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Benjamin Netanyahu, durante su visita al ejército de tierra israelí, el 14 de octubre. / Presidencia de Israel
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Querida comunidad de Contexto:
Estos últimos días, a raíz de un trabajo que estoy haciendo, he revisado varios textos sobre Estados fallidos. En varios de ellos se señala que nos encontramos ante uno cuando se dan todas o varias de las siguientes circunstancias que yo he dividido en dos bloques.
En un primer bloque de rasgos que caracterizan un Estado fallido se incluyen la pérdida del monopolio de la violencia del Estado y la incapacidad para proteger a la población, la falta de garantía del derecho a la propiedad privada, la debilidad de las administraciones públicas y altos niveles de corrupción, el aislamiento ante la comunidad internacional, el sufrimiento de profundas depresiones económicas y el padecimiento de elevados niveles de desempleo o de situaciones de hiperinflación.
En el segundo, se dice que otros síntomas que denotan un Estado fallido son la inexistencia de un Estado de derecho sólido y la falta de garantía de los derechos humanos; la dificultad, e incluso imposibilidad, para acceder a los bienes y servicios más básicos; la existencia de elevados niveles de pobreza; la generalización de la violencia; la aparición de grandes desigualdades sociales y económicas; la inseguridad y la pobreza que provocan migraciones; el bajo nivel educativo en una parte importante de la población; la existencia de graves problemas medioambientales; y la incapacidad del Estado para responder ante crisis humanitarias.
He dividido esos síntomas, que se suelen presentar como una solución de continuidad en los textos que he leído, porque las enumeraciones que se establecen me parecen problemáticas y muy cuestionables, ya que, en muchas ocasiones, que vayan bien las cosas en el primer bloque es lo que desencadena los fallos en el segundo. Es decir, el éxito en el primero se consigue poniendo en riesgo lo que se menciona en el segundo.
Por ejemplo, el Estado hace uso del monopolio de la violencia para provocar la resignación, el silencio o la represión contra quienes sufren, denuncian y se organizan para revertir los rasgos que se reconocen como “fallos del sistema” en el segundo bloque. Además, no es estructural solo la violencia que “legítimamente” puede ejercer el Estado. También lo son las violencias machista y racista, con frecuencia, negadas y, por tanto, consentidas.
La corrupción desmedida no siempre va acompañada de debilidad institucional. Hacen falta estructuras muy sólidas para legislar la desregulación, proteger institucionalmente la libertad de los negocios y la obtención de beneficios, para recalificar terrenos, o convertir el agua en mercancía, por ejemplo. Puede que se trate de instituciones opacas, poco democráticas y visiblemente corruptas, pero no se puede negar su solidez y la capacidad para permanecer en el tiempo e, incluso, la de concitar un fuerte apoyo social.
En ocasiones se pueden atravesar fuertes depresiones económicas y momentos de desempleo que no ponen en riesgo la propiedad privada, sino que la afianzan. O su contrario, hay momentos de fuerte crecimiento económico que se apuntalan sobre la desposesión, las dificultades de garantizar derechos básicos o el miedo. Y, desde luego, hasta el momento, es obvia la correlación entre la salud de la economía y el deterioro en las condiciones ecológicas y ambientales.
Tampoco nos dice mucho lo del aislamiento ante la comunidad internacional, porque hay veces que es toda, o gran parte de la comunidad internacional, la que se pone de acuerdo para dejar ahogarse a la gente, paga por matar en las fronteras o mira hacia otro lado cuando se masacra a los pueblos y se les desposee de lo más básico, hasta del derecho a pisar un suelo que puedas considerar tu casa.
Creo poder afirmar que son muchos los países que se alejan de las condiciones de Estado fallido en los aspectos recogidos en el primer bloque y fallan estrepitosamente en los del segundo, sin que, por ello, pierdan el marchamo de país desarrollado y mucho menos pasen a engrosar la lista de Estados fallidos.
No resulta, por tanto, útil esta categorización si se quiere saber si en ese Estado es posible o no sostener una vida digna. Si pensamos en que todas las personas son vulnerables y necesitadas de alimento, vivienda, cuidados, seguridad, acceso a la energía, al agua o al aire limpio, capacidad para decidir sobre aspectos cruciales de su existencia y de sus cuerpos, creo importante crear un imaginario diferente sobre qué es un Estado que falla.
Quiero pensar cómo podría ser una lista de nuevos criterios y os hago una propuesta incompleta y sujeta a debate.
Uno. Una sociedad no fallida es la que sitúa como prioridad a la gente y la cobertura de sus necesidades materiales y no materiales. Por contra, una sociedad fallida es la que condiciona el bienestar y la vida digna a los beneficios y al crecimiento.
Es fundamental pensar ante quién no se debe fallar. Una sociedad decente no le debe fallar a las vidas concretas que la componen. Proteger a las personas y a otros seres vivos, hoy, colisiona con la protección de la economía existente, la que parece intocable.
El monopolio de la violencia del Estado no se usa para proteger a toda la gente, sino para blindar privilegios de una parte de ella. La ley de extranjería, la cultura patriarcal o el antropocentrismo son brazos de este monopolio de la violencia que va mucho más allá de la represión de leyes como la ley mordaza.
