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RENEGADOS Y HETERODOXAS

El conquistador que dijo “no” a Cortés

Gonzalo Guerrero (1470-1536) viajó al Nuevo Mundo en busca de oro y gloria, pero un naufragio y el contacto con la sociedad maya cambiaron su destino. Acabó sus días como líder militar indígena

Miguel de Lucas 12/08/2023

<p>Monumento a Gonzalo Guerrero y Zazil-Ha, junto a sus hijos, en Chetumal, México. / <strong>Real Academia de la Historia</strong></p>

Monumento a Gonzalo Guerrero y Zazil-Ha, junto a sus hijos, en Chetumal, México. / Real Academia de la Historia

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En Flandes, en 147, Teofrastus me lo explicó todo. “Nos dieron la diversidad del mundo”, me dijo, “pero nosotros sólo queremos el oro. Tú encontraste un tesoro, una selva infinita, y sentiste infinita desolación”.

William Ospina, El país de la canela.

 

Jamás ha habido tanta crueldad en invasión alguna de griegos o bárbaros […] Entramos por la espada, sin oyrles ni entendeles, no nos parece que merecen reputación las cosas de los indios.

Padre José de Acosta, De procuranda indorum salute.

 

UNO. Al menos tres veces lo dieron por muerto

Con los años cayó sobre su tumba una montaña de embustes. Al menos tres veces lo dieron por muerto. El renegado. Así lo llamaron. Algunos rumoreaban que había llegado antes que nadie a la mítica ciudad de murallas de oro que se alzaba tras las montañas. Otros lo hacían de vuelta en su hogar de Palos de la Frontera. Los fabuladores de mente más febril lo describían como un demonio pintado con los colores de la guerra, capaz de arrancar el corazón de sus hermanos cristianos o de sacrificar a su hija para ganar una batalla. Tanto se dijo sobre Gonzalo Guerrero y tanto temor llegó a inspirar su nombre que muchos quisieron borrarlo de la historia y poner en duda su misma existencia. Pero yo puedo dar cuenta de quién fue y qué hizo, pues fui el único testigo de su transformación insólita. Solamente yo, Jerónimo de Aguilar, siervo de Dios, natural de Écija y, por azares de la historia, primer traductor de Hernando Cortés, puedo narrar cómo un soldado de sus católicas majestades perforó su rostro, colocó argollas en sus orejas, cubrió su piel, desposó con una princesa y juró lealtad a la tierra y a los dioses mayas. Vi cómo rechazó unirse a los hombres de Cortés y se volvió contra sus antiguos compañeros de armas. Todo aquello pasó por mis ojos incluso si por un tiempo alimenté lo peor de su leyenda. Dirán de Gonzalo Guerrero que fue un traidor, un hereje, un idólatra. No faltan a la verdad quienes así lo describan, pero habrán de añadir acto seguido que durante una década hizo imposible la conquista del Yucatán, que vio antes que nadie que el verdadero tesoro de las Indias no estaba hecho de metales preciosos, y que tal vez llegó a ser el único hombre verdaderamente noble de todos los que hicimos el mismo viaje.

Vio antes que nadie que el verdadero tesoro de las Indias no estaba hecho de metales preciosos

DOS. Levantaban sus tronos sobre una montaña de huesos

Su historia, que es también la mía, comenzó con un naufragio. Nos conocimos por azar, como siempre funcionan las cosas en este lado del mundo. La rueda de la fortuna gira en las nuevas tierras con la velocidad del demonio. He visto a porqueros convertidos en señores de imperios, y a reyes que se tenían por dioses rebajados a siervos. Como a tantos otros, a él lo puso rumbo a las Indias el deseo de alcanzar el oro y la gloria que se le negaba en Castilla. Corría el año 1508. Por los pueblos de Andalucía, de Extremadura, de Navarra, andaban de boca en boca las historias fabulosas de un mundo recién descubierto, repleto de tesoros al alcance de un puñado de temerarios. La mayoría no tenían apenas nada que perder. En su cabeza se tenían por héroes de novelas de caballerías. Hacían el viaje con un hambre de siglos, con la rabia en las entrañas de más de un siglo de guerras. La idea de abrirse camino a golpe de espada no sólo no desanimaba a aquellos codiciosos hidalgos; al contrario, les bendecía el papa de Roma y el bien del imperio.

