
Una imagen del Festival de Cannes 2023. / Bestentours
En CTXT podemos mantener nuestra radical independencia gracias a que las suscripciones suponen el 70% de los ingresos. No aceptamos “noticias” patrocinadas y apenas tenemos publicidad. Si puedes apoyarnos desde 3 euros mensuales, suscribete aquí
Este año asistí por novena vez al Festival de San Sebastián, y no paro de preguntarme si ya toda la ilusión se ha perdido. Las primeras veces en un festival de cine son las mejores: la inocencia protege de sus sacrificios, la ilusión disimula el trabajo no remunerado. Después, todo es más gris, al menos lo fue para mí. El cine parece menos interesante, los sacrificios más agónicos, y la chulería de la industria se siente intolerable. Los últimos años ha sido más la amistad que la genuina curiosidad cinéfila lo que me ha motivado a asistir, pero no dejo de cuestionar mi presencia en estos eventos, su utilidad general, la utilidad de la crítica; el sentido de la profesión y de la industria.
Poder vivir de la crítica de cine –no confundir con que la crítica de cine viva de ti– es una anomalía, y como tal, es aprovechada por la industria para lucrarse, de la misma forma que el capitalismo en general utiliza el éxito y riqueza de ciertos individuos como gasolina para su propia perpetuación: todo el mundo quiere cobrar lo que cobraba Carlos Boyero cuando hacía su desfile anual por los festivales más famosos del mundo y poder ser exitoso y leído, y comer en los mejores restaurantes de Cannes. Algo que décadas atrás ya era difícil de conseguir, ahora parece una quimera: incluso los críticos y periodistas más famosos de España trabajan una cantidad absurda de horas por una miseria de sueldo. No hay más que echar un vistazo a los vídeos que suben durante el festival, escribiendo hasta las 5 de la mañana, despertando dos horas después, durmiéndose en las películas porque no pueden más para darse cuenta de que eso no es forma de hacer un trabajo, y desde luego, está muy lejos de una relación laboral sana entre el empleador –que a veces no se sabe muy bien quién es– y el empleado. Las condiciones de trabajo para los periodistas cinematográficos se han ido degradando a lo largo de las décadas y, sin darnos cuenta, hemos pasado de ser un grupo de opinión prestigioso a una pieza más en el engranaje de la industria del cine, y además una de las más maltratadas.
Décadas atrás, cuando Internet era todavía un proyecto, estos eventos tenían –por supuesto siempre dentro de unos parámetros industriales– una importancia en la divulgación y exhibición de películas y corrientes cinematográficas tanto para el gran público como para otros artistas. Ahora, con la facilidad que existe para distribuir películas online, cabe preguntarse cuál es realmente la utilidad de un festival de cine. Si hablamos de eventos masivos, festivales de clase A, se puede argumentar que las meras implicaciones económicas y mediáticas son suficiente argumento para su existencia. Sin embargo, la pregunta persiste, tal vez desde un punto de vista más próximo al cine como arte que como negocio: ¿para qué sirven?, ¿cuál es la utilidad cultural, social, artística, política de un macrofestival de cine en pleno 2023? En el año 1968, un grupo de cineastas, entre los que se encontraban Jean-Luc Godard y François Truffaut, consiguió detener el Festival de Cannes en solidaridad con los estudiantes y los huelguistas de aquel mayo histórico. Fue un tira y afloja con la dirección del festival, pero al final se impuso cierto compromiso político, y se canceló, por un año, el trajín de lujo y estrellas que dominaba el certamen. Este año, la ciudad de Cannes prohibió las protestas y manifestaciones por la reforma de las pensiones de Macron en las zonas por las que se desarrolló el festival, quizá temiendo que algún director levante a las masas de su letargo. Pero no ha sido así, Godard está muerto y la mayor muestra de subversión política que se ha visto ha sido la del director del certamen, Thierry Fremaux, peleándose con un policía que le amonestó por conducir su bicicleta por la acera de un hotel de lujo.
