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cine

Terrores pasados, terrores contemporáneos

La saga de ‘Halloween’ termina. Echamos la vista atrás para ver qué se ha transformado y qué se ha perdido

Guillermo Martínez Valdunquillo 9/12/2022

<p>Michael Myers, personaje protagonista de la película <em>Halloween</em> (Carpenter, 1978). </p>

Michael Myers, personaje protagonista de la película Halloween (Carpenter, 1978). 

Ryan Green/Univers

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Hace poco se publicó una entrevista a John Carpenter en una web de videojuegos donde le pidieron su opinión sobre el concepto de ‘terror elevado’, a lo que Carpenter respondió, con su acostumbrado talante entrañable, que no tenía ni idea de lo que le estaban preguntando. Yo tampoco estoy muy seguro de lo que significa, aunque, como sugería pícaramente Carpenter, me lo puedo imaginar. Sin embargo, más allá de la propia definición del término, que parece más un cajón de sastre que otra cosa, la pregunta evidencia la transformación del cine de terror –o, tal vez, su intento– en la última década, que algunos consideran una nueva edad de oro y otros, más escépticos, simplemente consideramos poco más que una lucrativa oportunidad de negocio. Pero ahí están Jordan Peele, Edgar Wright, Robert Eggers o Ari Aster como buenos ejemplos de este ‘terror elevado’ que parece haberse convertido en la norma de la industria y que ha traído también las secuelas de Halloween, saga que el propio Carpenter inauguró en los años setenta y que ahora llega a su fin con esta nueva trilogía oficial, no sabemos si de terror elevado o subterráneo, pero que ofrece un espacio de discusión interesante sobre el presente y el pasado del género. En ellas está involucrado el propio Carpenter, por lo que tienen carácter oficial, aunque haya decidido quedarse en un discreto segundo plano, conformándose con componer la música y asesorar, de vez en cuando, al director de la trilogía. 

Cuarenta años pasaron entre el estreno del Halloween original y su secuela oficial, de 2018. Cuarenta años en los que, aun con tantas nuevas tendencias, el terror se ha transformado bastante menos de lo que pudiera esperarse en un lapso de tiempo tan dilatado. En los sesenta y los setenta se definieron casi todos los motivos, las técnicas y aproximaciones del género, y desde entonces todo ha sido una repetición continua de estos elementos, con importantes excepciones, es cierto, pero sin demasiado espacio para la sorpresa. La evolución de la industria y la realidad contemporánea han modelado el material con el que se crean estas películas, pero bajo ellas, bajo esos nuevos discursos que puedan desplegarse, se encuentra el terror adolescente o los cuentos de brujas y fantasmas, con sus arquetípicos personajes y su desarrollo dramático. En ese aspecto, Halloween fue una película fundacional, de extrema sencillez y economía: la historia de un grupo de adolescentes brutalmente asesinados la noche de Halloween a manos del imparable Michael Myers. Una matanza sin propósito en una película despojada de cualquier discurso. Comparte con La matanza de Texas la simplicidad del relato de horror, la presencia en sus imágenes del mal puro, inexplicable, sublime en cierta manera, aquel que atrae y repele por igual a quien lo contempla. 

Sin embargo, sería injusto atribuir el éxito de estas películas simplemente a su novedad, a haber sido las primeras en plantear algo que luego ha marcado uno de los géneros cinematográficos más populares para siempre. Sería injusto porque la clave de su éxito no es tanto la precocidad como el uso –o el reciclaje, si se quiere– de las ideas que directores como Hitchcock implementaron en su obra durante décadas ni tampoco el uso de las posibilidades cada vez más amplias de la técnica y los efectos de su tiempo. El cine de terror, pese a su aparente ruptura con el pasado, fue un heredero directo de ciertas tendencias del cine clásico. Halloween abre, sin embargo, con una escena sorprendente: en afán de explicar el siniestro origen de Michael Myers, vemos un plano secuencia subjetivo del propio Michael Myers de niño, cuando cometió su primer asesinato matando a su hermana. De esta forma, Carpenter nos introduce a la vez en el punto de vista de Myers –no en su mente, inexpugnable durante toda la saga– y lo que es más importante, en el espacio físico de su hogar, que a la postre será determinante para la construcción de sus películas. Este largo plano nos ayuda –aunque no sea esta la razón de su existencia– a construir un mapa mental de su casa, es decir, a orientarnos dentro de la ficción, pues la clave del cine de terror es precisamente el espacio. 