Por entonces, tanto la reina Isabel de Castilla como el almirante Colón habían muerto. En la corte, los consejeros de Fernando de Aragón ya daban por sentado que aquellos territorios de ultramar no podían ser unas cuantas islas de camino a Japón, sino un continente distinto. El florentino Amerigo Vespucci ya había impreso su Mundus Novus y hablaba de una tierra distinta de Europa, Asia y África que, por burla de los cartógrafos, pasados los años terminaría llevando su nombre. Y aunn así, a casi todos los que emprendimos el viaje nos traía sin cuidado cómo se llamaba el lugar adonde íbamos. Cruzamos el océano después de oír cuentos y cuentos, imaginándonos que nos esperaban arroyos de plata. Algunos, los que sabían leer, soñaban con la fuente de la eterna juventud o el reino de las amazonas. Pero todos –y en esto me incluyo– confiábamos en un futuro distinto y mejor, una vida diferente a la miseria que nos esperaba en nuestros pueblos. La libertad de no tener que bajar la cabeza ante reyes y alcaldes o la posibilidad de borrar de un golpe las culpas del pasado eran razones poderosas para embarcarse hacia lo desconocido.

Poco tardaríamos en constatar que los vicios del mundo que dejábamos a la espalda ya habían gangrenado el nuevo. No habían terminado los castellanos en clavar sus banderas cuando ya se hacían la guerra unos a otros por ver quién era el señor de cada palmo de tierra. Así fue como Gonzalo Guerrero y yo supimos de las disputas fratricidas entre Alonso de Ojeda y Diego de Nicuesa sobre los respectivos límites de sus gobernaciones. No sería la primera ni la más grande ni mucho menos la última pelea. Años más tarde llegaría la mañana en la que el Perú se despertase con dos virreyes, cuando Francisco Pizarro y Diego de Almagro hicieran chocar dos ejércitos de conquistadores porque ni siquiera todo el oro del reino más rico de las Américas llegaba a la altura de su codicia.

Pero no debo anticiparme, aún faltaba tiempo para todo aquello, pues si en vida poco traté a Pizarro, sí conocí muy bien y muy de cerca a Guerrero, el único conquistador que dejó de conquistar. A su llegada no era muy distinto de tantos otros. También veía en sus ojos esa sed de un poder desmedido, y a fe mía que contaba con buenas cartas para lograrlo. Desde joven tenía condiciones físicas para la guerra. Era hombre de mar y buen soldado. Cuentan que con apenas doce años sabía manejar la espada. No había cumplido los diecisiete cuando ya luchaba a las órdenes del Gran Capitán. Participó en las campañas contra el último sultán de Granada, y después contra el francés en Nápoles. Tenía un cuerpo grande y robusto, tan alto que su cabeza siempre sobresalía, y su reputación de fiero hizo que los señores principales quisieran tenerlo a su lado. De tal modo que se ganó las simpatías de Vasco Núñez de Balboa en la ciudad de Santa María la Antigua del Darién, cercana al istmo de Panamá, y punto exacto donde comenzaron nuestras desgracias.

No faltaré a la verdad. No fue un santo. Ni un ángel. Ya desde el comienzo vimos el trato brutal que se dispensaba a los nativos, y ninguna de esas crueldades provocó su repulsa. Hacía falta ser ciego o sordo o hipócrita, o las tres cosas a la vez, para ignorar los muchos abusos. En España, décadas después de que Gonzalo Guerrero y yo abandonásemos este mundo, los funcionarios habrían de redactar leyes que hablasen, sí, de evitar los excesos, bautizar a los conversos por las buenas y con argumentos teológicos, castigar el sadismo y procurar a los indígenas trato de cristianos. Al fin y al cabo, la conquista se justificaba por el mandato de llevar las almas al amparo del Señor.

El sistema de encomiendas no era sino una forma muy católica de disimular la esclavitud

Y sin embargo, pocos podían ser tan ingenuos como para ignorar que, desde el mismo momento en que se imprimían, las leyes no eran sino papel mojado sin efecto al otro lado de las aguas, pues el sistema de encomiendas no era sino una forma muy católica de disimular la esclavitud. Los abundantes y continuos tormentos, conocidos como “trabajos de sujeción”, eran, como años más tarde escribiría en su famosa relación el padre Bartolomé de las Casas, el único modo en que unos cuantos miles de barbudos podían tener esclavizados a millones de indios.

Una obra por los españoles en esta isla principiada y en todas las Indias muy usada y ejercitada; y ésta es, que cuando llegan o están en una tierra y provincia donde hay mucha gente, como ellos son siempre pocos al número de los Indios comparados, para meter y entrañar su temor en los corazones y que tiemblen, hacer una muy cruel y grande matanza.

O como escribió Fernández de Oviedo:

Cosas han pasado en estas Indias en demanda de aqueste oro, que no puedo acordarme dellas sin espanto y mucha tristeza de mi corazón. […] Cansancio es, y no poco, escribirlo yo y leerlo otros, y no bastaría papel ni tiempo a expresar enteramente lo que los capitanes hicieron para asolar los indios e robarlos e destruir la tierra, si todo se dijese tan puntualmente como se hizo; pero, pues dije de suso que en esta gobernación de Castilla del Oro había dos millones de indios, o eran incontables, es menester que se diga cómo se acabó tanta gente en tan poco tiempo.

