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El Atlético de Madrid saltó al césped del Sadar como debería hacer en cualquier campo. Con las señas de identidad por delante y no por detrás. Con la convicción de que los partidos se ganan (y se pierden) desde el pitido inicial. En apenas unos segundos ya pudimos ver un ritmo y un espíritu que no habíamos visto otras veces. Quizás porque Osasuna también necesita esa velocidad para sentirse fuerte. Quizás porque la confianza que da ganar con solvencia a tu eterno rival es una vitamina que vale mucho más que tres puntos. No lo sé. Lo que sé es que el Atleti estaba bien en la presión y en la salida de balón. Que mordía cuando tocaba defender y que manejaban el balón con criterio cuando tocaba tenerlo. Lino volvía a dejar unas sensaciones fabulosas entrando por la izquierda y dando una verticalidad que era oxígeno para el equipo. Saúl volvía a hacerse fuerte en el centro del campo. Griezmann seguía empeñado en demostrarle al mundo lo que es ser un futbolista total.
Antes de los diez minutos Morata ya tuvo un remate franco. Solamente sus dudas para atacarlo de primeras hicieron que no fuese peligroso. Osasuna respondía con intensidad y entrega, siempre lo hace, pero era incapaz de tener el balón. Aun así, porque este deporte es muchas veces difícil de explicar desde la lógica, la primera ocasión con verdadero peligro fue para el equipo navarro, gracias a un tiro desde fuera del área de Torró, que pasó rozando el palo. Siguiendo con esa misma lógica que nunca lo es, los de Simeone se adelantaron en el marcador en la jugada siguiente. Un mal despeje de Aitor Fernández hizo que el balón acabase en los pies de Griezmann. El francés levantó la cabeza para abrir el juego a la banda izquierda, Lino colgó un balón al área que Morata no alcanzó a rematar, el portero sólo puede rechazarlo y el mismo futbolista que había iniciado la jugada acaba recogiendo la pelota con la portería libre. Sí, ese Griezmann en estado de gracia que fue el que marcó el gol.
El Atleti hizo algo muy interesante tras ponerse por delante: intentar seguir jugando de la misma manera. Conservando el rigor, manteniendo la intensidad y, lo que es más importante, tratando de seguir teniendo el balón en lugar de huir de él o maltratarlo, como ha hecho tantas y tantas veces. Y lo consiguió durante un buen tramo de encuentro. Exactamente hasta que Budimir, un jugador al que no es la primera vez que observo actitudes antideportivas, decidió chocar con Oblak como lo hacen los tipos que van a hacer daño. El portero esloveno, visiblemente dolido, se recuperó y continuó jugando, pero el Atleti acusó el golpe y perdió el control del partido. Osasuna se fue arriba, le robó la pelota y llegó hasta el descanso acorralando a su rival y con un disparo al palo de Mojica en el recuerdo.
Al volver del vestuario, comenzó otra película.
El Atlético de Madrid saltó al césped del Sadar en la segunda parte como nunca debería hacerlo en ningún campo. Con las señas de identidad por detrás y no por delante. Perdiendo la fe en que los partidos se ganan siendo protagonista. Dejándose llevar por acontecimientos que no puede controlar. Refugiándose en la estadística y a merced de la serendipia. El equipo se fue desinflando como un globo de feria barato, hasta transformarse en una versión muy preocupante y que ya conocemos. Hay que reconocer, eso sí, que una gran parte de culpa la tuvo el buen hacer del equipo de Jagoba Arrasate, que a base de fe, de intensidad y de una idea muy concreta de fútbol sometió a su rival. Osasuna encerró a los de Simeone en su área con juego y carácter, convirtiendo una gran parte de la segunda mitad en un acoso constante, que quizá tuvo su ocasión más clara en un remate de Chimy Ávila dentro del área, tras una buena jugada por la derecha.
El Atleti, desinflado y físicamente roto (otra vez), era incapaz de dar dos pases seguidos. Y no, no es una hipérbole. Todo lo que hacía era dar pelotazos largos cargados de mediocridad. El entrenador colchonero intentó cambiar el ambiente, pero tampoco había mucho en el banquillo para arreglar el entuerto. Azpilicueta salió por un Llorente que volvió a pasar inadvertido. Pocos minutos después, Riquelme sustituía a Nahuel Molina. Se vio algo más de aire, pero no demasiada mejoría. Mientras tanto, Torró remataba cerca de la portería, a dos metros de Oblak, en pleno acoso rojillo.
Y claro, llegó lo que tenía que llegar. Un saque de esquina que David García remató de cabeza muy cerca de la portería para empatar el partido. Bueno, no. No lo empató porque el árbitro, Martínez Munuera, decidió anular el gol. Mirando las imágenes en cámara lenta se ve un golpe a Witsel en la cara y eso es indiscutible. Eso sí, el golpe, además de ser involuntario por venir tras un empujón de Giménez, es uno entre el millón de golpes que hay en un partido. Eso lo sabe cualquier que haya jugado alguna vez al fútbol.
Sin tiempo para comentar lo que había ocurrido, y porque el fútbol, afortunadamente, es así de imprevisible, el único contragolpe con sentido de los rojiblancos acabó en un gol que resultó definitivo. Nueva apertura de Griezmann a la izquierda, otro gran pase de Lino al área y Riquelme que recoge el balón para tener la pausa de regatear al portero y marcar a placer. El partido debería haber terminado ahí, porque los minutos siguientes solamente sirvieron para que la evidente, y lógica, frustración navarra acabara en dos expulsiones. Una de Morata y otra de Ávila, que se enzarzaron en una riña absurda, y que seguramente podrían haberse evitado con una mejor gestión por parte del colegiado.
El Atleti se lleva tres puntos del feudo navarro que se antojan importantísimos para ganar confianza y seguir manteniendo el pulso a esta Liga. Se lleva también las buenas sensaciones de la primera parte y la imagen espantosa del resto del partido. La creatividad del principio y el miedo del final. El carácter y la mediocridad. La luz y la oscuridad. La cara y la cruz. Entiendo que en algún momento tendrá que elegir que versión de las dos es la que quiere ser.
El Atlético de Madrid saltó al césped del Sadar como debería hacer en cualquier campo. Con las señas de identidad por delante y no por detrás. Con la convicción de que los partidos se ganan (y se pierden) desde el pitido inicial. En apenas unos segundos ya pudimos ver un ritmo y un espíritu que no habíamos visto...
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