Dos. Un Estado que mata a niños y niñas es un Estado fallido, independientemente de que no sean “los suyos”. Por contra, una sociedad que no falla es la que protege sus vidas.
Hay Estados que matan a la infancia.
Israel es un Estado fallido. Dirige la violencia hacia poblaciones indefensas, destruye vida y territorios y masacra niños. En la gran fosa que es el mar Mediterráneo yacen niños y niñas ahogados. Los gendarmes de las puertas de Europa abandonan en el desierto a personas con sus hijos e hijas.
La mayor parte de las sociedades desarrolladas corren el riesgo de matar a sus niños y niñas en diferido al no tomar medidas adecuadas y al destruir las condiciones vitales de existencia en el futuro.
Tres. Un pueblo incapaz de recordar es un pueblo fallido. Por contra, un pueblo con memoria tiene menos posibilidades de fallo.
La renuncia a la memoria compartida hace que cada cual reconstruya la historia como quiera o como le resulte más favorable.
Netanyahu inventa la de Israel y sostiene que los soldados israelíes defienden un legado que se remonta a tres mil años de historia. La supuesta progresía europea carente de memoria está haciendo como si el big bang del conflicto entre Israel y Palestina fuese el durísimo atentado de Hamás del 7 de octubre, y a partir de ese hecho puntual el derecho a la defensa fuese una especie de ley natural.
Teresa Aranguren, en su libro Palestina. El hilo de la memoria, recuerda el memorando que Sir Arthur James Balfour, ministro de Exteriores de Inglaterra envió a su gobierno en noviembre de 1919:
“En Palestina ni siquiera nos proponemos pasar por la formalidad de consultar los deseos de los habitantes del país. Las cuatro grandes potencias están comprometidas con el sionismo, y el sionismo, correcto o incorrecto, bueno o malo, está anclado en antiquísimas tradiciones, en necesidades actuales y en esperanzas futuras de mucha mayor importancia que los deseos y reservas de los 700.000 árabes que habitan esta antigua tierra”.
Como señala Aranguren, la Declaración Balfour fue el documento a través del cual una nación (Inglaterra) le entregaba a un grupo el territorio de otra. En aquel momento solo un 7% de la población de Palestina era judía, en su mayor parte personas que hablaban árabe y formaban parte del entramado social y cultural de la zona.
Se repetía la leyenda de “una tierra sin pueblo para un pueblo sin tierra” pero, recuerda Aranguren, se sabía bien que en aquella tierra había pueblo. Los cien años siguientes han estado plagados de expulsiones, matanzas y violencia. En ese marco hay que situar lo que se está viviendo en Gaza.
La ausencia de memoria iguala lo que no es igual. Si bien la matanza de un niño israelí es igual de horrenda que la de un niño palestino, las circunstancias e historia que conducen a ellas, su escala y su dimensión, no lo son. Plantearlas como iguales es un ejercicio de desmemoria y de violencia colonial y racista atroz.
También hay que ejercitar la memoria para entender de dónde salen los putodefensores que estos días se colocan en las sedes del PSOE con rosarios, banderas preconstitucionales, yelmos y emblemas racistas. Igual que Netanyahu animaliza a la población gazatí, como antes hiciera el Tercer Reich con las poblaciones judías y gitanas, estos ciudadanos gritan “España no es un zoo”. Se corre el riesgo de considerarlo un exotismo cutre, por ello es importante recordar que hubo tiempos en los que el paredón, el aceite de ricino, los rapados del pelo y la invitación a la violencia contra “las mujeres de rojos” fueron institucionales y perduraron decenios.
Habría que recordar también que hace ya más de cincuenta años el informe sobre los límites al crecimiento avanzó lo que estamos viviendo, y llamó a organizarse para hacerle frente. Quizás así, dentro de otros cincuenta, el putodefensor del momento no acudirá a la Biblia y al Diluvio Universal para que la gente trague y se resigne ante lo que podía haber sido evitado.
Y también ejercitar la memoria más reciente. Esta semana desde las redes sociales del PP se han nombrado a todas y todos los diputados del PSOE. Puesto que es un dato público, hay que interpretar que el propósito es puramente amedrentador. El presidente Sánchez, igual que integrantes de otros partidos, ha apoyado, como no puede ser de otra forma, a las personas señaladas, y ha mostrado empatía con la dificultad de mantener la calma ante este hostigamiento. Un hostigamiento que, hasta el momento no es comparable, y ojalá no lo sea nunca, con el que sufrieron, por ejemplo, Pablo Iglesias, Irene Montero y sus hijos e hija, que se vieron obligados a interrumpir vacaciones, perder libertad en el espacio público y han sido objetos de constantes denuncias, persecución y amenaza. Lo vivieron, en mi opinión, con una notable soledad, abandono y escasa oposición. Creo que la ultraderecha hoy se afana en estas estrategias porque tiene la sensación de que les han funcionado. Habrá que reflexionar en qué medida lo que hemos hecho o dejado de hacer ha reforzado esa convicción.
