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Hojeaba la otra noche el catálogo Je vois, j’imagine (1991), que compila los ensamblajes, collages, dibujos, objetos resignificados y demás cadáveres exquisitos —el arte visual, vaya— creados por André Breton.
En tanto compendio, resulta de lo más estimulante: reúne sucesivos gestos creativos que van más allá de la escritura. El libro, un volumen bastante consecuente —142 poema-objetos de muy diversa ambición y factura— permite acercarse a Breton como artista plástico y acaso emitir, sumariamente, un juicio estético. No es tal mi afán; una vez más se trata sólo de señalar una asombrosa coincidencia plástica —de esas que existen más en la mente que en el mundo real— y que ciertamente el Gran Teórico del Surrealismo achacaría al “azar objetivo”.
En un resquicio modesto del magno catálogo duerme o acecha un encantador dibujo a lápiz sobre papel rayado. Sin firmar, lleva a su lado una fecha: 15 de febrero de 1945. Mide 10 x 8.7 cm y a la fecha de publicación, se nos informa en fin de volumen, está en manos de la colección parisina. El dibujo lleva como título autógrafo “SERPIENTE” y representa una quimera, mitad ciervo, mitad pavorreal (bueno, “mitad” es mucho decir: del pavorreal sólo figura la cola en cascada, con su característico dibujo de ocelos). Una nota de mano de Breton precisa que, en la fecha mencionada, tal criatura fue entrevistada en un estado de duermevela. No hay más elementos para aventurar una interpretación. Si miramos bien el dibujo podemos no obstante afirmar que, aunque esquemático, su trazo es resuelto y decidido: denota una videncia perfectamente nítida.
¿Dónde estaba Breton a mediados de febrero del 45?
Todavía en su exilio neoyorquino. Durante la Ocupación nazi, buena parte de la intelligentsia francesa se vio forzada a huir. Aunque París fue liberada en agosto del 44, hubo quienes —y entre ellos Breton— demoraron su retorno. Él aprovechó el exilio norteamericano para hacer de la urbe de hierro un efímero polo surrealista. Acudo a la minuciosa cronología de algún otro libro en pos de mayores precisiones. Leo que Sartre recién ha pasado un par de días en la ciudad y puso al tanto a la comunidad francesa del encumbramiento y primacía de Eluard, Aragon, Picasso en el París liberado, y del cabal dominio del Partido Comunista sobre la vida intelectual. “No estaría de más volver y reclamar mi sitio”, se habrá dicho Breton... De su misteriosa vida interior no saco nada en claro. Está, presumiblemente, enamorado: conoció poco ha a Elisa Claro, y no tardará en divorciarse de Jacqueline Lamba. Recién dio a la imprenta Arcane 17, el último de los grandes libros surrealistas. Ya estoy por perderme en minucias históricas cuando de pronto una sinapsis cerebral destella y me lleva a otro anaquel, a otro libro…
De pequeño formato éste, se trata de una generosa selección de las caricaturas literarias de David Levine (1926-2009), mago absoluto del retrato a plumilla, quien colaborara durante décadas en The New York Review of Books. Sus afiladísimos retratos rozan lo sublime, y algunos alcanzan el nivel de biografías instantáneas: Levine solía tejer, dentro de la urdimbre de líneas que daban rostro y cuerpo al retratado, la trama de ideas del artículo que estaba ilustrando. Recorro las deliciosas páginas —Baldwin, Carlyle, Colette, Plutarco, Pushkin…—. Pero no voy en busca de Breton, sino de una quimera más elusiva y sinuosa, el dandy supremo, con quien se delimita y define el dandismo: Robert de Montesquiou.
¿Qué territorio delimita Robert de Montesquiou (1855-1921), el elegante por antonomasia?