La clave de su éxito no es tanto la precocidad como el uso de las ideas que directores como Hitchcock implementaron en su obra durante décadas

La inquietud y el miedo se despliegan con toda su fuerza cuando somos plenamente conscientes de las dimensiones del lugar donde aparece; cuando sabemos que detrás del personaje hay una puerta abierta que da al sótano, o que, a su derecha, fuera de campo, existe un armario donde este puede esconderse. John Carpenter ha sido siempre un dominador absoluto de este material, y es en Halloween donde probablemente lo trabajó de forma más expresiva. Michael Myers penetra los espacios cotidianos del idílico pueblo de Haddonfield en silencio. Se oye, si acaso, su pesada respiración, o alguna puerta golpeando el marco, pero su presencia es fantasmal, pues aparece y desaparece a voluntad, generando una sensación de peligro constante. Al ser conscientes de las dimensiones del espacio, teorizamos sobre dónde puede esconderse, sobre qué lugar ocupa en cada momento y por dónde atacará a los personajes. Si consideramos al plano secuencia como aquel que alberga una sucesión de acontecimientos simultáneos, entonces casi toda Halloween está rodada con planos secuencia, pues sus imágenes, parcialmente vacías, generan la ilusión –unas veces materializada en realidad, otras no– de que está ocurriendo algo en la misma imagen, que Michael Myers se esconde en el resquicio de una puerta listo para atacar, aunque no se vea nada más que el asustado rostro de la víctima sobre un fondo de oscuridad. 

Carpenter siempre fue, más allá de Halloween, un enamorado del espacio. Una buena parte de su filmografía –al menos, Asalto a la comisaría del distrito 13, La niebla, 1997: Rescate en Nueva York y 2013: Rescate en L.A., El príncipe de las tinieblas y En la boca del miedo– trata sobre un lugar asediado, ya sea una ciudad al completo o simplemente un hogar. En su cine se despiertan, como resultado de una extraña nigromancia, todos los temores del pueblo estadounidense. Rescate en Nueva York y Rescate en L.A. tratan, por ejemplo, sobre el estallido –y posterior domesticación– de un hipotético caos institucional. En la nación de la ley y el orden, el descontrol del crimen obliga a las autoridades a transformar sus ciudades-símbolo –Nueva York y Los Ángeles– en enormes espacios carcelarios donde contener a todos los indeseables, terroristas y criminales. Estados Unidos es en el presente el país con mayor porcentaje de población encarcelada del mundo y estas dos películas parecen la culminación del delirio policial que vive ese país desde hace décadas. Asalto a la comisaría del distrito 13 agita otra de estas neurosis, también relacionada con la seguridad. Un grupo de criminales ataca una comisaría de Los Ángeles para cargarse a un hombre que había asesinado a uno de sus compañeros. Al principio hay un motivo de venganza, pero, al comenzar el asalto, la humanidad de los atacantes se difumina. Estos dejan de ser individuos buscando justicia para convertirse en una masa informe de violentos asaltantes, sin personalidad o autonomía, poco más que zombis. La comisaría, un símbolo del orden y de la estabilidad es asaltada por una marea de atacantes multiétnicos despojados de propósito y razón, un terror que hoy en día se consideraría una metáfora de la inmigración, pero, atendiendo a la historia de Los Ángeles, también puede verse como un recuerdo de los graves disturbios de Watts de 1966, ocurridos diez años antes del estreno de la película. John Carpenter siempre ha jugado con estas metáforas sociales, planificando un campo de batalla en el que Estados Unidos como nación se enfrenta a sí misma, pero haciéndolo desde el discurso de las imágenes, nunca desde la literalidad. 