Cuatro. Un pueblo instalado en el castigo, el punitivismo y la venganza es un pueblo fallido. Por contra, un pueblo centrado en el reconocimiento de la verdad, la justicia y la reparación tienen menos posibilidades de fallar a la gente.
Netanyahu, apelando a Amalek, nación de la Biblia hebrea que a los israelitas se les ordenó eliminar en acto de venganza, llama a una guerra santa de aniquilación contra el pueblo palestino en la franja de Gaza. “Ustedes deben recordar lo que los amalecitas les hicieron, según nuestra sagrada Biblia. Ahora vayan y hiéranlos y destruyan absolutamente todo lo que tengan y no los perdonen, pero mátenlos, tanto a hombres como a mujeres, infantes y lactantes, bueyes y ovejas, camellos y burros”, afirmó Netanyahu, citando el libro de Samuel.
Bajo semejante argumentación política, más de once mil personas han sido asesinadas, una parte importante menores, y cientos de miles expulsadas de sus casas.
Aquí también hay una buena ración de punitivismo y revancha. Hay que recordar los antecedentes hasta llegar a la ley de amnistía. Un Estatut de Catalunya anulado a pesar de que era similar al de otras comunidades autónomas, la represión brutal de un ejercicio de desobediencia civil pacífica, un punitivismo exacerbado contra personas de la política y movimientos sociales catalanes, la imposición del artículo 155… Una constante humillación y pretensión de sometimiento que ha generado un malestar del que solo se puede salir con un diálogo que comience con una amnistía.
Cinco. También podríamos considerar que un pueblo fallido es el que no se hace responsable de las consecuencias de sus decisiones y es capaz de reparar el daño causado.
Son los pueblos que señalan como amenaza a las víctimas de sus decisiones y las deshumanizan. Que llaman defensa a la expulsión, al despojo, a la explotación. Que rechazan la idea de que las personas tengan derecho a consentir o no los privilegios de otras. Ese pueblo fallido que putodefiende los privilegios que vienen de ser rico, de ser hombre, de ser blanco… y exige la sumisión de quienes no lo son.
Una sociedad fallida es aquella en la que el Derecho no sirve para proteger las vidas más vulnerables, en la que el atrincheramiento ilegítimo de las instituciones y el lawfare ejercido desde estas posiciones sirve para silenciar adversarios.
Un pueblo que no le falla a la gente sabe distinguir entre la defensa, entendida como la protección de todos y todas, y la putodefensa de los privilegios, entre la venganza y la justicia y la reparación.
Seis. Una sociedad fallida es la que sacrifica lo que hace falta para sostener las vidas para que la economía crezca, la que cree que la tecnología resolverá los problemas éticos y políticos, la que niega la necesidad de redistribuir...
Para pensar en otras formas de acercarse a lo que falla y a lo que no, hace falta un pueblo educado y, obviamente, no me refiero a un pueblo con títulos. Me refiero a un pueblo con memoria, capacidad de hablar y de escuchar, capaz de llegar a algunos acuerdos, igual pocos pero básicos. Un pueblo que sepa pasar los datos por el cuerpo, que pueda sentir y vibrar con las señales de la injusticia y del abandono. Un pueblo sólido que exija a la institución que no se conforme con el tuit inflamado o amable. Un pueblo que no desespere y termine viendo como mal menor explorar la novedad que pueden ofrecer los mileis. Un pueblo que se reconozca como ecodependiente e interdependiente.
El 17 de noviembre ha salido adelante la investidura de Pedro Sánchez. Ya dije que para mí supone un alivio momentáneo. Porque aún está por ver a quién decidirá no fallar este Gobierno. Ojalá que sea a quienes más lo necesitan.
Mientras tanto, por si acaso, fuera de las instituciones también hemos de preocuparnos por no fallarnos unas a otras. Es una alegría ver cómo cuando el Gobierno de Francia, de Reino Unido o de Alemania (con su rollito verde incluido) prohíben salir a la calle contra el genocidio en Gaza, mucha gente sabe desobedecer y la movilización crece, obligando a que los gobiernos suden tinta para poder nadar y guardar la ropa.
Lo mismo para mí tendría que suceder con la vivienda, el agua, las violencias machistas, el racismo y la transición ecosocial justa.
En cualquier caso, desde este medio, haremos lo posible por proporcionar contextos que apuntalen la memoria, abran diálogos que, aunque difíciles, son necesarios, que no edulcoren y oculten ni la historia ni el presente, que no se centren en contar el castigo y sí la reparación y reconstrucción, que recuerden, cada día, que sin agua, sin ciclos, sin biodiversidad y sin tierra, simplemente no hay vida.
Querida comunidad de Contexto:
Estos últimos días, a raíz de un trabajo que estoy haciendo, he revisado varios textos sobre Estados fallidos. En varios de ellos se señala que nos encontramos ante uno cuando se dan todas o varias de las siguientes circunstancias que yo he dividido en dos bloques.
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Yayo Herrero
Es activista y ecofeminista. Antropóloga, ingeniera técnica agrícola y diplomada en Educación Social.
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