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En el punto (violeta) de mira

Quienes ponen la violencia sexual en la diana quieren fiestas de guardar de las de toda la vida: la zorra pobre al portal, la zorra rica al rosal y el avaro a la divisa

Irene Zugasti 4/07/2023

<p><em>Violencia de género, negacionismo</em>. / <strong>Pedripol </strong></p>

Violencia de género, negacionismo. / Pedripol 

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Si una conduce por la carretera de la Coruña camino a Madrid (o huyendo de ella, que sería más lógico) pronto asomará a su vista la atalaya de Torrelodones y después, su casino. Cuarto municipio con mayor renta de España, en Torrelodones habitan veintitrés mil personas, casi la mitad de ellas asentadas allí a partir del boom inmobiliario de los primeros 2000 y como consecuencia de la onda expansiva del modelo de crecimiento económico de la región. Solo hay que avistar el horizonte desde alguna de las cuatro torres de Chamartín, que funcionan como el ojo de Sauron de este Mordor fiscal para ricos que es Madrid.

Y es que mientras el sur de la región se empobrece, la jungla neoliberal depredadora y carnicera ha ido dejando para su noroeste el destierro de la burguesía empresarial y funcionarial que no quiere tragar humo, con sus casitas con rejas y antejardín, con sus dentistas, sus comerciantes, latifundistas y traficantes, si se me permite la poesía, con su Waldorf y su Montessori, sus famosos con acento caraqueño, su autopista directa a la Puerta de Hierro, sus adosados de quiero y sí puedo, y sus piscinas en las que nunca hay olas de calor.

Que no se enfaden mis amigas que viven allende Plaza Castilla (que me dejan sin baño este verano), porque en Torrelodones hay de todo, gentes de cien mil raleas, como en todas partes, y ni mucho menos esta ofensiva se circunscribe a un territorio concreto ni a sus gentes. Pero con esa estructura sociodemográfica era más que previsible que el matrimonio entre las derechas, la extremísima y la extrema con americana azul marino y sin corbata, se consumara en un pueblo como este y como otros de sus alrededores. El caso es que, nada más llegar, la nueva corporación se lo jugó todo al siete –será por lo del casino–: setecientos mil euros más de sueldos públicos y siete asesores para gestionar un municipio a la medida de sus valores.

Su alcaldesa también se subió el salario un poquito –casi siete mil euros, de hecho– y su concejala de Servicios Sociales adujo que aquello era “justicia social” y municipalismo frente a la externalización. Y así, a saco, arrancaron la legislatura estas personas tan previsibles como sus currículums, con una vida académica y laboral que siempre les sale a pagar. Tal es la meritocracia serrana madrileña, donde una vale lo que se gastaron sus padres en aprobados.

El caso es que la segunda y más sonada medida ha sido, por supuesto, antifeminista, poniendo de nuevo la violencia machista en el punto (violeta) de mira. En concreto, anunciando con solemnidad la desaparición de los puntos morados, o violetas, que se colocaban desde hacía años en los espacios públicos: fiestas de pueblo, conciertos, festivales, lugares donde se concentra mucha gente y, por tanto, funcionan como una herramienta de sensibilización y también de seguridad. De seguridad feminista.

Ellas no lo sabrán, pero los puntos violeta son un precioso y bastante exitoso ejemplo de políticas públicas donde converge lo local y cercano con los grandes mecanismos de Estado que se han ido construyendo en contra de las violencias machistas. Son una puerta abierta a los recursos y a los servicios que prestan asesoramiento y actuación ante las agresiones contra las mujeres en los espacios públicos, y sirven también para lanzar un mensaje muy claro a quienes allí acuden: estamos alerta, no os pasaremos ni una. No es casual que nacieran en las fiestas populares, que son, siempre lo han sido, el lugar donde el verano deja de ser asfixiante por un ratito. Donde se canta a gritos, donde se pela la pava, donde se reencuentran las vecinas, donde se disfruta el teatro y la feria. Por eso hay que disputarlas: porque no hay nada más nuestro que una buena verbena.

 Los puntos violeta son un precioso y bastante exitoso ejemplo de políticas públicas donde converge lo local contra las violencias machistas

Como alguien que tiene unos cuantos puntos violeta a sus espaldas, yo no tendría el valor de reírme de ellos, ni de minusvalorar su función. Empezaron siendo una iniciativa autónoma, un espacio de autodefensa y de organización de las asociaciones feministas para cuidarse, informarse y protegerse, y ha costado mucho conseguir que sean las administraciones las que asuman su gestión y entiendan que era tan fundamental ubicarlos como poner un puesto de Protección Civil o de primeros auxilios, porque también salvaban vidas.

