Identidades
Odio San Isidro
La fiesta reivindica una tradición que a muchas nos es ajena, que se inventa costumbres donde no caben las que vinieron de fuera, que pretende ser integradora en un madrileñismo que ni siquiera se conoce a sí mismo
Irene Zugasti 13/05/2023
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Amigas, compañeras, habitantes, visitantes de Madrid: ¿hay algo peor que San Isidro? Pregunto. Sí. Sí que lo hay. San Isidro en campaña electoral.
Ruego de antemano que me perdonen este desahogo centralista y aguafiestas todas las lectoras que no son de la capital, pero es que alguien tenía que decirlo. Es la segunda vez en la etapa reciente de esta villa y corte en la que convergen las fiesta patronales y las electorales, condenando a quienes no tenemos más remedio que vivir aquí a sufrir este folclorismo forzado llevado al esperpento. Días de mítines en la pradera de San Isidro, rosquillas listas haciéndose las tontas y rosquillas tontas que quieren parecer listas, vestidos horrorosos, claveles de plástico, chalecos estampados de pico de gallo, tíos con boina, Ramoncín dando un pregón, en fin, un infierno en la tierra en nombre de un santo labrador que no le importaba a nadie.
Quizá ser de Madrid no tenga que ver con la postiza arrogancia chulapa, sino con una firme y resignada voluntad de resistencia
Entiendo perfectamente la necesidad de las madrileñas de tener algo que celebrar. En una región que nos maltrata continuamente, en una ciudad inhabitable que vive aún de estirar ese falso relato de la acogida, está indefensión aprendida tan nuestra hace que nos conformemos con poco: un prado, quizá una plaza, un lugar donde encontrarnos, emborracharnos, bailar un agarrao, ponernos una flor en el pelo; un día sin cole, sin trabajar, una canción, qué sé yo: una identidad colectiva que nos haga sentirnos mejor con el lugar donde vivimos. Yo misma lo intenté, y me puse el mantón de manila alguna vez, pero confieso que me sentí ridícula, forzada, disfrazada, más cerca del cosplay que del folk. No sé si Madrid es España dentro de España, o si, por el contrario, es más bien su rompeolas con plomo en las entrañas. Pionera en los peores experimentos neoliberales, a menudo abandonada y dada por perdida, otras veces disputada con más o menos éxito, pero que ahí está, sin rendirse. Madrid, qué bien resistes no es solo una copla republicana, es la certeza de que aquí no vivimos, aquí, resistimos: cuando cierran el centro de urgencias el fin de semana, cuando te echa el casero, cuando el ascensor social te arroja escaleras abajo, cuando te cierran el centro social, cuando te deja tirada el Bicimad, cuando llegas a casa derrotada de cansancio y fantaseas con otras vidas en exilio, que podrían ser más fáciles, mejores. Quizá ser de Madrid no tenga que ver con la postiza arrogancia chulapa, sino con esa firme y resignada voluntad de resistencia.
Hablando de chulapos, confieso que apenas conozco gatos o gatas de siete apellidos madrileños, y los que conozco y evocan historias de abuelos en Chamberí, de golfos de Malasaña, de manolas y chisperos de Lavapiés, de un Madrid castizo de boticarios, serenos y tabernas, me resultan completamente ajenos, pues me hablan de una ciudad que sólo conozco por las novelas. Mi Madrid –y sospecho que el de muchas, muchísimas personas– tiene más que ver con éxodos rurales a lomos de una borriquita, con barrios de suelo embarrado, con nostalgia de olivares o de páramos manchegos, con largos viajes en vagones de metro abarrotados, con familias hacinadas en pisitos de ladrillo visto. Me siento más cómoda en ese Madrid que sus habitantes se ganaron palmo a palmo, pelea a pelea, porque el Madrid vecinal y bravo que se desmanteló entrados los ochenta nació de sus márgenes, de sus periferias, y no de su altanera capital. Quien lo desmanteló, por cierto, no fue el Partido Popular, vaya vaya, que aquí no hay playa, sino el socialismo de Leguina o Tierno Galván, que patrimonializó y dinamitó los barrios combativos haciendo bandera metafórica y literal de eso de que quien no esté colocado, que se coloque. Y al loro.
Mi amigo Rafa Villaragut, politólogo y estudioso del asunto con quien comparto la grima a San Isidro, cuenta siempre que fueron las élites madrileñas del XIX las que cogieron una vestimenta y baile traídos de Centroeuropa con aires escoceses (el schotis, que criticaba Pío Baroja) para apropiárselo. Les parecía más refinado que las jotas castellanas, las seguidillas –de origen morisco– o las rondas que cantaba la gente del campo y que tenían poca enjundia para lucirse en la capital. Los chulapos vendrían después, representando un lumpenproletariat urbano elevado a mito por gracia de los señoritos pijos que escribían couplé. Un poco como quienes se maravillan ahora de Pirri, Vaquilla, Torete o Butano. Otras teorías hablan de la construcción de un orgullo castizo como opuesto a lo afrancesado, otra de nuestras ironías, porque aquí hay quien se felicita el 2 de mayo, un levantamiento que no sé si fue tan popular ni tan épico como nos cuentan, pero que al final del día terminó por honrar las cadenas y condenar el progreso, y en su versión contemporánea, por humillar a Bolaños.