En unas décadas había dado comienzo el exterminio de pueblos enteros. Entre los abusos, los castigos ejemplarizantes, el trabajo hasta quebrar el cuerpo y las plagas nuevas que desconocían en esas tierras, los conquistadores levantaban sus tronos sobre una montaña de huesos.

En aquellos tiempos, el espanto y la codicia convivían con la fascinación por completar en los mapas el dibujo del orbe. No en vano fue Vasco Núñez de Balboa quien contempló el mar del sur, el lugar donde se unían los dos océanos. Con esa buena nueva zarpamos Gonzalo Guerrero y yo de Santa María del Darién rumbo a la isla de la Española. Éramos decenas de hombres y dos mujeres, y viajábamos con las despensas repletas de oro. La misión se presentaba sencilla, pero no tardó en torcerse por la mano inexperta del capitán de la nao, Juan de Valdivia, un marinero ambicioso pero escaso de luces, ya que sus buenos contactos en la corte y el favor de sus familiares le habían llevado a ascender más alto de lo que aconsejaban sus méritos. Valdivia capitaneaba la Santa María de la barca con prisas, sin respeto por las aguas, desdeñando los vientos y los malos presagios mientras surcábamos las costas de Jamaica. Deseaba hacerse con un nombre que justificase su posición: llegar a Santo Domingo, impresionar al emperador con el oro del quinto real e informar a Diego Colón, el hijo del Almirante, que Vasco Núñez de Balboa había divisado un inmenso mar, de tal forma que quizás pudiera hacerse realidad el delirio de llegar al Oriente rumbo al Occidente, esa impresa quimérica que su padre, Cristóbal, jamás realizó y en la que insistió hasta el final de sus días, incluso cuando todos los cartógrafos le refutaban.

Y fue entonces, en los arrecifes de las Víboras, cuando el cielo se abrió sobre nuestras cabezas.

TRES. El hombre de fe y el hombre de espada

Quienes lean este relato sospecharán que invento, y hasta cierto punto he de advertir que la historia que aquí se cuenta siempre estará coja. Ningún relato puede ser fiel espejo de lo ocurrido, en tanto seguimos ciegos al testimonio de los mayas. La historia no sólo la escriben los vencedores, sino también fabuladores portentosos. Los años y la distancia entre lo vivido y lo leído obligan a recelar de crónicas y de cronistas, no digo ya de las cartas de relaciones manuscritas por los propios conquistadores, que más que con la historia emparentan con los cantares de gesta.

Según lo que se escribió tiempo después, al tercer día de nuestro viaje el cielo se cubrió con la madre de todas las tormentas. El necio Valdivia, que debía puesto y carrera a la intercesión de su padre, nos condujo al ojo de la tempestad. La nao se partió en pedazos, los diez mil pesos de oro se fueron al fondo del océano y apenas dieciocho desgraciados y las dos damas pudimos subir al batel de salvamento y arañarle tiempo a la muerte. Bien me gustaría que la crónica terminase aquí, pero ese no fue más que el prólogo de nuestras penurias.

Francisco Gómez de Gomara recoge así el testimonio de nuestras desdichas:

“Sin vela, sin agua, sin pan, y con ruin aparejo de remos; y así anduvimos trece o catorce días, y al cabo echónos la corriente, que allí es muy grande y recia, y siempre vas tras el sole a esta tierra, a una provincia que dicen Maia. En el camino se murieron de hambre siete, y aun creo que ocho”.

Otros cronistas añaden que nos asaltó un banco de medusas y hasta un tiburón en busca de merienda, que bebíamos nuestros orines para engañar a la sed y de milagro no morimos todos de inanición.

Si bien en aquellas fechas yo no había sido ordenado sacerdote, me vi confesando los últimos pecados y dando la extremaunción para dar alivio a las almas. Guerrero no fue de los que tuvo interés en confesarse. Pronto caí en la cuenta de que el de Palos era del tipo práctico, más dedicado a salvar el cuerpo que el espíritu.

Como digo, nos faltaban por vivir unas cuantas desgracias. Poco más de la mitad alcanzamos al cabo de unos días eternos la costa de Yucatán. Caímos en la playa al borde de la muerte y vencidos por el sueño, con la suerte funesta de caer en la tribu de los Cocomes, descrita por todos los cronistas como belicosa y enemiga de los extraños. El recibimiento no fue amistoso. Recuerden que habían pasado ya dos décadas desde el viaje de la Pinta, la Niña y la Santa María. Los nativos ya no nos tenían por dioses, y muchos ni siquiera podían considerarnos posibles amigos. Las historias sobre los barbudos cruzaban las selvas. En dos generaciones, los españoles pasarían de ser descritos con la voz de “teotl”, equivalente a dioses en la lengua de los aztecas, a la voz en idioma mapuche en Chile de “huinca”, la palabra con la que se designaba a los ladrones.

