
Limones. / Wikimedia Commons
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Era nuestro día libre, así que, siguiendo una escondida senda, llegamos a una zona de la isla que no parecía, propiamente, una parte de la isla. Se trataba de un polígono de viviendas, una región donde la ciudad, próxima, perdía su nombre y daba lugar a construcciones rotas, y a tierras movidas y gastadas, a un barrio en el que todos nosotros podíamos haber nacido y crecido. Ser ciudadano del mundo tal vez consiste en eso, en haber corrido por uno de esos barrios, a medio construir o a medio derruir, que conforman el mundo. Ser ciudadano del mundo es, de hecho, un dudoso honor. Lo que nos sorprendió de aquel barrio concreto, con perros vagabundos y niños con la cara sucia, como nosotros, como nuestros perros, es que, en mitad de aquella nada, había una heladería. Bueno, no era eso lo que nos sorprendió. Lo que nos sorprendió fue que, en el escaparate de esa heladería, había un cartel, diminuto, discreto, humilde, en el que se podía leer: “Campione del mondo, modalità limone”. Esa heladería, sin ningún tipo de atributo o de apariencia, construida con aluminio y líneas rectas, y sin ganas de ser otra cosa que un pequeño negocio en mitad de la nada, había ganado el campeonato del mundo de helados –se trata de un torneo en el que solo suelen participar italianos y norteamericanos– con su helado de limón. Entramos. Nos atendió una mujer. Quedaba claro que la mujer era la esposa del heladero que en ese momento estaría al fondo de este fondo, elaborando helados en silencio. La mujer, recuerdo, jugaba con su bebé, una niña de pocos meses, que ya había aprendido a reír. Le cantaba una canción leve. Un ruido musicado, un chiste, un juego, cuya gracia consistía en la repetición: “Sono cina / Sono bambina / Sono il tesoro della mammina”, decía la mujer, cada vez más próxima al rostro de su hija. Con el último verso, cuando ambas narices se tocaban, se producía la explosión de la risa de ambas, madre e hija, una suerte de comunión, de reconocimiento mutuo. Ignoro lo que enseñan los padres. En ocasiones, creo que son cosas que tienen que ver con el deber o con el dolor. Enseñan, tal vez, a decir no. Luego, cuando lo dices y te cae la lluvia de golpes, siempre te acuerdas, al menos, de papá, de su cara de estar bajo la lluvia, más aún cuando no llovía. Pero las madres enseñan cosas, simplemente, luminosas y profundas. Como lo que le estaba enseñando aquella mujer a su hija: la intimidad. Llaves, contraseñas para que, en el futuro, la intimidad exista y explote, y solidifique junto a alguien. La mujer, interrumpida en su partida del Gran Juego, nos atendió con amabilidad y con su niña en brazos. Todos pedimos helado de limón. Nos lo sirvió y, luego, volvió al juego con su hija, a simular que era china, una niña, un tesoro, sin esperar en absoluto, sin importarle nada nuestra reacción ante su helado campeón del mundo. Recuerdo que, con el ruido de fondo de esa mujer y de su hija, todos probamos a la vez el helado. Nuestros ojos se miraron formando y creando la intimidad que nuestras madres nos enseñaron a fundar. Aquel sabor era, sencillamente, incomprensible. Un limón, la sencillez, mejorado. Una explosión. Un limón desprovisto de todo ruido que no fuera su esencia. Un limón en otro sitio, en el que el limón lo había olvidado todo salvo a sí mismo. El autor de ese helado, un artista que en ese momento estaba trabajando y no podía jugar con su mujer y con su hija, había hecho con los limones lo que su esposa hacía con su hija; forjar un secreto importante: la risa que nace de la fascinación. Recuerdo que lo vivido en la heladería nos turbó. Habíamos vivido algo importante, la observación de una esencia genérica y antigua, tal vez de varias. Y, todo ello, en el centro del mundo, derruido, construido con tierras removidas y gastadas. Un mundo del que nunca jamás deberíamos haber salido para ver el mundo, pues, en el centro del mundo ya estaba todo y ya lo vimos todo, como volvíamos a constatar en aquel instante.
Era nuestro día libre, así que, siguiendo una escondida senda, llegamos a una zona de la isla que no parecía, propiamente, una parte de la isla. Se trataba de un polígono de viviendas, una región donde la ciudad, próxima, perdía su nombre y daba lugar a construcciones rotas, y a tierras movidas y gastadas, a un...
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Guillem Martínez
Es autor de 'CT o la cultura de la Transición. Crítica a 35 años de cultura española' (Debolsillo), de '57 días en Piolín' de la colección Contextos (CTXT/Lengua de Trapo), de 'Caja de brujas', de la misma colección y de 'Los Domingos', una selección de sus artículos dominicales (Anagrama). Su último libro es 'Como los griegos' (Escritos contextatarios).
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