reseña
Una revolución sexual a los treinta
A propósito de ‘Plan Z’, el fulgurante debut literario de Emilia da Silva
Rubén A. Arribas 3/12/2023
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Cuando ya no hay plan A ni plan B ni ningún otro, el último recurso es el plan Z. Ojo, pero no para resolver un problema existencial, sino para postergar su solución. Eso es lo que opina Chiquitina, la protagonista de Plan Z (Aristas Martínez, 2023), para quien lo relevante de esa estrategia vital es “no pensar, no quedarse atascada en ninguna esquina”. De ahí que le parezcan buenas las ideas como limpiar los cristales de casa o apuntarse al gimnasio, correr en la cinta y rodearse “de vigoréxicos gilipollas hasta que la propia gilipollez se pase”. Activar el plan Z es lo contrario a emprender la revolución necesaria para transformar su vida en algo más parecido a lo que anhela.
En su fulgurante y prometedor debut literario, Emilia da Silva nos coloca ante la voz de una mujer joven que atraviesa una etapa de incomodidad y hastío, en particular porque su estadística sexual es bastante penosa. Así lo explica al inicio de la novela: es “socialmente cansado, emocionalmente cansado, hasta física y mentalmente cansado haber follado con treinta años una sola vez en la vida”. Aunque le pasan más cosas –que desconocemos–, el síntoma más visible de su malestar es restregarse a diario contra el brazo del sofá y haber convertido su cuarto en “un océano de pajas”.
Lejos de entregarse al tono sentimental o confesional, Chiquitina, como la llama su abuela –y compañera de piso–, prefiere el sentido del humor cuando reflexiona. Por ejemplo, sobre su paupérrimo bagaje sexual, acota lo siguiente: es “casi el mismo número de veces que he conseguido dar la vuelta a la tortilla sin que se pegue o se convierta en un revuelto”. Y a una de sus citas la describe de este modo: “Parecía un vendedor ambulante de alarmas, créditos bancarios o piruletas de regaliz”.
Hombres polla y mujeres coño
Como buen cinturón negro en inutilidad en cuestiones cotidianas, Chiquitina decide emprender la revolución a través de Tinder. Así, programa varias citas destinadas a darle una alegría a su cuerpo, pero también a agrietar la costra de mierda que la inmoviliza y buscar que algo cambie. Más allá de la variopinta secuencia de encuentros heterosexuales, lo relevante es su resultado: “Mis intentos por tener un sexo aceptable, que no extraordinario, con alguien que me guste al menos un poco se parecen a los intentos ridículos de un personaje malvado que al final de la película queda agonizante y destruido”.
Excepto un polvo inesperado que echa con su único amigo, las demás experiencias le resultan entre mediocres y traumáticas. De hecho, la mayoría podría resumirlas en un insoportable dolor vaginal. Como muestra de ese sexo poco placentero, valga este botón: “Acaba de meterte tres dedos en el coño otra vez. Los mueve ahí dentro como si estuviera buscando con rabia las monedas que le faltan para invitarte a un café. Te duele. No te ha dejado de doler en ningún momento. Coges la mano y se la sacas”.
Con todo, más allá de lo sexual, esa sucesión de encuentros nos hace ver que la raíz del malestar de Chiquitina tiene mucho que ver, como diría ella, con sentirse una mujer zombi cuyo cerebro se estrella a diario contra el cristal de un autobús. Esa imagen resume su sentimiento más profundo: está desperdiciando la juventud. Si bien ella se sabe la teoría del carpe diem, lo que descubre es que no está tan claro qué hay que hacer para disfrutar del momento. Eso, reflexiona, ni lo sabemos “ni lo pone en ningún sitio”.
Y es que en el imaginario social, parece existir únicamente el catecismo heterosexual normativo como único patrón y medida de ese disfrute. Al hilo de su trabajo de campo vía Tinder, Chiquitina concluye que es complicado encontrar personas dispuestas a explorar su deseo y que, al mismo tiempo, le dejen a ella explorar el suyo. Lo habitual es lo contrario: gente que, en vez de darle y darse esa libertad, solo quiere amoldarse a los rígidos estereotipos de “hombres polla y mujeres coño”. Es más: incluso compiten entre sí o presumen de ser mejores que el resto en ese ámbito. Es como si nadie tuviese dudas sobre su identidad sexual, excepto ella.
¡Por la igualdad de ano!