En resumen; nos recibieron a palos. Los cocomes portaban lanzas, arcos y flechas, y grandes varas rematadas en piedra. Hubo a quien le concedieron la gracia de seguir viviendo por haber sobrevivido a heridas tan hondas cuya sanación no podría explicarse sin intercesión divina. Respecto a mí, todavía no acierto a entender por qué azares quiso Dios que esos hombres de piel pintada y perlas en los dientes se decidieran a salvarme la vida. Quiero pensar que se extrañaron de mi atuendo, y que al ver mi libro de horas y escuchar mis rezos en latín debieron pensar que disponía de un vínculo cercano con los dioses. No importaba si era la primera vez que veían la imagen del crucificado: sus tradiciones les desaconsejaban enojar a chamanes, espíritus o dioses ajenos.

A Gonzalo lo salvó su corpulencia y la furia con la que se defendía. Los cocomes quedaron impresionados por sus hechuras de gigante, ya que ni el más alto de todos ellos llegaba a los hombros del onubense. En cuanto al resto de la expedición, ya pueden imaginarse. Su aventura en busca de palacios y esmeraldas terminó en aquella playa alejada del Santo Espíritu, en un lugar que aún no aparecía en los mapas.

Quedábamos un puñado y pronto solo seríamos dos: el hombre de fe y el hombre de espada.

CUATRO. Para cuando volví a verle, su figura se me hizo irreconocible

Lo que ahora refiero parecerá el cuento de un borracho o el delirio de un demente, e incluso a mí me cuesta dar crédito a lo que viví como una pesadilla. Habíamos, por supuesto, oído hablar de sacrificios humanos. Incluso en las tabernas de Écija o de Palos se hablaba de historias de pirámides de piedra dedicadas a monstruos crueles y de sacerdotes de ojos rojos que arrancaban los corazones con un cuchillo. Rumores, podían pensar algunos. Para nuestra desgracia resultaron no serlo, y cuatro de los nuestros acabaron sus días con las vísceras abiertas en lo alto de un templo.

De acuerdo con el código sagrado de los mayas, solo los prisioneros de más alto rango eran ofrecidos en honor a sus dioses, aunque lo cierto era que los pocos que quedábamos decidimos declinar ese honor. Entenderán, imagino, por qué en la noche siguiente planeamos nuestra escapada.

En nuestra fuga asombrosa se encadenan hechos verdaderos y anécdotas que los cronistas añadieron para hacer más extraordinario su relato. No: ya les adelanto que no es cierto que nos persiguiera un jaguar por la selva. Sí lo es, en cambio, que escapamos de los llamados cocomes para caer en tierra de su tribu enemiga, los tutul xiues. Conviene recordar aquí que las gentes del otro lado del mar tampoco vivían libres de la peste de las guerras, lo cual pondría mucho más fáciles luego las cosas a Cortés, quien no dudó en sacar provecho a los odios ancestrales de unos pueblos contra otros.

En aquella ocasión la animosidad jugó en nuestro auxilio. Al averiguar que habíamos dado muerte a varios cocomes, los tutul xiues resolvieron dejarnos con vida. No obstante, la fortuna seguía torciéndose, puesto que antes de que nos diéramos cuenta nos vimos convertidos en esclavos. Y si bien el cacique de esas gentes, Taxmar, era un hombre recto y admirado entre los suyos, dejó nuestro destino en manos de su sacerdote, quien resultaría retorcido y despiadado, o por hablar más claro, de no ser yo hombre de iglesia, un completo hijo de mil perras. El tal Taohom, cuyo nombre no olvidaré mientras viva, nos hizo trabajar como mulas de carga, sin importarle si caímos o no enfermos, y hasta parecía divertirse con nuestros quebrantos. Eso lo recoge en su Crónica de la Nueva España Francisco Cervantes de Salazar. Fueron tres años dedicados a “traer a cuestas la leña, agua y pescado, y estos trabajos sufríalos Aguilar con alegre rostro por asegurar la vida”.

