Madrí, zona de obras
Viaducto
En 1934 se inauguró tal como lo conocemos, de estilo racionalista, con esos cuatro arcos en paralelo que da gloria verlos. Tras la guerra hubo que remozarlo: sufrió, como buen madrileño, los bombardeos franquistas
Ricardo Aguilera 16/04/2023
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Puente laico entre orillas consagradas, elegancia en hormigón pulido, vestigio republicano en tiempos de barbarie, punto final para madrileños desesperados. El Viaducto. Puede que esta ciudad albergue construcciones más bonitas: no las conozco.
Lo del Viaducto viene de antiguo. Desde el siglo XVII se hizo imperiosa la necesidad de salvar el tajo del arroyo de San Pedro, hoy calle Segovia. Los madrileños estaban hartos de subir y bajar las costanillas. En 1874 se construyó el primero, de madera y hormigón, bellísimo y estilizado. Aguantó hasta que el tráfico se volvió insoportable, allá por los años 30 del pasado siglo. Qué risa. Entonces, la República sacó a concurso la construcción de uno nuevo. El proyecto ganador lo firmaba el arquitecto Francisco Javier Ferrero Llusiá. En 1934 se estrenó el Viaducto que conocemos, de estilo racionalista, con esos cuatro arcos en paralelo que da gloria verlos. Tras la guerra hubo que remozarlo: sufrió, como buen madrileño, los bombardeos de la horda franquista. Décadas después, en 1977, hubo que reforzarlo: el tráfico otra vez. Incluso se pensó en demolerlo. Eran tiempos de la alcaldía de José Luis Álvarez, un hombre poca cosa que sabía que en esos años no estaba claro quién detentaba el poder, así que optó por lo mejor que puede hacer un alcalde de Madrid, visto lo visto: nada. Y ahí sigue; el Viaducto, no el alcalde.
En el extremo norte del Viaducto, el horror: la Catedral de la Almudena. El sitio no es caprichoso. Cuenta la leyenda, que cuando Alfonso VI de León tomó la ciudadela árabe de Madrid, allá por el siglo XI, andaba a la búsqueda de una imagen de la Virgen muy venerada. No la halló. Cayó de rodillas desesperado y se puso a rezar. Entonces, un muro se vino abajo y dejó al descubierto la imagen, que todavía estaba iluminada por las velas que encendieron siglos antes, cuando la tapiaron. Milagro, evidentemente. De ahí lo de Virgen de la Almudena: Al-mudayna, ciudadela en el idioma de los infieles de la morería.
La Almudena, templo paleto donde los haya que sólo sirve para funerales de Estado, bodas reales, Champions afanadas y visitas de turistas
Chorradas aparte, la catedral era un proyecto largamente acariciado por la beatería madrileña. Alfonso XII puso la primera piedra en 1883. Ciento diez años después, ya estaba lista para ser consagrada por aquel papa polaco que tanto daño hizo a la humanidad. Mejor ni nombrar a la bestia. Pese a que se lo tomaron con calma, el resultado es el que se ve: fea a rabiar. Dicen que su estilo es neoclásico en el exterior, neogótico en el interior y neo-romántico en la cripta. Para colmo, los adornos de las vidrieras son neocatecumenales, a cargo de un tipo peligroso: Kiko Argüello. Total, que este neo-adefesio es hoy la catedral oficial de Madrid, una ciudad que ha tenido otras catedrales oficiosas, todas ellas con más clase que la Almudena, templo paleto donde los haya que sólo sirve para funerales de Estado, bodas reales, Champions afanadas y visitas de turistas. El hogar del cateto.
Saliendo de la Almudena en dirección al Viaducto encontramos a mano derecha la Cuesta de la Vega, con sus famosas siete revueltas, desafío irresistible para motoristas urbanos. En la acera de enfrente, Capitanía General, un edificio que impone tanto como su nombre. Se trata del antiguo palacete de los Duques de Uceda. Arquitectura palaciega del siglo XVII: ladrillo riguroso y piedra inflexible con poco margen para alegrar la vista. Justo enfrente, un bonito detalle renacentista, el Palacio de Abrantes, que consecuente con su estampa aloja el Instituto Italiano de Cultura. Un sitio a tener en cuenta por su belleza exterior e interior, y su interesante programación de eventos.
Enfilando ya el Viaducto, en la acera de los pares se levanta un edificio chocante por lo moderno. Es un bloque de viviendas construido en 1959, con amplias terrazas abiertas a las mejores vistas de Madrid. Se asienta sobre la muralla árabe y alberga la casa de Rouco Varela, aquel señor cura que llevaba impresa en la cara la oscuridad de su alma. Vive en el ático: 250 metros cuadrados que dan cobijo al religioso y al escuadrón de monjitas que le lavan los calzoncillos y le hacen sus comidas. Dicen que en la reforma se fue medio millón de euros, y el valor estimado del pisito, según las inmobiliarias, está alrededor de los dos millones. La iglesia de los pobres, dicen.