John Carpenter siempre ha jugado con estas metáforas sociales, planificando un campo de batalla en el que Estados Unidos como nación se enfrenta a sí misma

En Halloweenencontramos un planteamiento similar con diferente desenlace. Michael Myers representa otra amenaza al sueño americano, pero en este caso no busca destruir el orden policial o carcelario, sino el espacio simbólico del bienestar y el progreso, es decir, el suburbio. El pueblo de Haddonfield es la culminación del sueño americano de clase media, un lugar despojado de conflicto, ordenado y limpio, con sus casitas de madera ajardinadas, sus parques arbolados y sus modernos institutos. El asesinato de la hermana de Michael Myers es el primer punto de ruptura que plantea la película con ese edénico bienestar. Años después, cuando Myers vuelve a la ciudad decidido a aterrorizarla de nuevo, el suburbio es completamente asediado. Sin embargo, como en el caso de los asaltantes de la comisaría del distrito 13, no existe un motivo claro para explicar sus acciones. Se le presenta como un perturbado internado en un psiquiátrico, pero más allá de eso no hay razón que explique el delirio sangriento que lleva a cabo al escapar de esa institución. Michael Myers se vale de su gran fuerza y astucia para atacar a sus víctimas desde los lugares más insospechados, pero debido a que la razón de estos asesinatos no se explique, su silencio perpetuo y tolerancia al daño físico y la ausencia de motivación o razón en sus acciones no es posible pensar en él como un humano. Michael Myers es un asesino en serie simbólico –como simbólicos eran los asaltantes de la comisaría, o los perturbados habitantes de las ciudades sitiadas de Nueva York o Los Ángeles– porque su razón de ser es representar una amenaza al estilo de vida americano. Por eso Michael Myers no asalta barrios céntricos ni rascacielos, sino un tranquilo municipio repleto de zonas verdes y pacíficos habitantes. 

En ese sentido, el propósito de la película está completado. El baño de sangre irracional con el que Myers somete al municipio de Haddonfield no necesita mayor explicación, ni por lo tanto una secuela . Sin embargo, tal fue el éxito del cine de terror en aquella época, y de Halloween en particular, que se rodaron secuelas de toda clase donde se intentaba explicar el origen y la motivación de Myers, el devenir del personaje de Laurie Strode –Jamie Lee Curtis– o incluso, de la mano de Rob Zombie, se relanzó la saga desde el principio. Pero las únicas secuelas oficiales son las tres obras que forman la trilogía de David Gordon Green, que termina este año con Halloween Ends. Tres películas que rescatan al personaje de Myers y a Jamie Lee Curtis para enfrentarlos de nuevo en el mismo campo de batalla, Haddonfield, pero 40 años después. En cierto modo, esto parece más una forma de dar una conclusión a la nostalgia de los fans originales que a la propia saga. Si ahora todo tiene secuela, por qué Halloween no debería tenerla y así, reeditar en los términos contemporáneos, las fantasías terroríficas del pasado. La trilogía pretendía acabar con esa ansiedad que daba el final inconcluso de la primera película y ofrecer un relato cerrado al espectador. Por eso la primera película de la trilogía, Halloween, de 2018, es casi un remake adaptado de la original, pues lo único que cambia en ella es que Laurie Strode no es una indefensa niñera sino una anciana preparacionista, escéptica de la capacidad del sistema de volver a enfrentarse a Michael Myers. Convencida de que éste regresará, ha transformado su hogar en una fortaleza, preparándose, como los fans de la saga, para el retorno inevitable de Michael Myers. En este espacio narrativo familiar, no hay mucho espacio para la sorpresa y, por lo tanto, tampoco para el error. Lo más interesante de la trilogía vino después, con Halloween Kills y Halloween Ends, donde David Gordon Green ya no podía seguir la fórmula de la entrega clásica y tuvo que inventar un final imposible para una historia sin final.