Tres años. Tan largos como tres siglos. A raíz del tiempo que pasamos entre los tutul xiues, cada año hablábamos mejor la lengua maya y de a poco se nos borraban las palabras castellanas. Hasta que un buen día, sabiendo de nuestra capacidad para comunicarnos, y mientras entrenaba a sus hombres para una batalla contra los cocomes, el cacique Taxmar hizo llamarnos para preguntarnos por asuntos de guerra. Yo sabía de los misterios de las Santas Escrituras y poco del arte militar. Gonzalo, por el contrario, puso al servicio todo lo que llevaba aprendido desde sus mocedades a las órdenes del Gran Capitán. Después de media vida enfrentado a mahometanos en Granada y a franceses en lo que hoy es Italia, no era experiencia lo que le faltaba. De forma que allí, perdidos en el otro extremo del orbe, con una ramita en la mano y la arena como mapa, compartió el secreto de las emboscadas y nuevas tácticas para dar muerte al enemigo, estrategias que los nativos aún no conocían por su proverbial respeto a las sagradas leyes de la guerra.

Nuestros caminos a partir de ese punto se dividen. Yo seguí siendo poco más que un siervo, que los hechos de los apóstoles y el crucifijo con el que ahuyentar al diablo de poco servían en esas campañas. Guerrero en cambio ascendió en prestigio y honores, pues como dicen los cronistas, “por haber habido muchas victorias contra los enemigos de sus señores, es muy querido y estimado”. Pasó después a otra localidad, a cinco leguas de distancia, al servicio de un nuevo cacique, llamado Nachán Can o Ach Nachan, que de ambas formas puede encontrarse en los libros, gobernante en Chactemal (hoy Chetumal). Por los años siguientes lo perdí de vista, y para cuando volví a verle, su figura se me hizo irreconocible.

A todos los efectos, era ya un líder entre los mayas.

CINCO. Tuvimos ante los ojos el secreto del mundo

Encontró un tesoro muy distinto del que buscaba. El milagro de aquellos años no consistió en las muchas veces que salvó su vida, sino en ser el único en ver lo que estaba a la vista de todos y ninguno acertó a mirar. Quienes alcanzamos esos territorios antes de la Conquista tuvimos ante los ojos el secreto del mundo, riquezas sin límites y civilizaciones comparables en años a los antiguos griegos y romanos. Y pese a todo fuimos tan ciegos que nos empeñamos en buscar nada más que el oro y la plata. O en casos como el mío, un continente de almas salvajes a las que bautizar.

Quienes alcanzamos esos territorios antes de la Conquista tuvimos ante los ojos el secreto del mundo

¿Qué hizo a Gonzalo pasarse al otro lado? La respuesta no fue otra que el amor, por más que la palabra suene ingenua o demasiado inocente en época tan carente de humanidad. Como dije, sus victorias contra tribus enemigas lo convirtieron en favorito del gran cacique Ach Nachan. Llegó a ser nombrado Nacom, o jefe militar, y desposó con Zazil-Ha, a quienes los cronistas dan el título de princesa, aunque tengo mis razones para pensar que exageran.

Princesa o no, hija o no del cacique, Zazil-Ha era sin duda dama de alta posición, y atravesó su vida hasta el punto que todas las penurias vividas hasta la fecha le parecieron justificadas. Descubrió también gracias a ella que sólo es dado ver el mundo como los indios a aquellos que han ingerido las hierbas sagradas, capaces de abrir los sentidos al idioma del jaguar y la tierra, de los árboles y del río.

Allá afuera el mundo seguía rodando. En el año 1516, tras la muerte de Fernando de Aragón, su nieto Carlos ascendió al trono. O mejor dicho, a los tronos, ya que heredaría el patrimonio de los Habsburgo y los Borgoña. La sucesión se había saltado a la reina Juana, a quien su padre apartó de la corona con la acusación de loca. El nuevo monarca no iba ya solo a ser rey de Castilla, Aragón y todas las Españas, pronto también el César del Sacro Imperio, regente de un universo donde jamás se pondría el sol. Todo eso, imagino, debía parecer muy lejano en los días dulces en los que Guerrero se dio a vivir con Zazil-Ha. Para desposarse, el onubense cumplió con todos los ritos. Cubrió su rostro de tatuajes, perforó sus orejas, dibujó su torso, su espalda y sus brazos con los símbolos del pueblo al que eligió pertenecer.

Llegaron después los hijos. Con los años, no obstante, no tardarían en  asomar de nuevo los españoles. Los mayas, con el consejo de Guerrero y sus dotes para liderar hombres, les frenaron el paso. Pero dudo que, a pesar de las victorias Guerrero, pudiera permanecer tranquilo. A menudo me he preguntado si llegó a tener noticia de los cambios que se producían en Europa, y si algún día habló a su esposa Zazil-Ha del rey de reyes que acumulaba ejércitos y encadenaba guerras al otro lado de las aguas, decidido a ser el emperador del universo, dispuesto a no descansar hasta ser dueño de cada centímetro de la tierra.

Jerónimo de Aguilar y Malinche haciendo labores de traducción para Hernán Cortés, en un mural de Aurora Reyes.

