Madrí, zona de obras
Muchatocha
Lo más notable es el monumento del 11M en homenaje a los que pagaron con sangre la guerra de Irak. Lo están desmontando por orden de la dominatrix de la CAM. Aprovechen para visitarlo: es estremecedor
Ricardo Aguilera 6/08/2023
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Idas y venidas, tráfico intenso, arrastrar de maletas, monumentos administrativos, turistas con prisas, epicentro del arte, paisanos de paso, nudo de comunicaciones, libros a pie de calle, grandes avenidas, curiosidades botánicas, imán de lucha sindical, olor a calamares y todo el peso de la historia. Atocha es mucha Atocha.
Lo de esta glorieta no tiene nombre, o tiene varios, según se mire. En el siglo antepasado fue, sucesivamente, la puerta de Vallecas y la puerta de Atocha, ambas desaparecidas. Hoy es la glorieta de Atocha, por más que el Ayuntamiento se empeñe en conservar el nombre que le cayó a principios del franquismo, allá por 1941, cuando la rebautizaron como plaza del Emperador Carlos V, en homenaje a aquel mandamás alemán que nos empeñamos en creer que era español.
La glorieta de Atocha no siempre fue como la vemos hoy. En 1968, el matarife malagueño Arias Navarro estrenó allí su primer juguete: el Scalextric. Tenía todo tipo de pistas: curvas, dos niveles y un montón de cochecitos que iban y venían. De traca. Aquella barbaridad la inauguró con toda pompa Federico Silva Muñoz, ministro de Obras Públicas de Franco, el mismo señor que fundó Alianza Popular con Fraga, origen de los detritus de hoy en día. El juguete fue pacientemente desmontado en 1985 por el Viejo Profesor, Tierno Galván, que colocó en medio de la plaza una reproducción de la Fuente de la Alcachofa, obra de Ventura Rodriguez, con su tritón, su nereida y sus putti mofletudos. La original está en el lado sur del estanque de el Retiro, por si apetece verla.
En 1968, el matarife malagueño Arias Navarro estrenó allí su primer juguete: el Scalextric
Lo primero que llama la atención según se llega a Atocha es la estación de tren, impresionante construcción de aroma industrial afrancesado, de cuando el hierro, los remaches y los cristales estaban de moda. Tanto es así, que en su diseño intervinieron dos arquitectos gabachos y uno español, eso sí, discípulo de Gustave Eiffel. Se empezó a construir a mediados del XIX, pero sufrió varios retrasos porque uno de sus promotores, el marqués de Salamanca, se dio a la fuga ya que el Gobierno de Narváez le perseguía por prevaricar todo lo prevaricable para amasar una fortuna descomunal. Todo ello le fue perdonado y su nombre adorna el barrio de los ricos de Madrid, con su correspondiente plaza. Ellos saben cuidar de los suyos.
En 1992, año de fastos sin fin, se remodeló la estación para construir la pista de despegue del AVE. La vieja estación se convirtió en un bonito vestíbulo con un jardín tropical y un montón de franquicias del mal comer. Hubo un estanque donde los madrileños se deshacían de las tortugas de los niños cuando estas empezaban a crecer y dar mal olor. Ya no están, se las han llevado a Navas del Rey. Cuanto más lejos, mejor, debieron pensar. La estación nueva, puerta de Atocha, fue diseñada por Rafael Moneo. Es amplia, funcional y sin ninguna gracia. Pero tuvo un chiste. Justo el día de su inauguración, descubrieron que los flamantes trenes-bala no podían entrar porque los andenes eran demasiado estrechos, y no era cuestión de rozar la chapa. Se echó tierra sobre el ridículo, pasaron la lija del siete por los andenes y a otra cosa, mariposa. En fin…
El Ayuntamiento nunca quiso hacerse cargo de las reparaciones. Se ve que el recuerdo de aquella matanza que le costó el poder a las huestes del petit-maître del bigote todavía les escuece
En el apartado monumental, la estación alberga dos enormes cabezas de bebé en bronce, Carmen despierta y Carmen dormida, o sea, la nieta de Antonio López por duplicado. Pero lo más notable no es eso, sino el monumento del 11-M en homenaje a los que pagaron con sangre la guerra de Irak. Lo están desmontando por orden de la dominatrix de la CAM. Aprovechen para visitarlo: es estremecedor. En el exterior luce como un cilindro de cristal sucio, a modo de rotonda, en medio del follón del tráfico. Nadie le echa cuenta. En el interior alberga una sala azul cobalto con el susodicho cilindro como lucernario. La idea era que por dentro se elevara una burbuja de plástico con los nombres de los caídos por los delirios de grandeza del facha en jefe del momento. El invento debía sostenerse por unos ingeniosos aparatos que mantenían la adecuada presión de aire. Funcionaron unos días y se estropearon. Los arreglaron y volvieron a estropearse. Hubo goteras, desprendimientos y desperfectos varios. El Ayuntamiento nunca quiso hacerse cargo de las reparaciones. Se ve que el recuerdo de aquella matanza que le costó el poder a las huestes del petit-maître del bigote todavía les escuece. Desechado lo de la burbuja, pusieron una lona bien anclada. Allí reposa el recuerdo de 200 personas y los culos de unos turistas que, totalmente ajenos a su significado, encuentran una sala silenciosa para descansar en la paz de los muertos ajenos.