Esta nueva trilogía trae consigo un nuevo enemigo: el propio ser humano. Si en el cine de Carpenter el enemigo suele ser el sistema o un ente sobrenatural, en el siglo XXI el malo somos nosotros, quién si no. En Halloween Kills, la impotencia de la policía y la desprotección que sienten los habitantes de Haddonfield ante la matanza indiscriminada de Myers los lleva a montar grupos de vigilancia vecinal, armados con revólveres y bates de béisbol, para cazar a la bestia y proteger sus casas y familias. Paranoicos y sedientos de venganza, parecen reaccionar a la propia película original, intentando vengarse de la pasividad de Carpenter con Michael Myers. Él fue el que dejó que ocurriera una matanza en Haddonfield y, ahora, toman las armas contra su creación. Haddonfield se rebela, parece decirnos David Gordon Green, aunque los perturbados vecinos acaban confundiendo a un pobre tipo con su verdadero enemigo, provocando su muerte, por lo que recibirán su merecido de mano del propio Myers cuando, tras encontrarle y propinarle una paliza, el asesino se vuelva a levantar y acabe violentamente con todos. El hecho de que nunca se explique este poder sobrenatural de Michael Myers –no sólo su fuerza, sino el origen de su maldad y, por lo tanto, de su inhumanidad– lo relaciona más con los zombis o los villanos de Asalto a la comisaría del Distrito 13 que con un asesino en serie convencional. Esa inhumanidad lo hace encajar de alguna forma en la reflexión sobre el zombi contemporáneo que Fernando Broncano escribió en Cultura es nombre de derrota, que es aquel que, por carecer de cualquier clase de humanidad o razón, es el blanco ideal para “desahogar todas las pulsiones homicidas de los seres humanos sobre los seres humanos”, pues no son más que puro mal y pueden ser destruidos sin consecuencias legales o morales. 

Pero conforme la trilogía avanza, Michael Myers pierde progresivamente esa inhumanidad. Sigue siendo una presencia sobrenatural, sí, pero la propia maldad del ser humano –representada en la muerte de ese hombre inocente en Halloween Kills o en el perturbado personaje de Halloween Ends interpretado por Rohan Campbell– de alguna manera lo iguala a los vecinos de Haddonfield. Entre estas dos películas pasan cuatro años, por lo que cabe preguntarse si el linchamiento al que someten a Myers al final de Halloween Kills es el verdadero final de la saga, el punto en el que, cínicamente, David Gordon Green convierte a todos los habitantes de Haddonfield en pequeñas versiones de Michael Myers, idea que continúa en la secuela. Esto explicaría por qué, tras los cuatro años que separan Halloween Kills de Halloween Ends, la población del pueblo parece haber sufrido un reset y no recuerda con mucho trauma que poco tiempo atrás un asesino inmortal acabó con la vida de cincuenta o sesenta personas en una noche. Halloween Ends vuelve a ser, como la original de Carpenter, una película de terror localizado, privado, donde el horror ocurre con una interferencia mínima desde el exterior, justo al contrario que en su precuela, marcada por el delirio colectivo. Laurie Strode, encadenada de por vida al trauma, es la única que recuerda lo ocurrido –aunque finja no hacerlo y abandone su voluntad preparacionista– y, por lo tanto, la única que puede poner fin al mal sobrenatural que sigue acechando la ciudad. 

