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Los veías en las bodas y en los entierros. Tenían un discreto trato de deferencia, un discreto distanciamiento. Al que se sumaba su distanciamiento voluntario, efectivo, silencioso. Eran unos héroes, unos seres singulares. Y, en efecto, desde que nacieron habían recibido un trato singular, delicadísimo. Con todos los esfuerzos del mundo habían sido educados en escuelas sin religión, a través de los libros, sobados, casi rotos, de la editorial de la Escuela Moderna, que, en su día, editó Anselmo Lorenzo, y que fueron circulando por años, tras la clausura obligada de la editorial. Habían leído, poseídos por el ritmo de sus palabras, Las aventuras de Nono, de Juan Grave, las vivencias apasionantes de un niño libre, como ellos, narradas en el libro de lectura de aquellas escuelas, que fueron funcionando, a salto de mata, hasta los años treinta. Educados para la paz, para no gritar, para simplemente, acceder con naturalidad a lo que era de ellos por derecho de nacimiento –nada; poca cosa; el trabajo, la vivienda, el tiempo, la vida–, estaban destinados a ser los primeros en acceder a la universidad, a ser los primeros en explicar, con su biografía, la gran noticia: que no era necesaria la explotación, ni el griterío, que la vida podía transcurrir sin ser consumida por su mugre. Pero, por un giro del destino, hicieron lo que no estaba previsto y lo único para lo que no estaban capacitados en absoluto. Matar. En dos guerras. En el trato de deferencia que recibían, cuando les observaba de pequeño, nadie lo decía con esas palabras, pero pesaba, precisamente, el hecho de ser los últimos, de todos nosotros, que habían matado. Habían matado españoles, marroquíes y, mucho más aún alemanes. Se nos ha olvidado, pero matar es matar. Matar en una guerra es una técnica inventada hace milenios por los pastores de Asia. Consiste en sesgar vidas, a través de los menos movimientos posibles. Si bien nunca explicaban esas historias, por las historias concretas que me llegaron, sé que, cuando mataban a un español, a un marroquí, a un alemán, había un momento en el que dejaban de serlo. Pasaban a ser, simplemente, personas. Hijos. De madres parecidas. Hermanos, por tanto. Ese era el instante, según descubrieron demasiado pronto, en el que era preciso seguir con el empeño impasible de matar. Ese secreto antiguo, pasado de generación en generación hasta ellos, que decidieron dejar de transmitirlo, moduló sus caras y sus almas. No explicaron nada a nadie, salvo, tal vez, algún detalle en un momento de debilidad, cuando, precisamente, no querían explicar un crimen, sino su peso. El caso es que todo ese conocimiento certero del asesinato quedó sobre sus espaldas, y no llegó a nosotros. No transmitirlo fue su regalo. Su regalo fue el rostro que se les fue modulando, las noches interrumpidas por gritos, palabras inconexas y sin sentido que, rompiendo su sueño, escuchaba una mujer. Sus piernas dobladas bajo el peso de sus recuerdos inauditos y negros fue su regalo.
Lo que fabricaron olvidando, destrozando su infancia, está muriendo. En breve, aquellos hombres a los que los adultos brindaban un trato distante, no habrán existido. La Edad de Oro, que posibilitaron en Europa por décadas, se olvidará definitivamente. Y nosotros también los olvidaremos. Tal vez, haber llegado a esta situación en la que vivimos, ya es una suerte de olvido de ellos, de sus vivencias, de sus logros. Olvidémosles, pues. Olvidemos todo de ellos. Olvidemos todo, salvo una cosa: fueron los últimos en matar, precisamente para que nosotros no hiciéramos eso nunca más, y no perdiéramos, por ello, algo más caro que nuestra vida. Todo lo que hicieron fue para ser los últimos en hacerlo. Su legado consiste en que lo sigan siendo, por los siglos de los siglos. Ahora que todo vuelve, seamos los únicos en no repetir todo aquello.
Los veías en las bodas y en los entierros. Tenían un discreto trato de deferencia, un discreto distanciamiento. Al que se sumaba su distanciamiento voluntario, efectivo, silencioso. Eran unos héroes, unos seres singulares. Y, en efecto, desde que nacieron habían recibido un trato singular, delicadísimo. Con todos...
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Guillem Martínez
Es autor de 'CT o la cultura de la Transición. Crítica a 35 años de cultura española' (Debolsillo), de '57 días en Piolín' de la colección Contextos (CTXT/Lengua de Trapo), de 'Caja de brujas', de la misma colección y de 'Los Domingos', una selección de sus artículos dominicales (Anagrama). Su último libro es 'Como los griegos' (Escritos contextatarios).
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