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Puede sorprender, pero la pesca de arrastre se empezó a practicar en el siglo XIX, con barcos veleros. Fue entonces cuando los barcos que faenaban con el arte del arrastre empezaron a pescar objetos extraños en el mar del Norte. En 1931 se produjo la captura más llamativa hasta ese momento. De un suelo marino que debía ser estéril, de arena, las redes rescataron un cuerno de ciervo, finamente labrado por una persona muerta hacía miles de años. Ese descubrimiento cambió el interés ante todos los objetos que se iban pescando en la zona. Se fueron ordenando, clasificando, meditando. Finalmente, con el paso de los años, se fue marcando con GPS cada punto de recogida, que pasó a ser considerado un yacimiento arqueológico, sensible de ser interpretado. Todas las flechas, las armas, las puntas de arpón, las herramientas, los esqueletos de mamuts, de leones, y de humanos de dos especies –Sapiens Neardental y Sapiens Sapiens–, fueron determinando un territorio, que ya en los años 80 del siglo XX fue denominado con naturalidad Doggerland, por el banco de arena Dogger, de poca profundidad, un punto del mar muy conocido en la zona. Con el tiempo, los mapas de ultrasonidos del suelo marino, realizados por compañías petrolíferas, hicieron el resto: la configuración, incluso su dibujo en mapas, de una vasta extensión de tierra, emergida hasta el año 6500 adC o el 6200 adC. Un gran territorio, una región hermosa y verde, poblada por personas y animales, y que iba, desde Dinamarca y la costa alemana, hasta las actuales costas de Inglaterra y Escocia, una Gran Bretaña unida a Irlanda, y en ocasiones también a Francia, de la que quedaba separada por un canal no tan amplio como el actual Canal de la Mancha. El grueso de la actual Europa insular atlántica no existía, sino que estaba unida al continente. En Doggerland había grandes ríos. El Támesis, por ejemplo, era un afluente del Rin, un río más voluminoso que el actual. También había lagos, uno de ellos descomunal. Por los objetos encontrados y sacados a la superficie, en la región había zonas a las que los humanos iban a cazar, o a pescar salmones durante días, coincidiendo con alguna estación. Eran puntos de encuentro. Pero también había zonas exclusivamente para encuentros de tipo religioso o ritual, o social, o/y para encontrar pareja. Por la disciplina geológica se sabe que la zona se fue inundando lentamente, debido al calentamiento paulatino. Lo que obligó, en primer lugar, a una vida difícil, en constante combate contra las inundaciones. Y lo que obligó, más tarde, a una gran y constante emigración hacia zonas más seguras, ya sea hacia Inglaterra o hacia Dinamarca, donde se han encontrado vestigios de asentamientos densos, conforme Doggerland se acercaba a su fin. Son vestigios de los refugiados que fueron llegando, derrotados por el cambio climático. Es posible suponer que esas migraciones provocaron algún tipo de conflicto por los recursos. En todo caso, la lenta inundación del territorio se aceleró sobremanera con el Corrimiento de Storegga, en Noruega. Se trata del corrimiento de tierras más grande que se haya constatado, que pudo provocar un maremoto y un Tsunami posterior, con olas de hasta un centenar de metros. Con ese tsunami parece ser que Gran Bretaña pasó a ser, definitivamente, una isla, y que Doggerland pasó también a ser otra isla mucho menor, similar en su tamaño a la actual Sicilia, que hubiera ocupado el espacio que hoy ocupa el Banco de Dogger.
De Doggerland, en todo caso, no queda nada. Lo que sacan las redes, así como bosques sumergidos, casas, asentamientos, muros, cauces que solo ven los submarinistas. Quizás queda también cierta tristeza. El recuerdo, falso, inexistente, de haber dispuesto de un paisaje definitivamente perdido. El recuerdo, también falso, inexistente, de un exilio forzado. Una pérdida, en fin, gaseosa, imposible de materializar, porque nadie recuerda haber perdido nada. Tal vez la añoranza de Doggerland son esos segundos en los que uno sabe que lo ha perdido todo, sin llegar, no obstante, a poder enumerar lo perdido. Queda también un país que no llegó a existir, por lo que, siglos después, nadie pudo matar o morir por él. Tal vez Doggerland es, en ese sentido, la única tierra europea libre de sangre y de asesinatos masivos por banderas. Nadie de Doggerland murió por gas mostaza, o por gas zyklón, nadie de Doggerland fue delatado ni delató a nadie. Y, por último –he empezado a escribir estas líneas precisamente para constatar este descubrimiento personal, al que llegué el mismo día que supe de Doggerland, y sobre el que no he podido dejar de pensar–, queda la descripción de un país muerto, del que conocemos muchos detalles. Sus cauces, su orografía, sus bosques, sus caladeros de salmones, sus centros de reunión, sus emigraciones, sus conflictos por los recursos. Lo que es mucho. Demasiado como para no sospechar que un país muerto se parece mucho, sobremanera, a un país vivo. Una forma de entender, de golpe, sorpresivamente, y con el rostro que ello conlleva, que un país vivo se parece mucho, sobremanera, a un país absolutamente muerto y sumergido en el océano.
Puede sorprender, pero la pesca de arrastre se empezó a practicar en el siglo XIX, con barcos veleros. Fue entonces cuando los barcos que faenaban con el arte del arrastre empezaron a pescar objetos extraños en el mar del Norte. En 1931 se produjo la captura más llamativa hasta ese momento. De un suelo marino que...
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Guillem Martínez
Es autor de 'CT o la cultura de la Transición. Crítica a 35 años de cultura española' (Debolsillo), de '57 días en Piolín' de la colección Contextos (CTXT/Lengua de Trapo), de 'Caja de brujas', de la misma colección y de 'Los Domingos', una selección de sus artículos dominicales (Anagrama). Su último libro es 'Como los griegos' (Escritos contextatarios).
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