LITERATURA
Satanás, Dios y la novela negra
Reconozco no sentirme demasiado animado a predecir quién es el asesino, que a fin de cuentas podría deducirse aplicando una bochornosa ecuación
Francisco Solano 19/11/2022
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La novela negra, o más propiamente su éxito, según Siegfried Kracauer (lo recuerda Daniele Giglioli en Crítica de la víctima, Herder, 2014), es una angustia teológica secularizada. Presupone un desarreglo del orden establecido y la apelación a una justicia reparadora y luego de carácter celestial. No faltan los asesinos atrabiliarios y seductores, al modo de los rebeldes y justicieros. En la línea de flotación de la legalidad, a ellos se oponen investigadores y detectives privados, como las caras de la misma moneda, y el narrador, si es omnisciente, intenta, sin conseguirlo, que la moneda lanzada al aire caiga de canto por un azar tan intrincado como la propia investigación. No faltan ocasiones, demasiadas, donde el género se muestra muy perspicaz con el cinismo moral del detective, presentándole como renegado de una causa que ha hecho del fracaso un aliciente para él y los asesinos. Esto se produce en la novela negra norteamericana; el detective es un delegado de Dios, como los profetas bíblicos, enfrentado a la corrupción de las instituciones para dar cuenta de la desviación en que incurre la justicia que, aunque se demuestra ineficiente, se promueve como honorable. Que la corrupción abarque no sólo las instituciones, sino también los ensueños de los personajes, nos alerta sobre un mundo no ya mal planificado, sino voluntariamente dispuesto a provocar espanto. Esto lleva a algunos autores a la truculencia; no faltan descripciones de cuerpos (de mujer, según la convención) con todo tipo de mutilaciones y atrocidades. Así, a la par que la corrupción, hallamos el atropello a la belleza como perversión y escándalo. Parece que esta violencia, propia del depredador, es consustancial al asesino y así se presenta en las novelas. Pero detrás, o más bien delante, se halla lo que se podría llamar la tribulación de Dios, un ser que hemos creado para justificar que la belleza sea no sólo perecedera, sino que al hombre le asista la urgencia de destruirla antes de que la destruya Dios. Así, trabajando para el esclarecimiento, el detective esclarece un caso, pero no evita que la noción de víctima caiga también sobre él.
Detrás de la incógnita hay un asesino, o debe de haberlo, para que tenga sentido, o sea para que la igualdad oculte al asesino
Reconozco no sentirme demasiado animado a predecir quién es el asesino, que a fin de cuentas podría deducirse aplicando una bochornosa ecuación, un número oculto que, tras las operaciones de la investigación, tendrá que despejarse para encontrar su identidad numérica. De manera que, cuando sucede, produce decepción (una experiencia común), ya que una ecuación resuelta es decepcionante por la preeminencia del signo igual, del que no puede prescindir. Pero también denota que la incógnita se puede aplicar a cualquiera, o dicho de otro modo, que detrás de la incógnita hay un asesino, o debe de haberlo, para que tenga sentido, o sea para que la igualdad oculte al asesino. De ahí que importe en la novela negra no saber quién es el asesino, y eso también funciona conociendo al asesino, pero emancipado a un nivel declaradamente teológico. Recuérdese Crimen y castigo o El túnel. En la segunda se trata de una confesión, como también en El cartero siempre llama dos veces, y esto desplaza la narración al análisis de la personalidad del asesino, como si la incógnita de la ecuación se desincrustara para participar de un orden más psicológico que matemático. Con esta presencialidad del interior del narrador, que se desarrolla como un alegato, el género declara más directamente su condición trágica, la pugna del hombre con el azar, Dios y el demonio. El azar no tiene sitio en la justicia; puede favorecer o incordiar una investigación, pero se opone a la investigación con lo imprevisible; es decir que es, para la justicia, un enemigo oculto que enreda los indicios para poner a prueba la sagacidad del detective. Así, el azar y la justicia se dan la espalda; solo cara a cara aparece la legislación cuya aplicación permite resolver el caso, como sucede con Dios y el demonio, que no han dejado de detestarse, precisamente porque los dos provienen del mismo cielo.
A lo que quiero llegar es a la evidencia de que el demonio no se priva de ejercer la seducción del mal, su máximo atributo, y eso determina la emoción de leer novela negra, al imponer una atención sobresaltada del desorden moral que no se entendería sin el ángel de las tinieblas. Olvidamos que él es el verdadero asesino, aunque en el último capítulo se trate del yerno de la heroína o de su padre, opciones que decepcionan, porque alguno tenía que ser. El lector, con la resolución, se dice que respira mejor, pero es una respiración consoladora y fugaz: el demonio seguirá matando. De manera que se podría decir que el aficionado al género negro por el género mismo es un seguidor de Satanás, quiero decir un teólogo de andar por casa, que acusa al demonio del asesinato de hombres y mujeres (más mujeres que hombres) por falta de atrevimiento de declarar culpable a Dios, que ha creado a los hombres para que se maten entre ellos.
La novela negra, o más propiamente su éxito, según Siegfried Kracauer (lo recuerda Daniele Giglioli en Crítica de la víctima, Herder, 2014), es una angustia teológica secularizada. Presupone un desarreglo del orden establecido y la apelación a una justicia reparadora y luego de carácter celestial. No...
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