Corría el año de nuestro señor de 1519 cuando supimos que la expedición de Hernán Cortés había llegado al Yucatán. No les costará hacerse una idea de la alegría que me produjo semejante noticia, ya que mi suerte cambió de la noche a la mañana. Y hasta me siento tentado de detener aquí mi relato sobre Guerrero. No en balde, también a mí me ocurrieron aventuras dignas de ser contadas. En los años siguientes habría de convertirme en el primer traductor del castellano al maya, y poco después en el puente a través del cual la amante de Cortés, Malinche, podía pasar las palabras de Moctezuma y sus súbditos a oídos cristianos. Tengan por seguro que la caída de Tenochtitlan se habría escrito de forma muy distinta de no ser por mi dominio de aquel idioma aprendido en tantos años de cautiverio.

Cortés era muy consciente del valor formidable de contar entre sus filas con aquellos dos cristianos resucitados que se manejaban con soltura entre los indios. Conforme escribió López de Cogolludo en su Historia de Yucatán:

Resultó que algunos dieron a entender que cerca de aquella Isla en Tierra firme de Yucatán, había hombres semejantes a los españoles con barbas, y que no eran naturales deste reino, con que tuvo ocasión Hernando Cortés​ de buscarlos.

Lo que ocurrió entonces ha quedado para la historia y aparece contado en varios libros. Al tener noticia de mi rescate, los testigos cuentan que me holgué mucho por tan jubiloso acontecimiento y que lloré de alegría al verme liberado de mi servidumbre.

Me propuse reencontrar a Gonzalo Guerrero, a quien no veía desde hacía más de un lustro. Pueden figurarse con facilidad mi sorpresa. La transformación de su piel solo fue superada por el efecto de sus palabras. Insistí en que regresara con los suyos, que pusiera sus muchos y conocidos talentos al servicio de España y de Cristo, y procuré convencerle de que si era exclusivamente el amor por la familia lo que le retenía en su aldea, ya habría forma de dar bautismo, ropas y costumbres católicas a Zazil-Ha y a sus hijos. Ante sus negativas, le imploré que tuviera en cuenta que el deseo por la carne podía llevar a la condena de su alma.

La transformación de su piel solo fue superada por el efecto de sus palabras

Hay muchas versiones de lo que allí se habló, e historiadores de buen nombre hasta dudan que nuestra charla tuviera lugar. Bernal Díaz del Castillo tomó no obstante buena nota de mi relato.

...respondió el Guerrero: “Hermano Aguilar, yo soy casado y tengo tres hijos. Tienenme por cacique y capitán, cuando hay guerras, la cara tengo labrada, y horadadas las orejas, ¿que dirán de mi esos españoles, si me ven ir de este modo? Idos vos con Dios, que ya veis que estos mis hijitos son bonitos, y dadme por vida vuestra de esas cuentas verdes que traeis, para darles, y diré, que mis hermanos me las envían de mi tierra”. La mujer con quien el Guerrero estaba casado, que entendió la plática del Gerónimo de Aguilar, enojada con él dijo: “Mirad con lo que viene este esclavo á llamar á mi marido, y que se fuese en mala hora, y no cuidase de más”.

Fue lo último que nos dijimos. Intuí, aunque jamás le expresé mis pensamientos, que con ello se condenaba a una muerte segura. Jamás volveríamos a vernos.       

EPÍLOGO. El único conquistador que merece su estatua

Jerónimo de Aguilar nunca tuvo noticia del final de Gonzalo Guerrero. Moriría cinco años antes que su compañero de naufragio y tras desempeñar un papel decisivo en la conquista de México. Fue el primer traductor nacido en España que permitió comunicarse a Hernan Cortés con mayas y mexicas mediante una intrincada triangulación, en la que Aguilar servía de intérprete entre castellano y maya, para a continuación Malinche traducir del maya al náhuatl. Esto ocurrió hasta que, dotada con un asombroso don de lenguas, Malinche (también llamada Malintzin en náhuatl o Doña Marina, tras su bautismo), aprendiera castellano con rapidez.

El final de Guerrero es hoy un episodio aureolado por la leyenda. Gran parte de lo que sabemos sobre él procede de muy escasas fuentes: las cartas de relación, las crónicas de Francisco López de Gómara (confesor de Cortés y quien nunca puso un pie en las Américas, cuya obra tuvo como principal propósito engrandecer la figura del conquistador), Las cosas de Yucatán, del obispo fray Diego de Landa (más ocupado en quemar libros que en escribirlos), y, como referencia inevitable, Bernal Díaz del Castillo, cuya Historia Verdadera de la conquista de la Nueva España y, en concreto, su capítulo XXVII, “Cómo Cortés supo de dos españoles que estaban en poder de los indios”, sigue siendo la fuente más consultada sobre esta peripecia. Otra descripción del mismo episodio, escrita siglo y medio después de los acontecimientos, es la de Antonio de Solís y Rivadeneyra, quien en su Historia de la conquista de México, población y progresos de la América septentrional emplea los términos más duros contra el de Palos de la Frontera, cuyo origen aparece confundido en su relato.