La trilogía de David Gordon Green ha asimilado la película original de Carpenter sin, parece ser, darse cuenta de lo que hacía interesante a esa película

Pero este mal, y aquí es donde se evidencia la diferencia de enfoque entre la idea original de Carpenter y la de David Gordon Green, no se construye a través del espacio. En la trilogía hay una buena cantidad de asesinatos de toda clase, pero la mayoría –salvo aquellos que se encuentran al principio o final de las películas y funcionan a modo de presentación o conclusión– son intrascendentes y su ubicación, irrelevante. No responden a una voluntad de creación de lugares de terror sino a un interés de réplica y destrucción: debe haber asesinatos indiscriminados porque es el alma de la saga, se supone, pero no porque estos sirvan para elaborar algo. No es tanto que Michael Myers sea incapaz de no matar como que la saga es incapaz de sobrevivir a sí misma si no da continuamente lo que se espera de ella. John Carpenter convertía lo cotidiano en terror precisamente por su excepcionalidad: lo más horrible de la película original es que el lugar asaltado, Haddonfield, era una especie de paraíso urbano de clase media, y cada muerte y allanamiento de morada eran una ruptura de ese sueño americano que encarnaba el municipio. Pero el Haddonfield de David Gordon Green es un pueblo completamente diferente, un lugar conmocionado que recibe los nuevos asesinatos no como un trauma insalvable sino como el sparring de un campeón de boxeo, con cierta indiferencia hacia su salvajismo y repetición. Por lo tanto, ya no parece existir la necesidad de construir un espacio del terror –ese ya lo construyó Carpenter en su día–, basta con actualizarlo al mundo contemporáneo y llenarlo de asesinatos que cubran el cupo exigido por el público. El Halloween de David Gordon Green es político en un sentido diferente al de Carpenter; lo es en un sentido distópico, en la línea de otras producciones contemporáneas como La Purga. Al final de esta saga parece que lo menos importante es el propio Michael Myers y, por lo tanto, el terror, que no debe pensarse sólo como el hecho de sentir miedo sino también como el proceso mediante el cual las ideas de las imágenes se traducen en un discurso político y estético determinado. El asunto no es tanto ser fiel a los orígenes, sino comprenderlos para actualizarlos, como comprendió Psicosis II el terror freudiano de la Psicosis de Hitchcock. La trilogía de David Gordon Green ha asimilado la película original de Carpenter sin, parece ser, darse cuenta de lo que hacía interesante a esa película. Fracasa entonces en su intento de actualizarla al presente, pues donde había sugestión e ironía en la primera, ahora hay literalidad y cinismo y la estética de la que hace gala, estilo Netflix, no ayuda a olvidar la extraordinaria iluminación de la original. En la trituradora nostálgica de la industria del cine contemporáneo parece que lo único que se necesita traer del pasado es el personaje, el símbolo o el tema. Lo demás, irrelevante, se sustituye mecánicamente por la tendencia estética del momento, sin atender a la verdadera esencia del original –que, por supuesto puede ser subvertida, pero siempre con inteligencia. Tal vez lo peor que se puede esperar de una secuela o una serie de secuelas como las de David Gordon Green es que sean, más que malas o fallidas, irrelevantes. Es difícil decir que hayan aportado algo verdaderamente interesante a la saga, más allá de un entorno de debate curioso respecto a su forma y pertinencia, pero más difícil aún es pensarlas como un elemento interesante del terror contemporáneo y no como otro ejemplo más de la anemia que vive actualmente la industria del cine. Habrá que buscar nuevas fronteras en el terror lejos de ella, pero también cuestionarlo todo y preguntarnos, como hizo Alfredo Duro en su día, qué es Halloween.

Hace poco se publicó una entrevista a John Carpenter en una web de videojuegos donde le pidieron su opinión sobre el concepto de ‘terror elevado’, a lo que Carpenter respondió, con su acostumbrado talante entrañable, que no tenía ni idea de lo que le estaban preguntando. Yo tampoco estoy muy seguro de lo que...

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Autor >

Guillermo Martínez Valdunquillo

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