Otro ejemplo de la degradación del oficio es el de la entrevista, que ha sido sustituida por el junket, donde los periodistas entrevistan en fila india al equipo de la película
No hubo tampoco ninguna clase de reacción desde la crítica cinematográfica, demasiado impotente en la defensa de sus derechos laborales como para preocuparse por los de los demás. El festival comenzó antes incluso de abrir sus puertas, en las salas virtuales del sistema de entradas, donde toda la prensa se peleaba con un sistema oscuro y defectuoso por conseguir pases para las películas. Las horas perdidas de estos periodistas debieron ser incontables, pero, por si fuera poco, una vez en Cannes muchos descubrieron que ni con una de esas codiciadas entradas tenían garantizado el acceso a ciertas películas, y la red X se llenó de comentarios decepcionados de periodistas y críticos que no habían podido asistir a las proyecciones. La escasez, naturalmente, sólo afectó a unos pocos. Cannes se rige por un estricto sistema de castas en el que tan solo los pertenecientes a medios de renombre tienen la posibilidad de trabajar en condiciones dignas. Para los soldados rasos no hay más que una trinchera en la que esperar largas horas, bajo la lluvia o el calor sofocante, con la esperanza de poder acceder a las películas. Lo más flagrante de todo es que esos periodistas están trabajando no sólo para el medio de comunicación que los acredita, sino también para el propio certamen. Un festival de cine no funciona normalmente como uno de música, por ejemplo. El núcleo de Cannes es la prensa, no el público. En otros, como San Sebastián, el público tiene un papel predominante como asistente a los eventos, pero es de nuevo la prensa la que da sentido a que el festival presente al mundo por primera vez las películas en su selección: un festival de cine es más una pasarela en la que se muestran las nuevas tendencias de la colección primavera-verano que un espacio donde poder ir a ver/escuchar a tu banda/director favorito. Si no hay quien comunique cuáles son esas tendencias, opine sobre ellas, escriba sobre ellas, el festival pierde la razón de su existencia.
En espacios masivos como Cannes o Venecia, la prensa especializada cumple mayoritariamente una labor publicitaria, que abarca tanto al propio festival como a las películas mostradas, directores, productores, actores y actrices. Naturalmente el trabajo que desempeñan los periodistas es más importante o profundo que el de la mera publicidad. Elaboran textos críticos, piensan las películas, las imágenes, la cultura, comunican, en resumen, el presente del cine. Sin embargo, las condiciones que impone el propio festival destruyen esta posibilidad para la mayoría de ellos, pues están sujetos a los mecanismos del consumo de cultura masivo, donde lo más importante es ver las películas primero y reaccionar a ellas; donde el concepto de texto crítico se ha deformado hasta convertirse en un párrafo de trescientas o cuatrocientas palabras que no analiza nada de la película pero la mensura –a veces, con una valoración numérica– para que el resto de gente que no ha asistido pueda saber si es buena o mala, o mejor, si ha decepcionado o sorprendido. Otro ejemplo de la degradación del oficio es el de la entrevista, que ha sido sustituida progresivamente por el junket, una especie de invento posfordista donde los periodistas entrevistan en fila india al equipo de la película. Les formulan una o dos preguntas cada uno, lo que les dé tiempo, antes de que el silbato del jefe de prensa finalice el turno de esa tanda de periodistas y dé paso a la siguiente. De este modo, en el mismo tiempo que antes se podía hacer una entrevista breve ahora se producen ocho, optimizándose así la producción de contenido y rentabilizando al máximo cada parcela del festival.
Cannes se rige por un estricto sistema de castas en el que tan solo los pertenecientes a medios de renombre tienen la posibilidad de trabajar en condiciones dignas
Lo peor de todo este asunto es que una buena parte de los periodistas no cobrará ni un duro por este trabajo. Es más, tendrá que pagar de su bolsillo viaje, alojamiento, las dietas y los cafés. El negocio es redondo para la industria: un ejército de periodistas viaja a los festivales y trabaja dieciocho horas al día viendo y escribiendo sobre las películas. Si tienen suerte, su medio les pagará, pero si no la tienen, no cobrarán nada en absoluto. Que esto parezca una estafa piramidal es pura coincidencia. El resultado: publicidad gratuita de películas de estreno para productoras y distribuidoras, y exposición mediática para el certamen. El truco, como siempre, es que no parece un trabajo. Viajar a Cannes y ser el primero en ver la nueva película de Martin Scorsese luce mejor que picar código en una oficina ocho horas al día. No hay dinero que pague esa experiencia; se cobra una versión cinéfila del salario emocional que tanto han popularizado algunos medios de comunicación –y aun así es algo más de lo que gana un académico por publicar artículos en Elsevier, aunque este es otro tema–. Todos los que hemos cubierto festivales de cine lo hemos hecho con ilusión infinita, conscientes de que nuestro pago es simplemente ver, pero esa acción no es altruista, pues genera en los bolsillos de cierta gente algo mucho más positivo que la alegría.