De los otros españoles que estaban cautivos en aquella tierra, sólo vivía un marinero natural de Palos de Moguer, que se llamaba Gonzalo Guerrero. […] No hallamos que se refiera de otro español en estas conquistas semejante maldad: indigno por cierto de esta memoria que hacemos de su nombre; pero no podemos borrar lo que escribieron hombres, ni dejan de tener su enseñanza estas miserias a que está sujeta nuestra naturaleza, pues se conoce por ellas a lo que puede llegar el hombre, si le deja Dios.

Para este artículo también he seguido el hilo de una narración reciente, El renegado, de Julio Castedo, premio Jaén de Novela en 2021, que bucea en textos de origen indígena para entender la visión del mundo de los tutul xiues. Y es igualmente valioso el documental de 2013 Entre dos mundos- La historia de Gonzalo Guerrero, dirigido por Fernando González Sitges. En relación a los crímenes cometidos por los conquistadores, todas las citas pueden encontrarse en La invasión de América, de Antonio Espino (2022), el libro más serio publicado en la última década, un auténtico golpe sobre la mesa frente a la corriente pseudohistórica que desde hace años procura edulcorar, relativizar o negar el terror y la violencia extrema que acompañaba cada paso de los conquistadores.

Nada invita a pensar que, de no haber sido por su naufragio, Gonzalo Guerrero no hubiera seguido pasos semejantes a los de Pizarro, Cortés, Valdivia o Ponce de León. Su nombre no terminó figurando en los libros de historia ni gozó de la fama de algunos de sus antiguos compañeros. Tampoco daría nombre a cientos de calles, ni figuraría en los libros de texto. Pero cabe preguntarse si tal vez no disfrutó de una vida más dichosa y, tras décadas de cautiverio, acabó por ser el más libre de los conquistadores. Como escribe el colombiano William Ospina, muchos olvidaban “cuánto les costó a aquellos hombres el oro que robaron y el mundo que destruyeron, cómo Cortés vio volverse humo en sus manos la riqueza y Pizarro pagó en miseria y después en discordia su fortuna y sus títulos”. A diferencia de ellos, Gonzalo Guerrero tomó la senda contraria. Según la conversación que recoge Bernal Díaz del Castillo entre Jerónimo de Aguilar y Hernán Cortés, tras su negativa a acompañar a los españoles, pasó a ser considerado un enemigo a batir.

Y luego le preguntó por el Gonzalo Guerrero. Y [Aguilar] dijo que estaba casado y tenía tres hijos, e que tenía labrada la cara y horadadas las orejas y el bezo de abajo, y que era hombre de la mar, de Palos, y que los indios le tienen por esforzado; e que había poco más de un año que, cuando vinieron a la punta de Cotoche un capitán con tres navíos (parece ser que fueron cuando venimos los de Francisco Hernández de Córdoba), que él fue inventor que nos diesen la guerra que nos dieron, e que vino él allí juntamente con un cacique de un gran pueblo […]. Y después que Cortés lo oyó, dijo: “En verdad que le querría haber a las manos, porque jamás será bueno”.

Nunca podría detener, por más heroico que fuera su desempeño, el rodillo de la historia. Pero sería también Gonzalo Guerrero quien en los siguientes años haría fracasar la entrada de Francisco de Montejo y sus 380 soldados en Chetumal. Conocía bien las estrategias de combate de los castellanos y los puntos débiles de las armaduras. Instruyó a los mayas para perder el miedo y no amedrentarse ante la embestida de los caballos, enseñándoles que jinete y bestia eran dos criaturas diferentes, y ambas además mortales. Como buen arcabucero, compartió el secreto de los minutos cruciales que han de pasar entre disparo y disparo, tiempo en el cual el tirador quedaba indefenso.

Sería Gonzalo Guerrero quien en los siguientes años haría fracasar la entrada de Francisco de Montejo y sus soldados en Chetumal

Sin esperarlo, Montejo se topó en Yucatán con una resistencia de pesadilla. Hay pocas descripciones de las batallas, pero no es difícil imaginar la impresión de quienes se encontraban ante sí no solo a nativos bien pertrechados y en posición de combate, sino también liderándolos un veterano de Granada y de Nápoles que tan pronto usaba arco, flechas y cerbatana como se defendía con destreza si caía en sus manos un sable toledano.