En frente de la estación ferroviaria se alza un edificio majestuoso: el Ministerio de Agricultura, que también lo fue de Fomento, de Instrucción Pública y otras actividades diversas. Lo construyó en 1893 el arquitecto Ricardo Velázquez Bosco. Diez años antes, había calentado motores levantando el Palacio de Velázquez en el Retiro, que es como un ensayo en pequeño del edificio ministerial. Y sin salir del Retiro, justo al lado, el Palacio de Cristal, que también es obra suya. Este buen hombre nos alegró Madrid con su buen gusto. El ministerio presenta un pórtico de ocho columnas pareadas y unos estupendos azulejos de Daniel Zuloaga. Por encima, un friso neoclásico y, rematando faena, un impresionante grupo escultórico de Agustín Querol cuyo calvario merece un párrafo aparte.
Se trata de tres estampas: un pegaso, como alegoría de la agricultura; otro haciendo lo propio con la industria, y un cuerpo central de tres figuras humanas representando el progreso, la ciencia y el arte. Los originales, de mármol de Carrara, costó subirlos porque pesaban lo suyo. Luego, el paso del tiempo, los avatares meteorológicos y, sobre todo, la guerra incivil, los dejaron hechos unos zorros. A principios de los 70 se cayó un meño de 20 kilos que no mató a alguien de milagro. Por fin, en 1976 se decidió substituirlos por una copia en bronce realizada por el omnipresente Juan de Ávalos, escultor del Régimen donde los haya. Fue justo entonces cuando los originales empezaron su viacrucis. Primero fueron trasladados a un depósito municipal desmontados, pero sin numerar: una pata por aquí, un brazo por allá, la cabeza de un caballo… Aquello era como el Guernica pero en 3D. Años después, la folclórica de la alcaldía, Álvarez del Manzano, les encontró acomodo. Los pegasos irían a la plaza de Legazpi y los humanos a la glorieta de Cádiz, justo en frente, nada más cruzar el río. En estos vaivenes los trataron a porrazos. Tanto es así que se rompió un ala de uno de los équidos mitológicos. Decidieron entonces cortar por lo sano y arrancar las alas originales para cambiarlas por réplicas de fibra de vidrio, más manejables, qué duda cabe. Del mármol sobrante nada se sabe. Y así estuvieron hasta que Gallardón decidió soterrar la M30. Para que las esculturas no se vinieran abajo, volvieron a desmontarlas y a talleres. Acabada la obra, volvió sólo uno de los pegasos, y además con la cola rota. Del otro, el Ayuntamiento no da noticia. Así es como se trata el arte y la historia en este Madrid si en vez de producir beneficios cuesta dinero.
El incendio de 2004 fue el detonante de una remodelación que acabó peatonalizando toda la calle. Tomemos nota: el fuego es lo único que hace entrar en razón al consistorio
Volvamos a Atocha. Y volvamos a Querol, que inmortalizó a Claudio Moyano en una estatua que se encuentra al pie de la cuesta que lleva su nombre. Este político bien merece el homenaje, porque su ley de Instrucción Pública estuvo vigente más de un siglo, cosa que no se puede decir de todos los planes de estudio de este país. Antes de albergar casetas de libros de viejo, la cuesta dio cobijo a un zoológico y a un gabinete de ciencias que fue el embrión del Jardín Botánico que se asoma a Atocha por encima de los lomos de los libros. El incendio de 2004 se llevó por delante muchas casetas, pero fue el detonante de una remodelación que acabó peatonalizando toda la calle. Tomemos nota: el fuego es lo único que hace entrar en razón al consistorio.
La zona norte de la glorieta de Atocha presenta el lado más humano y artístico de la plaza, lo cual ya tiene su mérito entre tanto follón de gente y esculturas. El plano del arte lo monopoliza el Museo Reina Sofía, enclaustrado en un inmueble de aspecto severo, el antiguo Hospital General de Madrid, un edificio neoclásico del siglo XVIII, obra de José Hermosilla y Francisco Sabatini, que fue rehabilitado por Fernández Alba. Además de las exposiciones que vienen y van, y de la presencia totémica del Guernica, tiene unos jardines interiores que dan gusto. Lo afean los ascensores exteriores, un parche acristalado de sube y baja que no se sabe a quién atribuir, pero que solo hace juego con las horrendas chimeneas del parking subterráneo de la plaza adyacente, antes sin nombre oficial y hoy plaza de Juan Goytisolo, gracias a Manuela Carmena. Esa plaza, además, ha conocido las asambleas al aire libre de los de Podemos cuando podían, antes de descubrir su impotencia frente al poder de los que sí que pueden.
Y si hablábamos antes del aspecto humano de Atocha era en referencia a tres hitos populares. Uno es la pertinaz insistencia de los sindicatos en celebrar el Primero de Mayo en esta plaza, incluso en pleno franquismo. La idea era que si se montaba una gorda, el Régimen no podría esconder los platos rotos. El resultado, año tras año, era que lo que se rompían eran las cabezas de los manifestantes bajo las porras de unos perros vestidos de gris. Un exitazo. Otro hito popular es el Hotel Mediodía, que lleva un siglo blandiendo banderas de toda Europa como reclamo para los viajeros que salen de la estación de tren, ofreciendo comodidad y decoración estilo belle epoque a precios contenidos. Es una especie de Ritz low cost, que se diría ahora. Y el remate lo encontramos a pie de calle: el bar El Brillante, centro neurálgico de los bocatas de calamares, el mejor alivio para los turistas condenados a arrastrar maletas con ruedines.
Idas y venidas, tráfico intenso, arrastrar de maletas, monumentos administrativos, turistas con prisas, epicentro del arte, paisanos de paso, nudo de comunicaciones, libros a pie de calle, grandes avenidas, curiosidades botánicas, imán de lucha sindical, olor a calamares y todo el peso de la historia. Atocha es...
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Ricardo Aguilera
Iba para biólogo pero las cosas se torcieron y devine en periodista. Por favor, no se lo digan a mi madre.
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