El cine, con todas sus implicaciones políticas, está desapareciendo de estos festivales. No se trata de hacer una reivindicación de un pasado, probablemente inexistente, de pureza artística, sino de constatar la dramática evolución en la producción y exhibición de películas hacia un paradigma cada vez más neoliberal, en el que el consumo masivo domina todo. El festival de Cannes ha presentado la nueva película de Martin Scorsese y la última entrega de la saga de Indiana Jones. Entre las dos suman 500 millones de dólares de presupuesto. Nadie puede competir contra eso, y la presencia año tras año de títulos tan grandes como estos ha provocado que la Sección Oficial del festival se convierta en un espacio de promoción extremadamente cotizado. Cannes no es una ONG para cineastas, es una máquina de hacer dinero y por lo tanto cuesta creer que en ella se lleve a cabo un verdadero trabajo de curaduría. Las presencias y ausencias dependen casi exclusivamente de cómo se reparten el pastel junto al festival de Venecia, y en menor medida junto a Berlín y San Sebastián. Casi todo lo que aparece en estos dos eventos es lo más obvio, lo más grande y lo más mediático, ya sean grandes películas de Hollywood con sello autoral –no es lo mismo el Indiana Jones de James Mangold, o el Dune de Villeneuve que Fast&Furious– o bien las nuevas películas de los grandes autores del cine europeo o asiático. El cine social domina casi todas las secciones, no hay casi espacio para el cine de género, el más underground o incluso la producción latinoamericana –desde 2019 sólo una película de Sudamérica ha entrado en la competición oficial de Cannes–. Los festivales se están transformando en un cementerio artístico dominado por la mirada burguesa centroeuropea, donde a menudo las películas nacen, reproducen un canon estético y mueren de inmediato.
El cine, con todas sus implicaciones políticas, está desapareciendo de estos festivales. El consumo masivo domina todo
Los títulos proyectados alcanzan forzosamente a la audiencia, cada vez más menguante, ajena a lo que ocurre en estos eventos. En algunos casos la crítica les espanta al definir las películas como “aburridas”, “difíciles” o “no aptas para todos los públicos”. En otros, simplemente no tienen forma de verlas, bien porque solo llegan a determinadas salas, bien porque directamente no se estrenan, como pasó con Pacificado, ganadora del Festival de San Sebastián de 2019. Para la mayoría de la gente estos certámenes son inexistentes. Su permeación social es insignificante. Si se acuerdan de Indiana Jones o Scorsese desde luego no será porque se presentaron en Cannes, sino porque son películas caras. Asistir a festivales estos años me ha hecho sentirme en ellos un poco como en un documental de Adam Curtis: todo el mundo sabe que el sistema no funciona, que todo es una pantomima, pero nadie sabe qué hacer para remediarlo, pues la alternativa es aún más incierta. Ningún medio de comunicación pague o no a sus colaboradores, puede escapar de estas dinámicas. Todos estamos secuestrados por el sistema y todos nos justificamos a través de él.
Este año asistí por novena vez al Festival de San Sebastián, y no paro de preguntarme si ya toda la ilusión se ha perdido. Las primeras veces en un festival de cine son las mejores: la inocencia protege de sus sacrificios, la ilusión disimula el trabajo no remunerado. Después, todo es más gris, al menos lo fue...
Autor >
Guillermo Martínez Valdunquillo
Suscríbete a CTXT
Orgullosas
de llegar tarde
a las últimas noticias
Gracias a tu suscripción podemos ejercer un periodismo público y en libertad.
¿Quieres suscribirte a CTXT por solo 6 euros al mes? Pulsa aquí