Y claro, claro que salvan vidas. Sitúan el debate de la violencia sexual en la calle, a pie de escenario y de verbena, y llegan allí donde otros mensajes no llegan, precisamente ahí donde la gente se divierte, baila, bebe o goza para poder hacerlo sin miedo a que te jodan la noche, o la vida. Que se lo digan a esas dos chavalas que en unas fiestas de San Isidro acudieron a uno de esos puntos contando que un grupo de tipos las había rodeado cuando habían ido al baño en la oscuridad de una calle cercana. O a esa mujer que vino desencajada durante un festival de música buscando ayuda porque el conductor de BlaBlaCar con el que había compartido trayecto se había masturbado frente a ella mientras conducía. O esa mujer mayor que llegó curiosa, a ver qué ofrecía aquel tenderete, y terminó revelando a mi compañera una vida entera de maltratos y se llevó consigo la información y la escucha profesional que no había tenido en su vida; ojalá aquello le sirviera para por fin, comenzar a arañar una salida. Que se lo digan también a aquella víctima de violencia de género que vio entre el público de un concierto a su maltratador, con orden de alejamiento en vigor, y vino a buscar ayuda superada por una situación que no imaginaba que podría pasarle. Pienso en mi adolescencia y en cuánto hubiera cambiado si aquella vez que unos cuantos mozos se llevaron a mi vecina a lo oscuro hubiera habido alguien para defenderla y apoyarla, para no convertirla, para siempre, en la puta del pueblo. Y otras docenas de situaciones similares que podrían contar todas las voluntarias y profesionales que las atienden y que lo hacen casi siempre en condiciones bastante complicadas; compañeras que no solo tienen que escuchar historias durísimas, sino que también tienen que aguantar a algún que otro librepensador pasado de copas que va a confrontarlas y a darles una turra insoportable.

En esta política de aniquilación de todo lo hermoso, aducirán recortes presupuestarios, como si un tenderete con folletos fuera tan caro de mantener. ¡Ojalá! Eso significaría que las trabajadoras cobran salarios justos y que la acción no termina en la verbena, sino en los centros municipales, en los servicios sociales y en los recursos asistenciales. Argumentarán también que eso de los puntos violeta es ideología, como si eliminarlos no fuera también profundamente ideológico, una ideología que tiene claro lo que promulga: que la violencia ni es machista ni de género, que el feminismo es de una radicalidad intolerable, y que las cosas de cama, en casa se quedan.

Porque quienes ponen la violencia sexual en la diana quieren fiestas de guardar de las de toda la vida, la zorra pobre al portal, la zorra rica al rosal y el avaro a la divisa. Ahora que está de moda la nostalgia de cualquier tiempo pasado y para invocarla se acusa a las feministas de haber llevado las cosas demasiado lejos, estaría bien recordar que precisamente quienes amamos bailar bajo los faroles hemos querido que las fiestas, las verbenas, el calor en la espalda mientras bailamos un agarrao, que son del pueblo, que son de todas las personas, lo sean de verdad. Y por eso ha merecido la pena pelear para que fueran seguras y felices.

Así pues, este verano Torrelodones no tendrá punto violeta ni arcoíris, ni Valdemorillo podrá representar el Orlando de Virginia Wolf; la Seminci de Cine de Mañueco no tendrá ideología porque él es más de Raza y Ana y los siete, y algunas fiestas y verbenas, y hasta los macrofestivales insoportables que en su día se vistieron de morado –llamémoslo feminismo Beyoncé– renunciarán a hacerlo para no alimentar el estruendo ultra y para no meterse en demasiados líos. Y en el centro de la mirilla siempre, siempre, los derechos y las vidas de las mismas. Pero estoy segura de que en Torrelodones ya hay vecinas organizando su punto violeta, y que ese Orlando que alguna concejalucha censura en su ignorancia se representará en otros muchos escenarios, como estoy segura de que hay muchísima gente buena –que al final de eso va todo, carajo– que hará cultura y fiesta, arte y periodismo y hasta política pese al censor y a sus camisas negras y a sus escuadristas de mechas rubias y máster del CEU. Menos mal que en este lado de la feria tenemos más coraje que presupuestos y más amigas que enemigos; más principios que gastos de representación y más ganas que vergüenza. ¡Vamos compañeras! vamos subiendo la cuesta, que arriba mi calle se vistió de fiesta.

Si una conduce por la carretera de la Coruña camino a Madrid (o huyendo de ella, que sería más lógico) pronto asomará a su vista la atalaya de Torrelodones y después, su casino. Cuarto municipio con mayor renta de España, en Torrelodones habitan veintitrés mil personas, casi la mitad de ellas asentadas allí a...

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Autora >

Irene Zugasti

Iba para corresponsal de guerra pero acabé en las políticas de género, que también son una buena trinchera. Politóloga, periodista y conspiradora, en general

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