Todo —toilette, parure, esprit, maneras, postura– rectificado sin cesar (una y mil veces) en un implacable espejo interior
Exquisitez, sempiterna y perfecta ecuanimidad, afectación, originalidad y elegancia. Todo —toilette, parure, esprit, maneras, postura– rectificado sin cesar (una y mil veces) en un implacable espejo interior. Es una ética XIXème siècle –¿una forma de inteligencia?– que se propone combatir, hasta destruirlas, tanto la respetabilidad, la suficiencia, la trivialidad burguesas como la mugrosa, sórdida vulgaridad proletaria. El dandy no sabría ser ni un excéntrico ni un decadente (a ellos los demarcan otros límites). El dandy es dislocación pura, invención de sí mismo: rara avis contrapuesta a su sociedad y su época (que al tiempo que lo admiran, devuelven, a su altivez, mofa y desprecio).
Figura cardinal de la mondanité parisina, Robert de Montesquiou marcó con su monograma —exquisitamente perfumado— todo el fin de siècle. Sus hechos de armas, sus aunque impecables mortíferas maneras, fueron saqueados por los literatos ya como modelo, ya como parodia. De Montesquiou palpita en el neurótico esteta des Esseintes imaginado en À rebours por J.K. Huysmans, se torna caricaturesco en el conde de Muzaret de Jean Lorrain (con Lorrain, quien llegó a apodarlo Grotesquiou, tuvo el más legendario de los desencuentros), y se le reconoce por supuesto en el barón de Charlus, maravillosamente delineado por Proust en À la Recherche du Temps perdu. A su variada obra literaria (que se prodiga en poesía, memorias y retratos, novela, algo de crítica), la posteridad ha preferido su impecable silueta Belle Epoque. Tal como pedía Oscar Wilde, De Montesquiou puso su talento en hacer de su vida una obra de arte. Y lo hizo con respeto irrestricto a leyes de composición que él mismo definió.
¿Cómo lo resuelve Levine?
Como la rara avis que fue: una esbelta quimera pavorreal-galgo, vertical y rutilante, con corbata de moño y bigotes en punta (signo que más tarde se robará Dalí). En la caricatura de Levine, que entrega una verdad profunda, el exquisito Robert tiene la pinta surrealista de un cadáver exquisito.
Su similitud con la videncia y dibujo de Breton me resulta asombrosa (¡al punto de querer compartirla, de dedicarle una columna, vaya!). La alucinación bretoniana nos muestra el perfil izquierdo. El iridiscente Montesquiou de Levine nos muestra el perfil derecho. Y no podría —pienso— ser de otra manera.
¿Pudo Levine haberse cruzado con el croquis de Breton? Parece francamente improbable (dibujado en 1945, permaneció inédito hasta 1991 y salió a subasta en abril del 2003) aunque, ciertamente, no imposible: la caricatura le es dos décadas posterior (mi Levines Lustiges Literarium es un libro alemán que recopila dibujos del 66 al 69). Antes de optar por la banal explicación causal, Breton nos espolearía a agotar otras conjeturas. Juego en el que bien podríamos (y acaso deberíamos) perdernos…
Pero tratemos de caer de pie tras la acrobacia. Ahora que me empeñé en enunciar para ustedes un breve checklist del dandismo, me percato de que, aunque pareciera éste situarse en las antípodas de la demarche surrealista, varios son los puntos de intersección, de convergencia. También el sujeto surrealista busca dislocar. También él atenta (de una manera más viril y violenta) contra el consenso y las buenas conciencias. Si el Dadaísmo fue pura negación nihilista, el Surrealismo, su evolución natural, se pretende por el contrario propositivo y vital: “La belleza será convulsiva”, profetizó Breton con vehemencia… cosa que ya Baudelaire, dandy donde los haya y formidable teórico del dandismo, sabía mejor que nadie.
Hojeaba la otra noche el catálogo Je vois, j’imagine (1991), que compila los ensamblajes, collages, dibujos, objetos resignificados y demás cadáveres exquisitos —el arte visual, vaya— creados por André Breton.
En tanto compendio, resulta de lo más...
Autor >
Alain-Paul Mallard
Escritor, coleccionista, fotógrafo, viajero, cineasta, dibujante, Alain-Paul Mallard (México, 1970) es autor de 'Evocación de Matthias Stimmberg', 'Nahui versus Atl', 'Altiplano: tumbos y tropiezos'. Vive en Barcelona.
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