trabajo más humano
Los beneficios de las eléctricas y la democracia en la empresa
Debemos colocar los intereses y expectativas de las personas trabajadoras al mismo nivel que los intereses accionariales
Pedro Chaves / Ricard Serrano 28/03/2023
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Estas pasadas semanas han sido ricas en ejemplos que dan testimonio de la verdad implícita en las palabras de Plutarco: “La bebida apaga la sed, la comida sacia el hambre, pero el oro no apaga jamás la codicia”.
Viene a cuento esta sentencia latina después de conocer el asombroso caso de Ferrovial, una empresa mantenida y sostenida por el Estado y el maná proveniente de los fondos europeos que, en cuanto ha visto la oportunidad, cambia su querida patria por un lucrativo asilo fiscal en otro país de la UE. Es una empresa que en los dos últimos años ha ganado 1.400 millones de euros.
Es este un caso que reúne, por sí solo, varias asombrosas situaciones: el uso fraudulento del Estado como salvavidas provisional; la competencia fiscal entre países de la UE y el patriotismo de cuenta corriente del capitalismo global. No está de más señalar, adicionalmente, la cosa tonta de quienes creen tapar el sol con el dedo índice cuando aluden a especias como la “seguridad jurídica” o la “incertidumbre legal” para justificar este sinsentido.
Por otra parte, en 2022 las empresas del Ibex35 volvieron a superar sus máximos históricos. Por segundo año consecutivo, ganancias récord con un beneficio estimado de 52.000 millones de euros que duplica las cifras de 2019, el año anterior a la pandemia. Aumentaron, igualmente, el resultado bruto de explotación (un 7%) y los ingresos (un 32%).
Las energéticas del Ibex 35 multiplican por cuatro sus beneficios, consiguiendo un récord histórico
Por lo que nos concierne, las empresas de energía han conseguido en este pasado año unos beneficios verdaderamente extraordinarios. En general, las energéticas del Ibex 35 multiplican por cuatro sus beneficios, consiguiendo un récord histórico. Cifras mareantes que suman más de 10.100 millones de euros para las seis empresas cotizadas. Endesa consigue unos beneficios de 2.541 millones de euros, un 77% más que en 2021. Esto ha hecho que su consejero delegado, José Bogas, se haya embolsado 2,41 millones de euros en 2022, un 16% más que en 2021. Y, en general, el Consejo de Administración de la filial de Enel ha visto subir sus retribuciones hasta los 4,57 millones de euros, un 5% más que en 2021.
Números apabullantes que contrastan con el recurso contencioso-administrativo que han presentado las empresas integradas en la AELEC (Asociación de Empresas de Energía Eléctrica) contra el impuesto que grava sus beneficios extraordinarios por considerarlo “discriminatorio e injustificado”.
Curiosa, por decir algo, esta actitud de la gran patronal de la energía que utiliza una mano para pedir fondos públicos a través de los Next Generation Funds (26.000 millones de euros en el caso de Endesa) mientras emplea la otra para seguir hurgando en el bolsillo del Estado, en este caso tratando de impedir que pueda tener uso social un impuesto que grava sólo una parte de sus beneficios “extraordinarios”. Menos comprensible, todavía, si pensamos en que, como resultado de la crisis financiera de 2008, se creó una situación de “pobreza energética” que afecta a millones de personas en toda Europa y que convierte un “servicio público” –la energía– en un activo financiero responsabilidad, sólo, de los mercados bursátiles.
Los procesos de privatización y liberalización son los responsables de la pérdida de capacidad de control para que la energía sea un derecho
Denunciar la codicia, primero, e intentar domesticarla, después, es un desafío moral y ético pero no solo eso. Si la lógica del beneficio accionarial da como resultado esta total deserción moral de las empresas respecto a la sociedad en la que operan, parece más que razonable proponer que la ciudadanía y los poderes públicos puedan controlar este apetito inaudito y desmesurado de beneficios. Habida cuenta de que hablamos de empresas con beneficios extraordinarios no relacionados tanto con su pericia empresarial como con su posición de mercado. Y considerando, además, esta dimensión de “servicio público” que mencionamos y que se oculta reiteradamente para favorecer que la empresa eluda sus responsabilidades y obligaciones.
La condición de “servicio público” hizo que, durante años, hubiera un modelo de control público sobre la actividad de las empresas eléctricas a través de diferentes vías. Los procesos de privatización y liberalización son los responsables no sólo de este crecimiento inaudito de los beneficios y de la irresponsabilidad de las empresas, también de la pérdida, por parte de la sociedad, de capacidad de control o intervención para que la energía sea un derecho y no un factor de exclusión social.