Cruzado el Viaducto, con los ojos aún llenos de horizontes que abarcan el far-west obrero de Madrid, las lomas de la Casa de Campo y hasta los picos de la sierra de Guadarrama, llegamos a las Vistillas. Un remanso. En sus jardines abundan las terrazas. En un callejón está el Corral de la Morería, polo de atracción turística, sin duda, pero también baluarte del flamenco que resiste donde otros han naufragado. Paseando por los jardines de las Vistillas encontramos la pequeña estatua de la Violetera, que mira que ha dado tumbos por todo Madrid. También hay un monumento en honor a Ramón Gómez de la Serna bastante grotesco: una señora en cueros levantando los brazos al cielo sin más explicaciones. Ella sabrá. Festoneando los jardines, un montón de bares interesantes, y al fondo la sombra ominosa del Seminario Conciliar, fábrica de locos en tiempos pasados, presentes y -¡sniff!- futuros.
La diferencia entre ambas orillas religiosas del Viaducto es justo esa: la que va de Goya a Argüello. No hay color
El extremo sur del Viaducto, calle Bailén adelante, tiene un remate de aúpa que hace contraste con su arranque. Si al norte se nos ensuciaba la vista con la Catedral de la Almudena, aquí se solaza con la Basílica de San Francisco el Grande y olé. Este pedazo de monumento data de cuando a Carlos III le dio por convertir Madrid en una ciudad de verdad, en vez de continuar siendo un amasijo de casonas manchegas. Tres arquitectos firmaron su diseño: Francisco Cabezas, Antonio Pío y Francesco Sabatini. Estuvimos a punto de quedarnos con la basílica cuando la desamortización de Mendizábal, pero no hubo suerte; Alfonso XIII devolvió el templo a los franciscanos. Tiene una de las cúpulas más grandes de la cristiandad y una fachada que impresiona, con tres arcos de medio punto sujetados por pilastras dóricas. Pero lo mejor está dentro. Resulta que es redonda, suntuosa y barroca, con suelos de lujo esmerado, mármol y jaspe dominándolo todo. Allí está enterrada una cantidad de gente ilustre que uno no puede hacer la cuenta. La pinacoteca va de Zurbarán hasta Goya, que retrató la basílica en la lejanía en su cuadro La pradera de San Isidro. La diferencia entre ambas orillas religiosas del Viaducto es justo esa: la que va de Goya a Argüello. No hay color.
Detrás de la basílica están los jardines de la Cornisa, un plano inclinado verde con árboles y recovecos muy preciados por el vecindario. Un lugar tranquilo entre semana y un festín de botellón las noches de no guardar la litrona. Pronto será solo un recuerdo. El ridículo alcaldillo de ahora mismo ha retomado la idea que tuvo la señora de la Botella: acabar de una vez con el parque y dar licencias para constructores de su cuerda, no para que se ahorquen de una vez con ella, sino para que se forren todos juntos y cogidos de sus pezuñas. Esta iniciativa, tan acorde con el carácter depredador del franquismo interminable, acabó truncada en el Tribunal Supremo la primera vez que lo intentaron. Ahora que la judicatura está a favor de su caída, insisten. Será por estas cosillas que no quieren saber nada de cambios de jueces: les va en ello la cartera, lo único que tienen de valor.
La folclórica del Manzano ordenó que se instalasen unas horrendas mamparas de metacrilato para enfriar los ánimos de los que dicen basta
Volvamos al Viaducto para poner punto y final. ¡Qué mejor sitio que este! Lleva por sobrenombre “el puente de los suicidas”, y es cierto que llegó a ser una costumbre castiza lanzarse al vacío con buenas vistas. Un detalle. Son 23 metros de caída que aseguran la inmortalidad instantánea. Cuando la lluvia de cuerpos en caída libre arreció, el Ayuntamiento tomó cartas en el asunto. Entre villancico y villancico, la folclórica del Manzano ordenó que se instalasen unas horrendas mamparas de metacrilato para enfriar los ánimos de los que dicen basta. No lo han conseguido, por supuesto. Si uno quiere tirarse, se tira; otra cosa es caerse. Los suicidios continúan, pero se les da poco aire. Eso sí, las mamparas, llenas de rayones y grafitis, emborronan las vistas, afean el diseño original y estrechan la ya escasa acera del monumento. Así de absurdo es vivir en Madrid. ¿No es como para “tirarse por el Viaducto”? La frase hecha manda.
Puente laico entre orillas consagradas, elegancia en hormigón pulido, vestigio republicano en tiempos de barbarie, punto final para madrileños desesperados. El Viaducto. Puede que esta ciudad albergue construcciones más bonitas: no las conozco.
Lo del Viaducto viene de antiguo. Desde el siglo XVII se...
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Ricardo Aguilera
Iba para biólogo pero las cosas se torcieron y devine en periodista. Por favor, no se lo digan a mi madre.
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