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Esta mañana me puse despreocupadamente a hojear el voluminoso catálogo de arte prehispánico de una reputada colección ginebrina que, hará cosa de dos meses, compré por una bicoca en el puesto de libros solidarios del metro Plaza Cataluña. No había tenido ocasión de mirarlo y fui de asombro en asombro: las más de las piezas, aún dentro de sus respectivas tradiciones, son excepcionales; todas, prácticamente, me eran desconocidas. La colección Barbier-Mueller, en su parte prehispánica, estuvo albergada en Barcelona durante tres lustros –ello, antes de que me mudara para acá–.
Los despreocupados asombros antes mencionados se frenaron en seco en cuanto me topé, testuz contra testuz, con el espíritu de una pulga…
Vayamos más despacio: me obligó al frenazo una rara y estremecedora máscara funeraria maya tallada en un trozo de fuchsita verde. Motivos de volutas le ornan las mejillas, las cejas, la frente. Rojas líneas de cinabrio dan realce al relieve. Ambos ojos llevan inquietantes incrustaciones de concha. La lengua, también en concha y no menos inquietante, figura una punta de flecha. Rasgos congruentes con los del dios G-1. En su parte cóncava, la máscara presenta dos columnas de inscripciones en maya. El último de los ocho glifos, un toponímico, permite –hecho insólito– situar con exactitud la procedencia de la pieza: Río Azul (noreste de Guatemala, no muy lejos de Tikal). La máscara se volvió célebre tras haber figurado en portada de un número de National Geographic Magazine (abril de 1986) dedicado a los descubrimientos arqueológicos en la ciudad saqueada de Río Azul. Se desconocen el cómo y el cuándo de la profanación y saqueo de la tumba; las primeras credenciales de la máscara aparecen en prestigiosas colecciones norteamericanas hacia los años 60, y de ahí, entre subastas y cesiones, va dando brincos y adquiriendo pedigrí hasta ir a parar, en 1989, a la Barbier-Mueller. No me sospechen más competencia en arte funerario del periodo maya clásico que la que tienen ustedes: todo lo dicho lo gloso y abrevio de los apéndices del libro.
Pero quienes me leen por aquí con cierta asiduidad algo sabrán ya de cómo está puenteada mi mente. Vi la máscara mortuoria de Río Azul y de inmediato la asocié con el espíritu de una pulga, The Ghost of a Flea, miniatura en témpera y oro sobre caoba, c. 1819-1820, del incandescente William Blake.
Ningún artista o poeta en la Historia merece tan literalmente como Blake el epíteto de visionario.
John Varley, él mismo artista –amén de exitoso astrólogo y esoterista–, fue acaso el único amigo de Blake que no consideraba “locura” las visiones de este. Varley alentaba a Blake a que hiciera bocetos, retratos a mano alzada, de sus visitantes espirituales. Entrevistado, Varley describió para Alan Cunningham cómo fue concebida esa “figura desnuda de cuerpo fuerte y cuello breve, con ojos ardientes que anhelan un poco de humedad y rostro digno de un asesino, que sostiene una copa sangrienta entre sus manos con garras, de la cual parece ávido de beber; nunca vi forma más extraña ni jamás un colorido más curiosamente espléndido –una suerte de verde resplandeciente y oro sombrío, bellamente barnizado–”.
–Pero ¿qué puede ser? –pregunta Cunningham–.
–Es un espíritu, señor; el espíritu de una pulga. ¡Una espiritualización de la cosa! –responde Varley–.
–Así que [Blake] lo vio en una visión…
–Le diré todo al respecto, señor. Lo visité una noche, y encontré a Blake algo más excitado que de costumbre. Me dijo que había visto una cosa maravillosa: ¡el espíritu de una pulga! “¿Lo dibujaste?”, interrogué. “No, de hecho no”, me dijo, “¡ojalá lo hubiera dibujado, pero ya lo haré, si vuelve a aparecer!”. Miró entonces con gran empeño hacia un rincón de su cuarto y dijo: “¡Ahí está! Alcánzame mis cosas. Esta vez no lo voy a soltar. ¡Ahí viene! Su ávida lengua va chasqueando fuera de su boca, lleva en la mano un cáliz para sangre y va cubierto con una escamosa piel oro y verde”. Y así como lo describía, así lo dibujó.
Lejos estoy –dioses y espíritus me libren– de tener los poderes de visualización del genial William Blake. Corto de miras, no veo terroríficos espíritus rondando por los rincones de mi estudio donde va a morir el polvo; no habito su mundo de fantasmagorías vivas. Pero sí que veo, en un dios maya de hace 1.500 años, un demonio inglés pintado hace 200.
Esta mañana me puse despreocupadamente a hojear el voluminoso catálogo de arte prehispánico de una reputada colección ginebrina que, hará cosa de dos meses, compré por una bicoca en el puesto de libros solidarios del metro Plaza Cataluña. No había tenido ocasión de mirarlo y fui de asombro en asombro: las más de...
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Alain-Paul Mallard
Escritor, coleccionista, fotógrafo, viajero, cineasta, dibujante, Alain-Paul Mallard (México, 1970) es autor de 'Evocación de Matthias Stimmberg', 'Nahui versus Atl', 'Altiplano: tumbos y tropiezos'. Vive en Barcelona.
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