Algo que hace interesante a este personaje es que vive instalado en una contradicción. Por un lado, Chiquitina es bastante torpe e ingenua para lo cotidiano, y eso incluye desde freír un huevo a la seducción o la gestión de las relaciones personales. Por otro, expresa su pensamiento político de manera agresiva y contundente, de manera muy punk, como si lo discursivo fuera el único espacio donde puede dejar salir la rabia que le produce percibirse como “una pagafantas pajillera” y no saber cómo darle la vuelta a esa situación.
De ahí que su gran dificultad sea cómo cerrar el hueco existente entre lo que hace y lo que dice o piensa. Ese es el abismo que va de la Chiquitina más infantil que termina lamentando haber dejado “pasar todo lo que acaba de pasar”, y la mujer de treinta años que observa que el “sexo normativo heterosexual hijo de puta” se resume en una premisa: follar es que un hombre la embista en plan Tarzán y, encima, disfrutar de ello “con una extraña mezcla de dolor y placer”. Dicho de otro modo: follar es, simplemente, ser follada. No hay espacio para su deseo o fantasía.
Follar es, simplemente, ser follada. No hay espacio para su deseo o fantasía
Ella lo expresa con una rotundidad digna de Angélica Liddell: “Follar, está descrito en textos y documentos audiovisuales, es la acción de un tío metiendo su polla rápido, de manera repetida y hasta el fondo por cualquiera de tus tres agujeros posibles. Porque, cuando se folla, él controla la penetración, la intensidad, la frecuencia, la profundidad y los tiempos. Porque si lo haces tú, no es follar. Es algo típico de la masturbación infantil”.
La única excepción a esta heterosexualidad tóxica es el polvo que echó con su mejor y único amigo. Sin embargo, este prefiere dejar el sexo fuera de su relación de amistad, lo que ahonda en la sensación de fracaso de Chiquitina, que no entiende por qué todo es tan innecesariamente complicado. Tampoco la ayuda mucho encontrarse con algunos obstáculos imprevistos cuando intenta incursionar en el lesbianismo.
En ese contexto, mientras rellena un formulario en un hostal, tiene una epifanía ante la casilla destinada a marcar el sexo y piensa que le gustaría escribir algo como esto: “En realidad no me identifico con el género femenino, preferiría definirme como transgénero aunque lleve puesto un vestido y a veces me depile las cejas para tratar de ligar. De hecho, creo que deberíamos construir un mundo basado en la igualdad de ano y contraria a las diferencias aparentes entre un coño y una polla”.
Desligarse del yo zombi
En el caso de este personaje, lo transgénero funciona, sobre todo, como una metáfora de la ruptura con lo normativo: es una mujer que empieza su camino para dejar de ser leída como tal. Un camino en el que no importa si será bisexual, lesbiana, asexual o lo que se le antoje en cada momento, sino avanzar hacia un horizonte donde sea posible darle la vuelta a su certeza más dolorosa: “Lo único que sabes es que tú, al menos de forma sexual, no te molas a ti misma”. Eso implica romper con las normas y las convenciones que otros esperan que ella acepte con docilidad: los hombres son así, las mujeres son asá, a ti lo que te pasa es esto, tú lo que deberías hacer es esto otro, etcétera.
En el caso de este personaje, lo transgénero funciona, sobre todo, como una metáfora de la ruptura con lo normativo
A final de cuentas, el problema de Chiquitina no es tanto si folla mucho o poco, sino cómo desligarse del yo zombi que la ha llevado hasta la situación actual de agotamiento y frustración. Por ese motivo, la solución pasa para ella por hacer añicos –metafóricamente– su cerebro, cuyo deseo parece más un collage planificado y ordenado por manos ajenas que un diseño personal. Terminada su destrucción, puede comenzar a reconstruirlo a su aire y, como una amazona, aspirar a ser plena, libre y soberana de sí misma.
Eso sí, para hacerlo debe conectarse con un yo político, militante y cabreado capaz de defender el deseo propio ante la violencia ajena, sea esta emocional, sexual o física. Sin ese paso adelante, le resultará difícil construir un espacio donde explorar con tranquilidad quién es ella y qué le gusta hacer. En juego está en enredarse con la enésima variación del plan Z, o transformar su rabia en revolución y pelear por un imaginario sexual más inclusivo y diverso. Esa es la encrucijada que afronta Chiquitina. En caso de que la supere, estará un paso más cerca del siguiente hito en el camino: unirse a otras personas y luchar colectivamente.
Cuando ya no hay plan A ni plan B ni ningún otro, el último recurso es el plan Z. Ojo, pero no para resolver un problema existencial, sino para postergar su solución. Eso es lo que opina Chiquitina, la protagonista de Plan...
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