Lo cierto es que, sin un mínimo de cohesión social, las democracias, simplemente, no sobrevivirán. De hecho, la justicia social ha estado siempre en el centro de las aspiraciones a sociedades más inclusivas y, con ello, más democráticas y libres. No está de más recordar la Declaración de Filadelfia (1944, declaración que da origen a la Organización Internacional del Trabajo) que señala que la paz permanente solo puede alcanzarse a través de la justicia social y esto significa que “todos los seres humanos, sin distinción de raza, credo o sexo, tienen derecho a perseguir su bienestar material y su desarrollo espiritual en condiciones de libertad y dignidad, de seguridad económica y en igualdad de oportunidades”.
Durante décadas, este objetivo se entendió vinculado a la actividad de los poderes públicos y la necesidad de poner límites a la capacidad desbordante del mercado para colonizar todas las esferas de nuestra vida. Fueron los felices años del Estado del Bienestar, los que conocieron el período social y políticamente más inclusivo de la historia del capitalismo. Precisamente las décadas en las que el Estado y otros poderes públicos limitaron (solo eso) la actividad depredadora del mercado y forzaron a una redistribución económica a través de la política fiscal y la inversión pública.
El neoliberalismo restauró el dominio de la lógica de la oferta y la demanda y de la centralidad de los beneficios empresariales como única responsabilidad moral de los inversores y accionistas. Y, durante un tiempo, convenció a la sociedad de que el mercado, dejado a sí mismo, liberado de las exigencias de los controles y límites que el Estado le imponía, obraría el milagro de una prosperidad general y sin fin.
Este período de dominio neoliberal fue también el período de mayor retroceso en derechos laborales después de la II Guerra Mundial y, con ello, se ha puesto fin al ascensor social que permitió la movilidad social y la inclusión política durante décadas en nuestras sociedades. Así es que no solo es que los ricos son más ricos que nunca, es que se han deteriorado los equilibrios que estaban permitiendo democracias responsables y, tendencialmente, de calidad.
El mantra neoliberal de mantener la política alejada de los mercados tuvo como consecuencia un intento de colonizar el Estado en su propio beneficio
La preeminencia del neoliberalismo ha sido, también, el período de crecimiento de los “poderes salvajes” que empezaron a observar con desconfianza la participación política y la democracia misma. El mantra neoliberal de mantener la política alejada de los mercados tuvo como consecuencia un deterioro de la calidad de las democracias, pero también un intento, por parte de las grandes corporaciones, de colonizar el Estado en su propio beneficio.
Así es que la única verdad constatable, después de estas décadas de capitalismo accionarial, es que el mito del mercado autorregulado nos ha llevado a una situación catastrófica: mayor depredación de los recursos naturales, un incremento desconocido de la desigualdad social y un deterioro de la calidad de nuestros sistemas democráticos, cuyo corolario es el ascenso de la extrema derecha. Por supuesto, también beneficios extraordinarios y enriquecimiento exponencial de los que ya eran más ricos.
Si hay una lección que extraer de estas pasadas décadas de casino global, es la necesidad de una regulación social del mercado que controle sus excesos y que mejore la redistribución de rentas y recursos con un objetivo claro: hacer nuestras sociedades más inclusivas como condición para tener o mantener democracias de calidad. Pero esto solo ya no es suficiente.
Estas décadas han evidenciado que es necesario dejar de considerar a la empresa como un territorio ajeno a la participación democrática
Por una parte, estos años han sido también un período para reconocer el valor del conocimiento colectivamente creado y su potencial para hacer mejores nuestras sociedades. Estamos pensando en el saber científico creado en las universidades, centros de investigación, laboratorios. Pero pensamos también en el potencial de cambio de la inteligencia colectiva en las empresas y en el efecto multiplicador que tendría una estrategia global que pusiera esos saberes al servicio de la comunidad. Pues bien, la fragmentación que el capitalismo depredador ha introducido en todos los niveles hace imposible dimensionar a nivel social este conocimiento común y hacer operativa la condición de servicio público de muchas empresas, entre ellas las de energía.
Por otra parte, estas décadas han evidenciado también que es necesario dejar de considerar a la empresa como un territorio ajeno a la participación democrática. Si esta se hubiera producido, seguramente muchas de las indecentes noticias con que nos solemos desayunar, referidas a ganancias y salarios de escándalo, no se hubieran producido o no de la misma manera.
No hay ninguna razón para que la empresa siga siendo refractaria a la participación democrática y al control social sobre sus decisiones, habida cuenta del impacto de estas en la sociedad y de su significación económica y política. El giro neoliberal de hace cuatro décadas y su correlato en términos de gestión empresarial, la corporate governance, sometió a las direcciones de las empresas al único objetivo de crear valor para los accionistas a costa de lo que fuera necesario. Esa obsesión por el beneficio a corto plazo ha hecho un daño sin precedentes a nuestras sociedades y, además, ha impedido un debate democrático sobre la cuestión de saber qué producir y cómo y para qué hacerlo.
