LA MONTAÑA RUSA
Las máscaras de la intimidad
Tenemos que estabilizar a regañadientes y con cierta violencia el flujo de dudas y matices con el que encaramos los problemas en privado para poder hablar, vivir o trabajar en público
Gonzalo Torné 21/03/2023
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De niño me escandalizaba que uno pudiese pecar, además de con la acción y la palabra, también con el pensamiento. Soportaba mejor la violencia de que se vigilasen mis pensamientos que el escándalo de que todos los minutos de la radio-mental de todos y cada uno de los billones de humanos que habitan el mundo fuesen registrados para un eventual escrutinio futuro, me parecía un despilfarro de energía, con tanto recurso malgastado, ¿cómo no iba a estar vacío de vida el inmenso universo circundante? ¡Qué pésima gestión!
He recordado este escándalo infantil leyendo la correspondencia de Lovecraft, autor a quien nunca había encontrado motivos para asomarme, empujado por la magnífica edición de Artistas Martínez. Sabía (por influencia ambiental) que Lovecraft era una suerte de criptoconservador estadounidense recorrido por vetas de racismo cateto. Y aunque lo cierto es que el racismo cateto está ahí con toda su repugnancia, he terminado de leer las cartas con ganas de acercarme a los libros de Lovecraft.
Al principio he atribuido esta falta de rechazo a que las cartas desmienten otra idea preconcebida que tenía sobre Lovecraft. Esperaba un autor esotérico, oscuro, esquinado y algo flipado; esperaba, en fin, a uno de los lectores promedio de Lovecraft que conocí en la universidad, pero el desdichado Howard Phillips ha resultado ser un narrador concienzudo, racional, consciente del nicho donde podía desarrollar su talento y muy laborioso.
Pero eso no es todo, claro. Aunque una a una las declaraciones racistas de Lovecraft son violentas y reprochables, su eximente es que son aterradoramente privadas. Lovecraft no ocupó jamás un cargo de responsabilidad, no tomó decisiones públicas, ni siquiera disfrutó de un trabajo. Sus ideas (aunque sería más preciso hablar de nociones) apenas se propagaban en el estrecho círculo de su correspondencia, eran de una manera casi apabullante, impotentes. Un chapoteo irresponsable sin efectos sobre terceros.
(Por otro lado, no es complicado imaginar unas condiciones vitales más dulces o aireadas en las que el racismo bien documentado de Lovecraft evolucionase a posiciones más civilizadas. Era la época, desde luego, pero también las estrechas y tristes condiciones de vida del escritor).
Todo esto me ha llevado a pensar que en España (y seguramente también en otros países) se da una alteración algo aberrante del orden natural de la responsabilidad: como si fuese más intolerable en el plano moral lo que uno dice en privado que en público. Me explico (o lo intento): parece como si se asumiese un grado de hipocresía y conveniencia en la palabra expresada en público y que la privada ofreciese lo que “de verdad” piensa el sujeto del asunto, la clase de tipo que es, a lo vivo. No es que se le pueda pedir la misma responsabilidad a una declaración privada que a la declaración de un cargo público (ya no digamos sus acciones) pero se vive así la delación de la comunicación privada como verdaderas revelaciones.
Claro que el asunto tiene sus aristas. Presupone una concepción de los individuos un poco extraña, según la cual, en todo momento (y sea quien sea el interlocutor) todos y cada uno de nosotros tenemos una idea clara y cabal de cualquier asunto, que distorsionamos y matizamos en público para ir por el mundo. Cuando más bien parece lo contrario, que el flujo de dudas y matices con los que encaramos los problemas en privado los estabilizamos a regañadientes y con cierta violencia para hablar, vivir o trabajar en público.
(Por no hablar de cómo cambian las ideas con los años: qué estéril encapsular, por ejemplo, la vida mental de un escritor que vivió ochenta años en lo que dijo de muy joven o de muy viejo, ¡y en una carta!).
Al contrario, en ocasiones parece que en la comunicación privada las ideas se adaptan al interlocutor como si nos interesase experimentar la clase de persona que podríamos ser pensando un poco distinto de lo que solemos defender, aunque solo sea para rozar el pensamiento de los demás. De manera que no es tanto un asunto de sinceridad o hipocresía como de economía moral. O dicho de otro modo: no es tanto que en público llevemos una careta que nos quitamos en la conversación privada para mostrar nuestro auténtico rostro, como que la intimidad tiene muchas máscaras y en público tenemos que decidirnos por una.
De niño me escandalizaba que uno pudiese pecar, además de con la acción y la palabra, también con el pensamiento. Soportaba mejor la violencia de que se vigilasen mis pensamientos que el escándalo de que todos los minutos de la radio-mental de todos y cada uno de los billones de humanos que habitan el mundo...
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Gonzalo Torné
Es escritor. Ha publicado las novelas "Hilos de sangre" (2010); "Divorcio en el aire" (2013); "Años felices" (2017) y "El corazón de la fiesta" (2020).
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