Fueron las élites del XIX las que trajeron el schotis de Centroeuropa porque parecía más refinado que las jotas, las seguidillas o las rondas
Me cruzo estos días con niñas y niños con trajes de todo a cien, con pandillas de chavales ataviadas con claveles y litronas, con jubiladas poderosas vestidas de goyesca. Y me alegro, claro, porque en este ritual artificioso también hay algo bonito, y legítimo, porque el derecho a la alegría a veces tiene que vestirse de chulapo, y porque al fin y al cabo, es una fiesta pagana de siembra y labranza, que alegra lo que nos queda de primavera. Aunque no entienda la gracia de un folclore que se limita a una canción o dos (¿alguien sabe algo más que el estribillo del Pichi, un chotis que, bien leído, es la oda a un proxeneta?) y a un baile insoportable en el que una mujer queda subida a una baldosa con un tío girando alrededor, una coreografía que tenían que enseñarnos en el recreo porque en realidad nadie en su casa tenía ni idea ni de cómo se bailaba.
Villaragut dice que no fue hasta los 80 o 90 cuando, de la mano de la autonomía de la Comunidad de Madrid –antes provincia castellana– se exacerbó esta tradición tan poco tradicional que hasta entonces era patrimonio de dos o tres distritos de la ciudad. Había, supongo, que justificar la identidad de una región convertida en capital del capitalismo, como la invocan los propios economistas liberales que así la bautizaron, un triángulo fabricado para la acumulación de riqueza y recursos, un Barad-dûr de siete estrellas, una torre negra para gobernarlos a todos. Este mismo año he descubierto que existe un postre que Ayuso anunció orgullosa, la Corona de la Almudena, patrona de la ciudad. Algo raro pasa en Madrid que ni las madrileñas conocíamos la existencia de ese bollo que, sospecho, se han inventado en las pastelerías de postín del centro de la ciudad para recordarnos que si no hay tradición, ya la ingenian ellos.
No hace tanto, una parte de la izquierda madrileña pretendió acuñar un chulapismo progresista y popular, en un intento de cohesionarnos en torno a ese municipalismo transformador que en paz descanse. Aquello salió regular. El problema fue quizás, que se forzó esa identidad fingida, entre el organillo del Pichi y el saca el whisky Cheli, con el error de reivindicar lo que no se conoce, ni se aprecia, ni nunca fue nuestro. Pudo ser una buena idea, –no lo dudo– que funcionara del Portillo a la Arganzuela, entre Laclau y Lina Morgan, pero creo que fracasaba más allá de la M-30, y que, como la Movida, quedó para los pijos que jugaban durante un ratito a no serlo, ayer con mallas de leopardo, hoy con trajes de chulapa. Con permiso, claro está, de la gente de Carabanchel. Pero ahora ya es un poco tarde para el chotis.
No hace tanto, una parte de la izquierda madrileña pretendió acuñar un chulapismo progresista y popular. Aquello salió regular
El Madrid de San Isidro reivindica una tradición que a muchas nos es ajena, que obvia lo que ha pasado en esta región los últimos ochenta años, que se inventa costumbres donde no caben las que vinieron de fuera –de todos los fueras– para levantar la ciudad a costa de partirse el lomo, y que pretende ser integradora a costa de un asimilacionismo, de un madrileñismo, que ni siquiera se conoce a sí mismo. Los límites del Madrid de San Isidro se parecen demasiado a los límites del Madrid de Mario Vaquerizo en ese spot de la Comunidad en que vendía una ciudad de emprendedoras, cócteles en azoteas, compras en boutiques y cenas en Little Caracas. Quizá se estire un poquito más, poniendo la frontera en las terrazas de Arganzuela o en el disputado voto PAUer de La Gavia y Montecarmelo, pero ambos siguen siendo igual de excluyentes.
Quizá no sea necesario forzar a Madrid a ser una cosa que nunca ha sido, o quizá, antes de reapropiarse de lo popular, habría que ver qué es lo que de verdad queremos hacer con ello. No creo que en Vallekas bailen muchos chotis, ni falta que les hace teniendo la Karmela, pero allí sí hay un folclore y una identidad que envidio, a la que no le ha hecho falta trajes de lunares ni dulces tradicionales para saber defenderse a sí misma y construir proyectos perdurables. Ese es quizá, el folclore que a mí me interesa, que tampoco es decimonónico, ni tiene pedigree ni siete apellidos, que se mete en líos, que a menudo pierde las batallas, pero que sirve para cuidar lo común y protegerlo de las toreras embestidas. Ojalá en Madrid capital, a este lado privilegiado del río –donde confieso, yo también vivo– pudiéramos construir algo así. Aunque, si fuera posible, un poquito menos hortera.
Me acuerdo de Gloria Fuertes diciendo eso de No puedo decir: Madrid es mi tierra, tengo que decir mi cemento, –y lo siento–. Pero no quiero ser gruñona, que ha empezado la campaña y hay quien, como San Isidro, cree en los Milagros, y hasta en los conversos. Así que, que no se enfaden mis amigas, entusiastas del clavel y el calimocho, que se merecen disfrutar lo que dure esta fiesta, como tanta gente se agolpa en la Pradera. A falta de algo mejor, este finde iré a Carabanchel, que me han dicho que tocan unos de Villaverde que se llaman Camela.
Amigas, compañeras, habitantes, visitantes de Madrid: ¿hay algo peor que San Isidro? Pregunto. Sí. Sí que lo hay. San Isidro en campaña electoral.
Ruego de antemano que me...
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Irene Zugasti
Iba para corresponsal de guerra pero acabé en las políticas de género, que también son una buena trinchera. Politóloga, periodista y conspiradora, en general
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