En julio de 1531 se remitían informes sobre su muerte. En verdad, murió cinco años más tarde, y lo hizo lejos de su tribu. Fue en tierras de Honduras, en el valle del Río Ulula, donde marchó con medio centenar de canoas para plantar cara a la ofensiva de Pedro de Alvarado.

La evolución física de Gonzalo Guerrero.

Se dice que su última batalla fue de las más duras, y que el cielo amaneció sembrado de cadáveres de mayas y españoles. Un disparo de ballesta le acertó justo en su ombligo, y a continuación un disparo de arcabuz le dio el pasaje a la otra vida. El cadáver de Guerrero quedó en el terreno de las tropas castellanas. Incluso inerte, su imagen seguía causando asombro y un punto de temor. “Llevaba la piel labrada y argollas en las orejas, como indio, pero barbas de cristiano”. Es lo que se describe en la carta del gobernador de Honduras, Andrés de Cereceda, un día después de la batalla, el 14 de agosto de 1536.

Dijo el cacique Cicimba como, antes que se diesen, con un tiro de arcabuz se había muerto un cristiano español que se llamaba Gonzalo Aroza que es el que andaba entre los indios en la provincia de Yucatán veinte años ha y más, que es éste el que dicen que destruyó al adelantado Montejo. Y como lo de allá se despobló de cristianos, vino a ayudar a los de acá con una flota de 50 canoas para matar a los que aquí estábamos antes de la venida del adelantado [...] Y andaba este español, que fue muerto defunto, labrado el cuerpo y en hábito de indio.

El documento se conserva en el Archivo General de Indias de Sevilla y puede consultarse en línea. La carta confunde el apellido y nada dice de la sepultura. Aquí de nuevo entramos en el terreno del mito. Varias versiones cuentan que al día siguiente de su muerte los mayas rescataron su cuerpo, lo subieron a una barca y lo dejaron en la corriente del río Ulula para que así regresara al Océano, hasta fundirse con el mar infinito que un día lo llevó a sus costas.

He elegido la voz de Jerónimo de Aguilar puesto que fue el único testigo de la asombrosa evolución del marinero de Palos, el único caso conocido de conquistador que acabó como jefe militar entre los mayas. Resulta tentador preguntarse por la visión que en los últimos años de vida tendría Aguilar de su antiguo compañero de naufragio. Es sabido que antes de despedirse, el religioso procuró salvar el alma de Guerrero. Doy por hecho que en los meses y años que siguieron en compañía de Cortés, Aguilar fue testigo de crímenes más execrables, crueldades más innobles y delitos más nefandos que el amor a una familia y a una tierra. Y después de una vida dedicada al espíritu, creo que en algún momento pensaría que, de todos cuantos cruzaron el Océano en esos años crueles, tal vez solamente él, Gonzalo Guerrero, traidor, renegado, idólatra, amigo de los indios, fue el único que de verdad salvó su alma. A día de hoy, el único conquistador que quizás merezca su estatua.

La sección: Renegados y heterodoxas.

Crónica tachada de la historia de España, por esta sección desfilarán desterrados y traidores, brujas y herejes, traidores al Imperio, enemigos del trono y el altar, damas de moral escandalosa y freaks cuya conducta todavía provoca rubor. Un recorrido de siglos, en suma, por las vidas de quienes se salieron del camino marcado y eligieron su libertad por encima de cualquier bandera.

Para saber más:

Julio CASTEDO, El renegado, Córdoba, Almuzara, 2021.

Bernal DIAZ DEL CASTILLO, Historia verdadera de la Conquista de Nueva España. [Disponible online: https://www.cervantesvirtual.com/obra-visor/historia-verdadera-de-la-conquista-de-la-nueva-espana-tomo-i--0/html/]

Antonio ESPINO, La invasión de América, Barcelona, Arpa, 2022.

William OSPINA, El país de la canela, Barcelona, Mondadori, 2012.

Sobre el autor:

Miguel de Lucas es doctor en Literatura Española, profesor de Lengua y Ciencias Políticas en Verto Education y profesor colaborador de la Universitat Oberta de Catalunya (UOC).

En Flandes, en 147, Teofrastus me lo explicó todo. “Nos dieron la diversidad del mundo”, me dijo, “pero nosotros sólo queremos el oro. Tú encontraste un tesoro, una selva infinita, y sentiste infinita desolación”.

William Ospina, El país de la...

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Autor >

Miguel de Lucas

Es doctor en Literatura española.

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3 comentario(s)

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  1. itsasotsoa

    Gracias por el artículo.

    Hace 1 año 3 meses

  2. manuel-avalos

    He disfrutado mucho leyendo esta historia

    Hace 1 año 3 meses

  3. fpg999

    Me ha encantado, el artículo.

    Hace 1 año 3 meses

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