi lejos de él. Al punto que solo ahora, siglos después, cuando están agrupadas en el suelo, como una jauría de monstruos, se puede constatar su monstruosidad turbadora, que no es otra cosa que dolor y dolor y dolor reunido.
Sin aviso previo, han quitado las gárgolas de la catedral. Llevaban ahí siglos, hasta que, de pronto, las han retirado puntualmente, para repararlas. Antes de llevárselas a un taller, las han puesto sobre el suelo, como se ponen los cadáveres para ser reconocidos tras un bombardeo. Así es como me las he...
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Guillem Martínez
Es autor de 'CT o la cultura de la Transición. Crítica a 35 años de cultura española' (Debolsillo), de '57 días en Piolín' de la colección Contextos (CTXT/Lengua de Trapo), de 'Caja de brujas', de la misma colección y de 'Los Domingos', una selección de sus artículos dominicales (Anagrama). Su último libro es 'Como los griegos' (Escritos contextatarios).
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