En el ámbito de la empresa, hemos vivido el deterioro de las condiciones laborales, por supuesto, pero también de la condición misma del trabajo, del reconocimiento asociado a las actividades productivas que realizamos. La corporate governance considera irrelevantes cosas como la pertenencia a un proyecto de empresa o encontrar sentido a la actividad laboral. Y, sin embargo, esta demanda de sentido y de reconocimiento forma parte imprescindible de nuestra condición humana y del papel socializador del empleo.
El corporate governance sometió a las direcciones de las empresas al único objetivo de crear valor para los accionistas a costa de lo que fuera necesario
Vivimos tiempos donde la crisis ecológica y la digitalización nos plantean con urgencia la necesidad de ese debate sobre nuestro modo de producir y consumir. Parece evidente que este modelo de capitalismo depredador, fundamentado en el beneficio accionarial como única estrategia, carece de la capacidad para promover ese debate. Por otra parte, su modelo empresarial reduce el trabajo a una mercancía que cuenta al mismo nivel que cualquier otro activo monetarizable.
Todos estos cambios tectónicos en la economía y sus correlatos en la empresa han impactado poderosamente en las relaciones laborales construidas en el contexto del contrato social de posguerra. Los sindicatos, entre otras cosas, se convirtieron en el objetivo número uno a batir por parte de los nuevos sacerdotes del neoliberalismo. Muy a su pesar, los sindicatos resistieron los golpes y siguen jugando un papel imprescindible en la defensa de condiciones laborales dignas en el mundo del trabajo. Pero somos conscientes de que también necesitamos repensar nuestro papel. El modelo tradicional de organización del conflicto en el seno de la empresa no es suficiente. Estamos exigidos a integrar los nuevos desafíos y a reclamar y reivindicar un papel imprescindible en la regulación social de procesos como la transición ecológica o la digital. Y ambos procesos, pero no solo estos, nos exigen dar un paso más allá de garantizar que estos cambios telúricos se producen minimizando los costes, repartiendo socialmente beneficios y riesgos y ofreciendo sentido y reconocimiento.
Esta perspectiva sitúa en el centro de nuestras demandas la cuestión de la democracia en la empresa. Esto significa colocar los intereses y expectativas de las personas trabajadoras al mismo nivel que los intereses accionariales. Y significa pensar en diseños institucionales que hagan esto posible, por ejemplo, la participación de las personas trabajadoras en el Consejo de Administración de las empresas. Esta experiencia ya existe en Alemania y puede ser pensada de manera más ambiciosa y, por otra parte, nos anima a considerar la perspectiva europea en este proceso de democratización de las relaciones laborales.
Necesitamos un impulso democrático que legitime institucionalmente el peso de los intereses y sueños de las personas trabajadoras
Somos firmes partidarios de mantener y fortalecer la libertad sindical, el derecho de huelga, la negociación colectiva o las elecciones sindicales como elementos sustanciales de nuestra propuesta. Todos ellos son pilares de la democracia económica y social que se han visto asaltados por la desregulación introducida por el neoliberalismo. Pero necesitamos un impulso democrático adicional que discuta sobre el poder en la empresa, que legitime institucionalmente el peso de los intereses y sueños de las personas trabajadoras. Y que introduzca en la gestión empresarial cotidiana los intereses del activo laboral de la empresa, así como los de la sociedad en su conjunto.
Y todo esto puede y debe hacerse, entendemos, desde un modelo sindical confederal y de clase como el que quiere representar la Sección Sindical de CC.OO. en Endesa. Un modelo que entiende y defiende que tan necesario es defender la mejora de las condiciones laborales y sociales de la plantilla de Endesa, como la necesidad de devolver a la sociedad la riqueza generada a través de nuestra actividad. Eso significa evidentemente, pagar impuestos que sostengan la sanidad, la educación y pensiones públicas. Y también, reclamar un papel institucional para las representantes de las personas trabajadoras en la dirección de la empresa, de modo que se dé presencia y visibilidad a la voz e intereses de aquellos y aquellas que invierten su trabajo, su ilusión y su vida en un proyecto empresarial.
Decía Castoriadis que el capitalismo vive agotando las reservas antropológicas de la humanidad, así como vive agotando los recursos naturales. Creemos que la lucha por la democratización de las empresas es un desafío de dimensiones civilizatorias: es la condición para recrear la socialización inherente al trabajo, sus capacidades inclusivas y democráticas.
Frente a la distopía neoliberal del “Fin del trabajo” nosotras reclamamos un “trabajo más humano” y en esa perspectiva, la democratización es la nueva frontera de la humanización de las relaciones laborales.
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Pedro Chaves es profesor de la Universidad de Alcalá y de la Universidad Carlos III de Madrid.
Ricard Serrano es secretario general de CC.OO. Endesa.
Estas pasadas semanas han sido ricas en ejemplos que dan testimonio de la verdad implícita en las palabras de Plutarco: “La bebida apaga la sed, la comida sacia el hambre, pero el oro no apaga jamás la codicia”.
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